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La imagen del Frank de veintitrés años la despertó bruscamente. Meditó en lo que había leído, tratando de unir las piezas. El padre; ¿qué le había hecho unirse a Alcohólicos Anónimos tres veces, para rendirse dos (o tres) veces? Había algo raro. Y despues, como una respuesta a eso, la adicción al trabajo que concordaba con el Frank que había conocido, aunque debajo fuese idealista, impropio de él. La justicia social no era en lo que el Frank que había conocido creyera. Era un pésimo político, trabajando siempre en la retaguardia para evitar protegerse de lo peor. Toda una carrera limitando los daños, ganando prestigio personal. Sin duda era verdad. Aunque Maya creía que él siempre había ansiado el poder para limitar más los daños. Pero nadie podía separar el poder de sus motivos si se confundían como el musgo y la roca. El poder tenía múltiples facetas.

Si solo Frank no hubiese matado a John… Miró el atril, lo activó, tecleó el nombre de John. La bibliografía era interminable. Lo probó:

5.146 entradas. Y era sólo una lista seleccionada. A Frank le habían dedicado unos centenares como mucho. Pidió el índice y buscó «Muerte de».

¡Docenas, cientos de entradas! Sintiendo frío, pero a la vez sudorosa, Maya recorrió la lista rápidamente. La conexión de Berna, la Hermandad Musulmana, Marteprimero, UNOMA. Frank, ella misma, Helmut Bronski, Sax, Samantha. Sólo por los títulos, supo que se habían propuesto toda clase de conexiones y teorías sobre su muerte. Por supuesto. La teoría de la conspiración gozaba de gran popularidad, como siempre. La gente quería que esas catástrofes significasen algo mas que la locura individual, y así la caza continuaba.

El disgusto por la extensión sin sentido de la lista casi le hizo cerrar el archivo. ¿No sería que tenía miedo? Abrió una de las muchas biografías, y apareció en pantalla una fotografía de John. Un fantasma de su viejo dolor la atravesó, dejando una desolación estéril. Fue hasta el capítulo final.

Los disturbios de Nicosia fueron una temprana manifestación de las tensiones internas de la sociedad marciana que más tarde provocaron el estallido de 2061. Para entonces, un gran número de técnicos árabes vivían en albergues mínimos, muy cerca de grupos étnicos con los que tenían enemistades históricas, y también cerca del personal administrativo, cuyos privilegios eran obvios. Una mezcla volátil de diferentes grupos se reunió en Nicosia para la fiesta de inauguración, y durante varios días la ciudad estuvo abarrotada.

La violencia nunca ha podido ser explicada satisfactoriamente. La teoría de Jensen, de que el conflicto intra-árabe —estimulado por la liberación libia de Siria— provoco los disturbios de Nicosia, es insuficiente. Allí se produjo también un ataque contra los suizos, así como un alto nivel de violencia sin objeto, imposible de explicar sólo por el conflicto árabe.

La destitución oficial de los responsables de Nicosia esa noche sigue dejando en el misterio el factor desencadenante del conflicto. Numerosos informes sugieren la presencia de un agente provocador nunca identificado.

A medianoche, al empezar el lapso marciano, Saxifrage Russell estaba en un café del centro de la ciudad, Samantha Hoyle recorrió el muro de la ciudad y Frank Chalmers y Maya Toitovna se habían encontrado en el parque occidental donde se habían pronunciado los discursos unas horas antes. Las peleas ya habían empezado en la medina. John Boone bajó por el bulevar central para investigar el alboroto, como hizo Sax Russell desde otra dirección. Diez minutos más tarde, Boone fue atacado por un grupo de entre tres y seis hombres jóvenes, algunas veces identificados como «árabes». Dejaron a Boone inconsciente y se lo llevaron a la rastra a la medina antes de que ninguno de los testigos reaccionase. Una búsqueda improvisada no encontró señales de él. No fue hasta las 12:27 AM que una partida más numerosa lo localizó en la granja de la ciudad. Lo trasladaron al hospital más cercano, en el bulevar de los Cipreses. Russell, Chalmers y Toitovna ayudaron a llevarlo hasta allí…

Un nuevo revuelo en la parte delantera del vagón arrancó a Maya del texto. Tenía la piel fría y pegajosa, y temblaba ligeramente. Algunos recuerdos nunca desaparecen, por mucho que uno los reprima: Maya no pudo dejar de recordar perfectamente los cristales en el suelo, la figura tendida en el césped, la expresión de perplejidad en el rostro de Frank, y una perplejidad distinta en el de John.

Unos oficiales avanzaban lentamente por el pasillo. Comprobaban identificaciones, papeles de viaje; y había otros dos en la parte trasera del vagón.

Maya desconectó el atril. Observó a los tres policías que avanzaban y se le aceleró el pulso. Esto era nuevo; ella no lo había visto nunca, y parecía que el resto de los viajeros tampoco. Se hizo el silencio en el vagón; todos miraban. Cualquiera podía tener una identificación irregular, y eso impregnaba de una cierta solidaridad el silencio; todos los ojos estaban fijos en los policías; nadie miró alrededor para ver si alguien palidecía.

Los tres policías seguían con su tarea, ajenos a esta observación, e incluso a las personas a las que pasaban revista. Bromeaban y hablaban sobre los restaurantes de Odessa, y pasaban deprisa de una fila a la siguiente, haciendo señas para que la persona acercase la muñeca al pequeño lector, y echándole una rápida mirada al resultado, comparando sólo un instante las caras de las personas con las fotografías.

Llegaron a Spencer y el pulso de Maya se aceleró aún más. Spencer (si es que era él) aplicó una mano firme al lector, con la vista clavada en el respaldo del asiento delantero, De pronto algo en su mano le resultó muy familiar: debajo de las venas y las manchas hepáticas estaba Spencer Jackson, sin ninguna duda. Lo reconoció por los huesos. En ese momento estaba respondiendo una pregunta sin levantar la voz. El policía con el lector de voz y retina lo sostuvo frente a la cara de Spencer un momento y todos esperaron. Finalmente una breve línea apareció en la pantalla y siguieron adelante. Faltaban dos para que llegaran a ella. Incluso los exuberantes ejecutivos parecían impresionados, e intercambiaban muecas sardónicas y cejas enarcadas, como si considerasen grotesco que utilizasen esas medidas también en los vagones. A nadie le gustaba aquello, era un error. Maya cobró ánimo al advertirlo y miró por la ventana. Estaban subiendo la vertiente meridional del Sumidero, y el tren se deslizaba por la pendiente suave de la pista que corría sobre las colinas bajas sin aminorar la velocidad, como si se deslizara sobre una alfombra mágica sobre la aún más mágica alfombra del paisaje de millefleur.

Se detuvieron junto a ella. El que estaba más cerca llevaba un cinturón sobre el mono color orín, del que colgaban varios instrumentos, incluyendo una pistola aturdidora.

—Identificación de muñeca, por favor.

El hombre llevaba una tarjeta de identificación, con foto y dosímetro, que rezaba «Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas». Un joven inmigrante de rostro enjuto, de unos veinticinco años, aunque era más fácil adivinarlo por la fotografía, pues su cara en aquel momento parecía cansada. El hombre se volvió y dijo a la oficial detrás de éclass="underline"

—Me gusta la ternera al parmesano que preparan allí.

Le puso el lector contra la muñeca. La oficial la observo con atención. Maya ignoró la mirada y se miró la muñeca, deseando tener un arma. Luego miró el objetivo del lector de voz y retina.