Выбрать главу

Al alba aún no había regresado. Aquél fue el día más largo de su vida. Nirgal no sabía que hacer: ¿debía intentar rescatar a Coyote, o era mejor regresar a Zigoto o Vishniac, o tal vez bajar al agujero de transición y entregarse al misterioso sistema de seguridad que se había tragado a Coyote? Todas las opciones parecían imposibles.

Una hora después de la puesta de sol, Coyote dio unos golpecitos en la antecámara y entró con expresión furiosa. Se bebió todo un litro de agua y buena parte de otro, y resopló con disgusto.

—Larguémonos de aquí —dijo.

Después de dos horas de viaje silencioso, a Nirgal se le ocurrió abordar otro tema, y dijo:

—Coyote, ¿cuánto tiempo crees que tendremos que estar escondidos?

—¡No me llames Coyote! Yo no soy el Coyote. El Coyote vagabundea libre en las colinas, y respira aire y hace lo que le viene en gana, el bastardo. Mi nombre es Desmana, así que llámame Desmond, ¿comprendido?

—De acuerdo —dijo Nirgal, asustado.

—Y en cuanto al tiempo que tendremos que pasar escondidos, creo que será para siempre.

Siguieron viaje hacia el sur, hacia el agujero de transición de Rayleigh, adonde Coyote (la verdad es que no tenía aspecto de ser un Desmond) había pensado ir desde el principio. Estaba completamente abandonado; no era más que un agujero oscuro en las tierras altas, y el penacho termal flotaba en el aire como el fantasma de un monumento. Podrían aparcar sin trabas en el garaje vacío y cubierto de arena del borde, entre una pequeña flota de vehículos robóticos amortajados con lona alquitranada y montones de arena.

—Esto está mucho mejor —murmuró Coyote—. Ven conmigo, echaremos un vistazo. Vamos, métete en el traje.

Era una sensación curiosa la de estar fuera, expuesto al viento, en el filo de esa brecha inmensa en medio de las cosas. Se asomaron por un pretil que les llegaba al pecho, pero sólo alcanzaron a ver el bisel de hormigón que bordeaba el agujero y caía en ángulo unos doscientos metros. Para ver el pozo tuvieron que bajar casi un kilómetro por una carretera curva excavada en el hormigón.

Una vez abajo, se asomaron y estudiaron la negrura. Coyote estaba de pie justo en el borde, y eso ponía nervioso a Nirgal. Él se puso a gatas para mirar. No parecía tener fondo, como si mirasen el centro del planeta.

—Veinte kilómetros —dijo Coyote por el intercomunicador. Extendió una mano sobre el abismo y Nirgal lo imitó; se percibía la corriente ascendente—. Bien, a ver si podemos activar los robots —dijo, y desanduvieron el camino.

Coyote había pasado horas estudiando viejos programas en su IA. Después de bombear el peróxido de hidrógeno del rover a dos de los mastodontes robóticos del aparcamiento, empezó a manipular los paneles de control. Cuando terminó, observaron las dos máquinas, cuyas ruedas eran cuatro veces más altas que las del vehículo de Coyote, hasta que desaparecieron por la curva de la carretera, rumbo al fondo del agujero.

—Estupendo —dijo Coyote, el buen humor recuperado—. Emplearán la energía de sus paneles solares para procesar los explosivos de peróxido y el combustible que necesitan, y trabajarán sin prisa pero sin pausa hasta que den con algo caliente. ¡Es posible que hayamos activado un volcán!

—¿Y eso es bueno?

Coyote soltó una risa salvaje.

—¡No lo sé! Pero nadie lo ha hecho antes, y ésa es una buena razón para intentarlo.

Retomaron la vieja rutina de viaje: visitaban los diferentes refugios, ocultos o al descubierto, y allá donde estuvieran Coyote proclamaba:

—La semana pasada reanudamos la actividad del agujero de transición de Rayleigh. ¿Todavía no habéis visto ningún volcán?

No, nadie había visto nada. Rayleigh se comportaba como de costumbre, y el penacho termal no parecía alterado.

—Bueno, tal vez no haya funcionado —decía entonces Coyote—. Seguramente es cuestión de tiempo. Aunque, por otra parte, si el suelo de ese agujero es ahora de lava líquida, ¿cómo saberlo?

—Nosotros podríamos —contestaba uno, y otros replicaban—: ¿Por qué harías una cosa tan estúpida? Podrías llamar a la Autoridad Transitoria y decirles que echen un vistazo.

Así que Coyote no volvió a mencionar el tema. Continuaron bajando de un refugio a otro en ruta hacia el sur: Mauss Hyde, Gramsci, Salientes, Christianopolis… En todos Nirgal era bien acogido, y muchos ya habían oído hablar de él. La variedad y el número de refugios que integraban ese extraño mundo, a medias secreto, a medias expuesto, lo impresionaban. Y ese mundo era sólo una pequeña parte de la civilización marciana. ¿Cómo serían las ciudades en la superficie en el norte lejano? Aquello parecía exceder su capacidad de comprensión, que por otro lado no dejaba de ampliarse a medida que el viaje le descubría nuevas maravillas. Después de todo, uno no podía explotar de asombro.

—Bueno —dijo Coyote—, tal vez hayamos activado un volcán o tal vez no. Pero era una idea nueva en todo caso. Eso es lo mejor de este proyecto marciano. Que todo es nuevo.

Coyote había enseñado a conducir a Nirgal y se alternaban al volante. Luego de algunas jornadas de marcha, la muralla fantasmal del casquete polar se perfiló en el horizonte. Muy pronto estarían en casa.

Nirgal pensó en todos los refugios que habían visitado.

—¿De verdad crees que tendremos que ocultarnos siempre, Desmond?

—¿Desmond? ¿Desmond? ¿Quién es Desmond? —Coyote resopló.— Ah, chico, no lo sé. Nadie lo sabe con certeza. Los que se ocultan se vieron empujados a hacerlo en unos tiempos extraños, cuando su forma de vida se vio amenazada, y no estoy tan seguro de que ése sea el caso en las ciudades de la superficie que están construyendo en el norte. Los amos de la Tierra aprendieron la lección, parece, y la gente de esas ciudades vive con más comodidad. O tal vez, sencillamente, todavía no han reemplazado el ascensor espacial.

—¿Eso quiere decir que no habrá otra revolución?

—No lo sé.

—¿O al menos no hasta que haya un nuevo ascensor?

—¡No lo sé! Pero pronto habrá un ascensor, y están construyendo unos espejos inmensos en el cielo, o alrededor del sol; a veces puedes verlos brillando por la noche. Puede ocurrir cualquier cosa, supongo. Aunque las revoluciones son raras. Y muchas son reaccionarias en esencia. Verás, los campesinos tienen una tradición, unos valores y hábitos que les permiten seguir adelante. Pero viven tan cerca del límite que un cambio brusco puede arrojarlos al abismo, y en ese caso ya no es una cuestión política, sino de supervivencia. Cuando yo tenía tu edad eso ocurrió muchas veces. Pero la gente que enviaron aquí no era pobre, aunque tenía sus propias tradiciones, y como los pobres, tampoco tenía poder. Cuando se produjo la emigración masiva de la década del cincuenta, la tradición fue arrasada y ellos pelearon entonces por conservar lo que tenían. Y perdieron. No se puede luchar contra los poderes establecidos, sobre todo aquí, porque las armas son demasiado poderosas y nuestros refugios demasiado frágiles. Tendríamos que armarnos hasta los dientes o utilizar una estrategia alternativa. Por eso nos escondemos, y mientras tanto ellos están inundando Marte con una población de otro tipo: gente que ha soportado unas condiciones de vida tan duras en la Tierra que las de aquí no les parecen tan malas. Además, tienen asegurado el tratamiento gerontológico: la felicidad completa. Ya no se ve a tantos tratando de alcanzar los refugios del sur como en los años anteriores al sesenta y uno. Algunos lo intentan, pero no muchos. Mientras disfruten de sus diversiones, de su pequeña tradición propia, no moverán un dedo.

—Pero… —empezó a decir Nirgal vacilante. Al ver su expresión Coyote se echó a reír.

—¡Hey! ¿Quién sabe? Muy pronto colocarán en posición un nuevo ascensor en el Monte Pavonis, y es muy probable que empiecen a apretar las tuercas otra vez, como los codiciosos bastardos que son. Y a vosotros, jovencitos, quizá no os interese que la Tierra lleve la voz cantante aquí. Cuando llegue el momento, ya veremos. Mientras tanto, nos divertimos. Y mantenemos la llama encendida.