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—¿Sabes como identificar los huevos que tienen pollitos vivos dentro? Los metes en un barreño lleno de agua, y esperas a que se queden quietos. Aquellos que tiemblan un poco son los que contienen pollitos. Puedes volver a ponerlos bajo la gallina y comerte el resto.

—¡Un metro cúbico de peróxido de hidrogeno es equivalente a mil doscientos kilovatios-hora! Y además pesa una tonelada y media. Seguro que no necesitas tanto.

—Estamos intentando incluirlo en la escala, pero no hemos tenido suerte aún.

—En el Centro de Educación y Tecnología de Chile han realizado un trabajo muy interesante sobre la rotación de cultivos; no te lo creerás. Ven y mira.

—Se acerca una tormenta.

—Tenemos abejas también.

—Maja es nepalés; Bahram, parsi; Mawrth es gales. Si, suena como un balbuceo, pero seguramente no lo pronuncio bien. La lengua galesa es muy extraña. Probablemente lo pronuncian Moth, o Mart, Marte.

Entonces corrió la voz por el mercado, saltando de un grupo a otro como el fuego.

—¡Nirgal! ¡Ha venido Nirgal! Hablará en el pabellón.

Y allí llego, caminando deprisa a la cabeza de una muchedumbre saludando a viejos amigos y estrechando la mano de la gente que se le acercaban. Todo el mercado lo siguió, y se apiñaron en el pabellón y la pista de voleibol, en el extremo occidental del mercado.

Nirgal se subió a un banco. Habló del valle, y de las otras nuevas tierras cubiertas de Marte, y sobre lo que eso significaba. Pero cuando estaba llegando a la situación general de los dos mundos, la tormenta rompió con violencia sobre ellos. Las centellas afluían a los pararrayos, y en rápida sucesión vieron lluvia, nieve, aguanieve y finalmente barro.

La tienda que cubría el valle era tan empinada como el tejado de la iglesia, y el polvo y la arena eran repelidos por la carga estática de la capa exterior, piezoeléctrica; la lluvia y la nieve resbalaban, y ésta se amontonaba contra la base, formando ventisqueros que eran removidos por los enormes ingenios robóticos provistos de largos fuelles que durante las tormentas de nieve recorrían incesantemente el muro. Pero el barro era un problema. Al mezclarse con la nieve formaba unas frías placas duras como el hormigón sobre la porción de tienda más baja, y podía acumular la suficiente para hundir la tienda; ya había ocurrido una vez en el norte.

Por eso, cuando la tormenta arreció y la luz del cañón adquirió el color de una rama, Nirgal dijo: «Será mejor que subamos». Todos se apretujaron en los camiones y se dirigieron al ascensor más cercano y luego subieron por la pared del cañón hasta el borde. Una vez arriba, aquellos que sabían manejarlas se pusieron al volante de las quitanieves. Los grandes fuelles derramaron vapor sobre los ventisqueros para despejar la tienda. El resto de los voluntarios, con unas carretillas de vapor, trasladaron los montones de barro. Y ahí intervino Nirgal, corriendo de un lado a otro con una manga de vapor como si participara en un nuevo y esforzado juego. Nadie podía seguir su ritmo, pero pronto todos estuvieron hasta la cintura en un barro frío, con vientos superiores a los 150 kilómetros por hora, y con unas nubes bajas, densas y negras que seguían escupiendo más barro sobre ellos. Los vientos alcanzaron los 180 kilómetros por hora, pero nadie dejo de ayudar a retirar el barro de la tienda. Hicieron otro barrido, moviéndose hacia el este con el viento, arrojando ríos de barro al Uzboi Vallis, aún no cubierto.

Cuando la tormenta pasó, la tienda estaba bastante limpia, pero la tierra a ambos lados de Nirgal Vallis se encontraba cubierta de una gruesa capa de barro helado, y los voluntarios estaban calados hasta los huesos. Se amontonaron en los ascensores y bajaron al piso del cañón, exhaustos y ateridos, y cuando salieron se miraron los unos a los otros, figuras completamente negras a excepción de los visores. Nirgal se quitó el casco y se echó a reír a carcajadas, inconteniblemente, y entonces tomó un poco de barro de su casco y lo arrojó a los otros, y empezó la batalla. Muchos consideraron prudente no quitarse el casco, y fue un espectáculo extraño el que se desarrolló en el suelo oscuro de aquel cañón: ciegas figuras fangosas arrojándose pelotas de barro, corriendo hacia el arroyo, resbalando mientras luchaban y se sumergían.

Maya Katarina Toitovna se despertó de un humor de perros, turbada por un sueño que olvidó deliberadamente al salir de la cama, como cuando se tira de la cadena después de la primera visita al retrete. Los sueños eran peligrosos. Se vistió de espaldas al pequeño espejo sobre el lavamanos y luego bajó a los comedores comunes. Toda Sabishii se había construido de acuerdo con el particular estilo marciano/japonés, y el vecindario de Maya parecía un jardín zen, musgo y pinos que aparecían aquí y allá entre piedras pulidas de color rosa. El conjunto tenía una belleza sobria que Maya encontraba desagradable, una especie de reproche a sus arrugas. Lo ignoró lo mejor que pudo y se concentró en el desayuno. El mortal aburrimiento de las necesidades diarias. Sentados a otra mesa, Vlad, Ursula y Marina comían con un grupo de issei de Sabishii. Los sabishianos llevaban la cabeza afeitada, y vestidos con los monos de trabajo parecían monjes zen. Uno de ellos encendió una diminuta pantalla sobre la mesa. Un programa de noticias terrano, una producción metanacional de Moscú que guardaba la misma relación con la realidad que Pravda en otro tiempo. Algunas cosas nunca cambiaban. Ésta era la emisión en inglés, y el de la locutora era mucho mejor que el suyo, aún después de todos esos años. «Les ofrecemos las últimas noticias en este cinco de agosto de dos mil ciento catorce.»

Maya se puso rígida en la silla. En Sabishii estaban en Ls 246, muy cerca del perihelio, el cuarto día de noviembre 2. Los días eran cortos en ese año marciano 44. Maya no tenia ni idea de cuál era la fecha terrana, hacía años que no lo sabia. Pero allá en la Tierra era el día de su cumpleaños. Su… tuvo que calcularlo… su 130 aniversario.

Sintiéndose enferma, frunció el ceño y dejó caer el bagel a medio comer en el plato, y lo miro. Los pensamientos atravesaban su cerebro como pájaros en desbandada; era incapaz de seguirlos, tenia la mente en blanco. ¿Qué significaba aquello, esa horrible edad antinatural? ¿Por qué habían tenido que encender la pantalla justo en ese momento?

No termino la medialuna de pan, que de pronto adquirió un aspecto ominoso, y salió a la mañana otoñal. Bajo por el encantador bulevar principal del barrio antiguo de Sabishii, verde en el césped, rojo en los arces de fuego de copas anchas; uno de estos ocultaba parcialmente el sol bajo y resplandecía de escarlata. Al otro lado de la plaza que había delante de los dormitorios vio a Yeli Zudov jugando a los bolos con una niña pequeña, quizá la tataranieta de Mary Dunkel. Ahora muchos de los Primeros Cien vivían en Sabishii, que les servia como una especie de demimonde; intervenían en la economía local y residían en el barrio antiguo, con identidades falsas y pasaportes suizos, lo que les permitía estar en la superficie. Todo muy sólido, y además sin necesidad de la cirugía estética que tanto había alterado a Sax, porque la edad se había ocupado de hacerlos irreconocibles. Maya podía pasear por las calles de Sabishii y la gente solo vería una vieja arpía entre muchas otras. Si los oficiales de la Autoridad Transitoria la detenían, identificarían a una tal Ludmilla Novosibirskaya. Pero lo cierto era que no la detendrían.