—¿A dónde va? —preguntó el joven.
—Odessa.
Un momento de silencio. Un sonoro bip.
—Disfrute de su visita. —Y se marcharon.
Maya trató de controlar la respiración, de aminorarla. Los lectores de muñeca medían el pulso, eran sencillos detectores de mentiras. Al parecer ella se había mantenido por debajo de la línea de las 110. Pero la voz, la retina, eso no se lo habían cambiado nunca. El pasaporte suizo tenía que ser poderoso, puesto que invalidaba los registros anteriores cuando se consultaban, al menos en ese sistema de seguridad. ¿Lo habían hecho los suizos, los sabishianos, Coyote o Sax, o alguna fuerza que ella desconocía? ¿O habían descubierto su verdadera identidad y la dejaban libre para que los guiase hasta otros fugitivos de los Primeros Cien? Parecía tan probable como superar los grandes bancos de datos… más probable incluso.
Pero por el momento la habían dejado tranquila. La policía se había ido.
El dedo de Maya activó el atril, y sin pensarlo recuperó el texto que estaba leyendo. Michel tenía razón; se sentía fuerte, dura, otra vez en su elemento. Teorías para explicar la muerte de John Boone. John había sido asesinado y ahora a ella la policía le comprobaba la identidad mientras viajaba en un tren corriente. Era difícil no sentir que había alguna relación de causa-efecto en ello, sentir que si John estuviese vivo, las cosas no serían así.
Se ha acusado a todas las figuras presentes en Nicosia esa noche de estar detrás del asesinato: Russell y Hoyle por sus profundas discrepancias sobre la política de Marteprimero, Toitovna a causa de una pelea de amantes, y los diferentes grupos étnicos y nacionales debido a disputas políticas, reales o imaginarias. Pero ciertamente las principales sospechas recayeron siempre en Frank Chalmers. Aunque hubo quienes lo vieron con Toitovna en el momento del ataque (lo que en otras teorías convierte a Toitovna en cómplice o coconspiradora), su relación con los egipcios y saudíes presentes en Nicosia aquella noche y su viejo enfrentamiento con Boone le señalan como la causa última del asesinato de Boone. Pocos niegan que Selim el-Hayil fuera el líder de los tres árabes que acabaron confesándose autores del crimen antes de su muerte/suicidio. Pero eso sólo arroja más sospechas sobre Chalmers, conocido amigo de El-Hayil. Se dice que algunos mensajes y documentos clandestinos aseguran que «el polizón» estaba en Nicosia y que vio a Chalmers y El-Hayil hablando esa noche. Puesto que «el polizón» es un mecanismo mítico mediante el que las gentes expresan las percepciones anónimas del marciano de a pie, es muy probable que esa historia refleje las observaciones de personas que no quisieron ser identificadas como testigos.
Maya fue hasta el final.
El-Hayil se encontraba en los últimos estadios de un paroxismo fatal cuando irrumpió en el hotel que ocupaban los egipcios y confesó ser el asesino de Boone, afirmando que él había sido el cabecilla, pero que lo habían ayudado Rashid Abou y Buland Besseisso, del ala Ahad de la Hermandad Musulmana. Los cuerpos de Abou y Besseisso fueron encontrados esa misma tarde en una habitación de la medina, envenenados con coagulantes que ellos mismos se habían administrado. Los asesinos de hecho de Boone estaban muertos. Por qué lo hicieron y con quién actuaron nunca se sabrá. No es la primera vez que se ha dado una situación similar, ni será la última; porque escondemos mucho más de lo que revelamos.
Releyendo las notas a pie de página, Maya se sorprendió por lo tópico de la situación, debatida por eruditos e historiadores y conspiradores de todas las creencias. Con un escalofrío de repulsión apagó el atril y enfrentó la ventana doble. Cerró los ojos, tratando de restaurar al Frank que había conocido, y a Boone. Durante años apenas había pensado en John; el dolor era demasiado intenso. Y, de una manera diferente, tampoco había querido pensar en Frank. Ahora quería recuperarlos. El dolor se había convertido en el fantasma del dolor, y ella necesitaba recuperarlos por su propio bien. Necesitaba saber.
El «mítico» polizón… Rechinó los dientes, rememorando el miedo ingrávido y alucinatorio de la primera vez que lo vio, la distorsionada cara morena de ojos saltones a través del cristal. ¿Sabía algo? ¿Estaba de verdad en Nicosia? Desmond Hawkins, el polizón, el Coyote. Un hombre extraño. Maya nunca había sido capaz de hablar normalmente con él. No sabía si podría ahora que necesitaba hacerlo; seguramente no.
¿Qué ocurre?, le había preguntado a Frank cuando oyeron los disparos.
Un encogimiento de hombros, una mirada oblicua. «Algo hecho con el impulso del momento.» ¿Dónde había oído eso antes? Había apartado los ojos al decirlo, como si no pudiese soportar la mirada de ella. Como si de algún modo hubiese dicho demasiado.
Las cadenas montañosas que rodeaban la Cuenca de Hellas eran más anchas en la medialuna occidental llamada Hellespontus Montes, la cadena marciana que más recordaba a las montañas terranas. Hacia el norte, donde la pista que venía de Sabishii y Burroughs se internaba en la depresión, la cadena era más angosta y baja, no tanto un terreno montañoso como una caída desigual hasta el suelo de la cuenca, la tierra empujada hacia el norte en ondas concéntricas. La pista bajaba por esa colina y con frecuencia tenía que zigzaguear por unas largas rampas talladas a los lados de esas olas de roca. El tren reducía mucho la velocidad en las curvas, y Maya podía contemplar sin prisas el basalto desnudo de la ola que estaban descendiendo, o la gran extensión al noroeste de Hellas, todavía a tres mil metros debajo de ellos: una amplia llanura desnuda, ocre y oliva en primer término, y un sucio blanco centelleando como un espejo roto en el horizonte. Ése era el glaciar sobre el Punto Bajo, aún helado, pero en proceso de fusión, con puntos derretidos en la superficie y bolsas de agua más profundas. Bolsas que hervían de vida y que de cuando en cuando irrumpían en la superficie del hielo, o incluso de la tierra adyacente, ya que ese lóbulo de hielo se extendía con rapidez. Estaban bombeando el agua de los acuíferos bajo las montañas circundantes y llenando la cuenca. La depresión más profunda en la parte noroccidental, donde habían estado Punto Bajo y el agujero de transición, era el centro de este nuevo mar, que tenía más de mil kilómetros de largo, y un ancho máximo, sobre Punto Bajo, de trescientos kilómetros. El punto más bajo de Marte. Una situación muy promisoria, como Maya había mantenido desde el momento en que aterrizaron.
La ciudad de Odessa se había construido en lo alto de la pendiente norte de la cuenca, en la altura —1 kilómetro, donde pensaban estabilizar el nivel final del mar. Por tanto, era una ciudad portuaria que esperaba el agua, y por eso el borde meridional de la ciudad era un largo paseo o cornisa, una amplia explanada herbosa que corría dentro de la tienda, asegurada en el borde de un elevado rompeolas que ahora se alzaba sobre tierra desnuda. La vista del rompeolas mientras el tren se aproximaba hacía que pareciese una ciudad cuya mitad meridional se había desgajado y había desaparecido.
El tren entró en la estación ferroviaria de la ciudad. Maya tomó su bolsa y bajó detrás de Spencer. No se miraron, pero una vez fuera de la estación se unieron a un grupo que se dirigía a la parada de tranvías, y subieron al mismo tranvía azul, que circulaba detrás del parque de la cornisa que bordeaba el rompeolas. Cerca del extremo oeste de la ciudad, los dos bajaron en la misma parada.
Allí dominando un mercado al aire libre, sombreado por unos plátanos, había un complejo de apartamentos de tres pisos dentro de un jardín vallado, con unos cipreses jóvenes bordeando las paredes. Cada piso del edificio retrocedía con respecto al inferior, de modo que los dos niveles superiores tenían balcones, con árboles en macetones y jardineras llenas de flores colgadas de las barandas. Mientras subía la escaleras que llevaban al portal del jardín, Maya pensó que aquella arquitectura recordaba de algún modo las arcadas de Nadia. Pero con las últimas luces de la tarde, con sus paredes blancas y sus postigos azules, el conjunto tenía un aire mediterráneo o del Mar Negro, no distinto del que mostraban las lujosas residencias a orillas del mar de la Odessa de la Tierra. En el portal, Maya se volvió y contempló los plátanos del mercado; el sol se estaba poniendo sobre las Montañas de Hellespontus, al oeste, y sobre el hielo distante los destellos del sol eran tan amarillos como la mantequilla.