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Nirgal estaba sorprendido por esta descripción.

—Pero ahora —aventuró— estamos empezando de nuevo.

—¡Así es, muchacho! Somos los seres primitivos de una civilización desconocida. Vivimos en nuestro pequeño matriarcado tecno-minoico. ¡Ja! A mí me parece muy bien. Para empezar, el poder que han asumido las mujeres nunca fue tan deseable. El poder es la mitad del yugo, ¿recuerdas esto de las lecturas que os proponía? El amo y el esclavo comparten el yugo. La anarquía es la única libertad verdadera. Así que todo lo que hacen las mujeres parece volverse contra ellas. Si son los burros de carga de los hombres, trabajan hasta caer muertas. ¡Y si son nuestras reinas y diosas, se ven obligadas a trabajar aún más, porque tienen que hacer el trabajo del burro y además llevar el papeleo! Es imposible. Da gracias por ser un hombre, por ser libre como el cielo.

Era un modo curioso de ver las cosas, pensó Nirgal, pero no dejaba de pensar en la belleza de Jackie, del inmenso poder que ejercía sobre sus pensamientos. Bajó de su asiento y contempló las estrellas blancas en el cielo negro. «¡Libre como el cielo! ¡Libre como el cielo!».

Estaban en Ls 4, el 22 de marzo del año marciano 32, y los días en el sur empezaban a acortarse. Coyote conducía muchas horas cada noche, siguiendo senderos invisibles e intrincados, a través de un terreno que se hacía más y más accidentado a medida que se alejaban del casquete polar. Se detenían y descansaban durante el día. Nirgal luchaba por mantenerse despierto, pero el sueño lo vencía invariablemente y dormía la mayor parte de la noche y buena parte del día también, hasta que perdió por completo la noción de tiempo y espacio.

Pero cuando estaba despierto miraba por la ventanilla la superficie cambiante del planeta. No se cansaba de hacerlo. El terreno laminado estaba surcado por infinidad de dibujos: el viento había cincelado los montones estratificados de arena hasta dar a las dunas la forma del ala de un pájaro. Cuando el terreno estratificado finalmente dejó al descubierto el lecho de roca, las dunas laminadas se convirtieron en islas solitarias de arena desparramadas sobre una llanura poblada de afloramientos y rocas sueltas. La piedra roja estaba por todas partes, desde grava hasta bloques inmensos que descansaban en el suelo como edificios. Las islas de arena se asentaban en cualquier declive y depresión de aquel paisaje rocoso, y se amontonaban también al pie de los grandes grupos de bloques y al abrigo de los escarpes bajos y en el interior de los cráteres.

Había cráteres allá donde uno mirara. El primero apareció en forma de dos bultos que se alzaban sobre el horizonte, que muy pronto resultaron ser los puntos exteriores conectados de una cresta baja. Dejaron atrás docenas de esas colinas de cima chata, unas empinadas y escarpadas, otras casi enterradas, y también algunas con los bordes destrozados por impactos posteriores menos importantes, de modo que se podía ver perfectamente la arena que las llenaba.

Una noche, justo antes del alba, Coyote detuvo el coche.

—¿Ocurre algo?

—No. Hemos llegado al Mirador de Rayleigh y quiero que lo veas. Falta una hora para que salga el sol.

Contemplaron el amanecer desde sus asientos.

—¿Cuántos años tienes, chico?

—Siete.

—¿Y eso cuánto es en años terrestres? ¿Catorce?

—Creo que sí.

—Caramba. Y ya eres más alto que yo.

—Aja. —Nirgal reprimió la observación de que no hacía falta ser muy alto para sobrepasar a Coyote—. ¿Cuántos años tienes tú?

—Ciento nueve. ¡Ja, ja, ja! Será mejor que cierres los ojos o se te caerán. No me mires así. Yo era viejo el día que nací y seré joven el día que me muera.

Dormitaron mientras la línea del horizonte oriental adquiría un intenso azul cobalto. Coyote tarareaba una pequeña melodía, como si hubiese tomado una tableta de omegondorfo, como solía hacer en Zigoto al caer la noche. Poco a poco fue haciéndose evidente que el horizonte estaba muy lejos y muy alto; Nirgal nunca había visto una extensión de tierra tan vasta, un inmenso muro negro y curvo que dominaba en la lejanía una llanura de roca negra.

—¡Eh, Coyote! —exclamó—. ¿Qué es eso?

Coyote soltó una carcajada, al parecer muy satisfecho.

El cielo se iluminó y de pronto el sol quebró el borde superior de la pared lejana y deslumbró momentáneamente a Nirgal. A medida que el sol subía, las sombras del enorme acantilado semicircular cedieron ante unas cuñas de luz que iluminaron unas bahías recortadas y angulosas que festoneaban la curva más grande del muro, tan grande que Nirgal, con la nariz pegada al parabrisas, se quedó sin aliento. Casi daba miedo.

—Coyote, ¿qué es eso?

Coyote soltó otra de sus inquietantes carcajadas.

—Ya ves que después de todo no es un mundo tan pequeño, ¿eh, muchacho? Estamos en el suelo de la Cuenca Promethei. Es una cuenca de impacto, una de las mayores de Marte, casi tan grande como Argyre, pero el impacto se produjo cerca del Polo Sur, y la mitad del borde quedó sepultada bajo el casquete polar y el terreno estratificado. La otra mitad es el escarpe curvo que tenemos delante. —Hizo un ademán amplio—. Es una especie de supercaldera, pero como está reducida a la mitad, puedes entrar en ella con el rover. Esta pequeña elevación es el mejor lugar que conozco para contemplarla. —Puso un mapa de la región en pantalla y señaló.— Nos encontramos en las faldas de este pequeño cráter, el Vt, mirando al noroeste. El acantilado es Promethei Rupes, allí. Tiene casi un kilómetro de altura. Naturalmente, el acantilado de Echus tiene tres kilómetros de altura y el del Monte Olimpo seis, ¿has oído eso, señor Planeta Pequeño? Pero esta mañana tendrás que conformarte con este bebé.

El sol siguió subiendo e iluminó la curva del acantilado desde arriba. La pared estaba cortada por profundas barrancas y cráteres más pequeños.

—El Refugio de Prometheus está en el flanco de ese gran desfiladero, allí —dijo Coyote, y señaló el lado izquierdo del semicírculo—. El Cráter Wj.

Durante la larga espera diurna, Nirgal no dejó de contemplar el gigantesco acantilado. Parecía cambiar continuamente: las sombras se acortaban y desplazaban, revelando nuevos accidentes y ocultando otros. Se habrían necesitado años para mirarlo en detalle, y Nirgal no pudo evitar la sensación de que el muro era antinatural, increíblemente enorme. Coyote tenía razón: los horizontes cercanos lo habían engañado, nunca había pensado que el mundo pudiese ser tan grande.

Esa noche condujeron hasta el interior del Cráter Wj, una de las ensenadas más grandes de la gigantesca pared, y luego alcanzaron el acantilado curvo de Promethei Rupes, que se elevaba sobre ellos como la pared vertical del universo; el casquete polar no era nada comparado con esa masa de roca. Lo cual significaba que el Monte Olimpo mencionado por Coyote tenía que ser… Nirgal no sabía en qué términos imaginarlo.