Michel se encogió de hombros. Tenía una pequeña sonrisa en la cara, y ella tuvo deseos de borrársela de un puñetazo o de un beso. A él le gustaban los lagartos.
Sacudió la cabeza.
—En fin. Elige la acción, dices. —Meditó—. Ciertamente prefiero la acción en la situación en la que nos encontramos. —Compartió con él las noticias del sur, y lo que les había propuesto a los otros—. Me ponen tan furiosa. Están esperando que vuelva a producirse el desastre. Todos menos Sax, y es un cañón descontrolado con todos esos sabotajes, sin consultar a nadie más que a esos idiotas… ¡Tenemos que hacer algo coordinarlo!
—Bien —dijo él enfáticamente—. Estoy de acuerdo. Lo necesitamos. Ella lo miró.
—¿Vendrás a Hellas conmigo?
Y él sonrió, una sonrisa espontánea de placer. ¡Estaba encantado de que ella se lo pidiera! Esa sonrisa le traspasó el corazón.
—Sí —contestó él—. Tengo algunos asuntos pendientes, pero puedo resolverlos deprisa. Sólo necesito unas pocas semanas.
Y volvió a sonreír. Michel la amaba, era evidente; no sólo como terapeuta, sino como hombre. Pero con un cierto aislamiento, propio de él, del terapeuta. De modo que ella pudiera respirar. Ser amada y poder respirar. Seguir teniendo un amigo.
—Así que todavía puedes soportar estar conmigo, aun con esta apariencia.
—Oh, Maya. —Michel rió.— Sí, sigues siendo hermosa, si quieres saberlo. Y desde luego quieres saberlo, gracias a Dios. —La abrazo, y luego la alejó un poco y la estudió.— Es algo austero, pero está bien.
Ella lo empujó.
—Y nadie me reconocerá.
—Nadie que no te conozca. —Se puso de pie.— Vamos, ¿tienes hambre?
—Sí. Deja que me cambie de ropa.
Michel se sentó en la cama y la miró mientras ella se cambiaba, empapándose de ella. El cuerpo de Maya era sorprendente, indudablemente femenino incluso a esa ridícula edad póstuma. Ella podía acercarse y aplastarle un pecho en la cara y él mamaría como un chiquillo. En vez de eso, Maya se vistió, sintiendo que su estado de ánimo rozaba el fondo e iniciaba la ascensión; el mejor momento de la curva sinusoidal, como el solsticio de invierno para los hombres del paleolítico, el momento de alivio en que sabes que el sol volverá, algún día.
—Esto es bueno —dijo Michel—. Necesitamos que lleves la delantera de nuevo, Maya. Tienes la autoridad para hacerlo, la autoridad natural. Y es bueno que repartas el trabajo y te concentres en Hellas. Un buen plan. Pero, ya sabes, se necesitará algo más que la ira.
Maya se pasó un jersey por la cabeza (sentía una sensación rara, con la cabeza desnuda), y luego lo miró, sorprendida. Él levantó un dedo amonestador.
—Tu ira será útil, pero no puede serlo todo. Frank no era más que ira, ¿recuerdas? Y ya ves a dónde lo llevó. Tienes que luchar no solo contra lo que odias, sino también por aquello que amas, ¿comprendes? Por eso tienes que averiguar qué es lo que amas. Tienes que recordarlo, o crearlo.
—Si, si —dijo Maya, de pronto irritada—. Te quiero a ti, pero cállate —alzó la barbilla con gesto imperioso.— Vayamos a comer.
El tren que salía de Sabishii y circulaba por la pista Burroughs-Hellas no era muy largo: una pequeña locomotora y tres vagones de pasajeros, todos medio vacíos. Maya recorrió todo el tren y se sentó en un asiento al fondo del último vagón. La gente la miró, pero sólo brevemente. A nadie parecía chocarle su falta de pelo. Al fin y al cabo, había muchas mujeres buitre en Marte, algunas en ese mismo vagón. Vestían también monos de trabajo de color cobalto, orín o verde claro, viejas devastadas por los rayos ultravioleta. Un cliché: los viejos veteranos de Marte, que estaban allí desde el principio, que lo habían visto todo, siempre dispuestos a aburrirte hasta las lágrimas con cuentos de tormentas de polvo y puertas de antecámara atascadas.
Bien, mejor así. No habría sido conveniente que la gente anduviera dándose codazos y exclamando: «¡Ésa es Toitovna!». Sin embargo, al sentarse no pudo evitar sentirse fea y olvidada. Una estupidez, porque en verdad necesitaba que la olvidasen. Y la fealdad que le disgustaba contribuía a que así fuera: el mundo quiere olvidar la fealdad.
Se hundió en el asiento y miró alrededor. Al parecer un contingente de turistas japoneses terranos había visitado Sabishii. Estaban sentados delante, charlando y mirando a todas partes con sus videogafas, grabando cada minuto de la película de sus vidas que nadie vería jamás.
El tren se puso en marcha suavemente. Sabishii aún era una pequeña ciudad tienda en las colinas, pero la tierra ondulada que se extendía entre ella y la pista principal estaba tachonada de pináculos labrados y pequeños refugios. Las pendientes que subían al norte estaban cubiertas por la nieve de las primeras tormentas del otoño, y el sol rebotaba con relámpagos enceguecedores en los espejos de hielo cuando los viajeros pasaban junto los estanques congelados. Los oscuros arbustos achaparrados descendían de los ancestros de Hokkaido y le daban al paisaje un aspecto verdinegro. Eran jardines bonsai, islas en un áspero mar de roca quebrada.
Naturalmente, a los turistas japoneses el paisaje les pareció mejor. Aunque probablemente eran de Burroughs, nuevos emigrantes que habían ido a visitar el primer asentamiento japonés en Marte, como si hiciesen un viaje de Tokio a Kyoto. O quizás eran nativos y nunca habían visto el Japón. Lo sabría en cuanto los viese andar.
La pista corría al norte del Cráter Jarry-Desloges, que desde el exterior parecía una gran mesa redonda. Las pendientes eran un amplio abanico de escombros cubiertos de nieve, salpicados de árboles y de abigarrados tapices de líquenes, flores alpinas y brezo, cada especie con su particular sello de color, y todo el campo sembrado de bloques erráticos que habían vuelto a caer del cielo cuando el cráter se formó. Un campo de piedra roja inundado desde abajo por una marea irisada.
Maya contempló la colina de colores intensos, casi aturdida. Nieve, liquen, brezo, pino: sabía que el mundo había cambiado mientras ella vivía oculta bajo el casquete polar. Sabía que ese mundo había sido diferente: Maya había vivido en un mundo rocoso y había experimentado los intensos acontecimientos de aquellos años, su corazón aplastado bajo su impacto hasta convertirse en estisovita. Pero le costaba tanto conectar con todo aquello. Los pocos recuerdos que tenía no despertaban en ella ninguna sensación. Se recostó en el asiento y cerró los ojos, y trató de relajarse, de dejar que lo que tuviese que venir a ella viniese.
No era un recuerdo específico sobre un suceso concreto, sino más bien una suerte de composición: Frank Chalmers denunciando o burlándose o tronando furiosamente. Michel tenía razón, Frank había sido un hombre airado. Pero no había sido solo eso. Ella más que nadie lo sabía: lo había visto en paz, o al menos feliz. O algo parecido. Temeroso de ella, solícito con ella, enamorado de ella. Maya había visto todo eso. Y también gritándole furiosamente por alguna pequeña traición, o por nada. Ciertamente había visto todo eso. Porque él la había amado.
Pero, ¿cómo había sido Frank en realidad? O mejor, ¿por qué fue de esa manera? ¿Había algo que explicase por qué eran así? Sabía tan poco de la vida de Frank antes de que se conocieran: una vida entera en Estados Unidos, una existencia que ella no había visto. El hombre corpulento y oscuro que había conocido en la Antártida… incluso esa persona se había perdido para ella, sepultada por todo lo que había ocurrido en el Ares y Marte. Pero antes de eso, nada, o casi nada. Había sido responsable de la NASA, había lanzado el programa de Marte, seguramente con el mismo estilo corrosivo que había exhibido en sus últimos años. Había estado casado poco tiempo, o eso le pareció recordar.
¿Como habría sido aquel matrimonio? Pobre mujer, Maya sonrió. Pero entonces oyó de nuevo la vocecita de Marina diciendo: «Si Frank no hubiese matado a John», y se estremeció. Miró el atril que tenía en el regazo. Los pasajeros japoneses cantaban, una canción de taberna por lo visto, porque se estaban pasando una botella. Jarry-Desloges había quedado atrás, y ahora se deslizaban por el borde septentrional del Sumidero lapygia, una depresión oval que podrían ver durante un buen trecho, saturada de cráteres, y en el interior de cada anillo una ecología ligeramente distinta. Era como mirar desde el aire una floristería bombardeada: las cestas desparramadas por todas partes, y rotas en su mayoría, aquí un tapiz amarillo, allá un palimpsesto rosa, o alfombras persas blanquecinas, azuladas o verdes…