Y entonces daba por terminada la reunión, sintiendo que había hecho un buen trabajo. ¿De qué servía una utopía si no había alegría? ¿Qué sentido tenía todo su esfuerzo si no incluía la risa de los jóvenes? Eso era lo que Frank no había comprendido nunca, o al menos en sus últimos años. Y por eso Maya abandonó las medidas de seguridad de Spencer y salía con la gente de la reunión e iban al puerto, o a algún parque, o a un café, para charlar, tomar una copa o comer, y le parecía haber encontrado una de las llaves de la revolución, una llave cuya existencia Frank desconocía, pero que intuía cuando miraba a John.
—Claro —dijo Michel cuando ella volvió a Odessa y trató de explicarle todo esto—. Pero Frank nunca creyó en la revolución. Él era un diplomático, un cínico, un contrarrevolucionario. La alegría no estaba en su naturaleza. Para él todo se reducía al control de daños.
Pero Michel le llevaba la contraria muchas veces en esos tiempos. Él había aprendido a provocarla en vez de tranquilizarla cuando advertía en ella señales de que necesitaba una pelea, y ella lo valoró mucho y descubrió que ya no necesitaba pelear tan a menudo.
—Vamos —dijo ella después de la caracterización que Michel había hecho de Frank, y lo empujó a la cama y lo sedujo, por pura y simple diversión, sólo para arrastrarlo al dominio de la alegría y forzarlo a admitirlo. Ella sabía que Michel se consideraba obligado a devolverla al punto medio de sus oscilaciones emocionales, y Maya comprendía por qué mejor que nadie, y apreciaba el punto de anclaje que él trataba de ofrecerle; pero a veces, revoloteando en lo alto de la curva, no veía razón para no disfrutar uno de esos momentos de vuelo ingrávido, una suerte de status orgasmus espiritual… Y por eso lo arrastraba por el pene hasta ese nivel. Y lo hacia durante una hora o dos. Después, era posible que bajasen las escaleras juntos, que saliesen por el portón, cruzasen el parque y fueran al café sintiéndose relajados y en paz, donde se sentaban de espaldas a la pantalla y escuchaban al guitarrista de flamenco o a la vieja orquesta de tangos interpretando a Piazzolla. Hablando desenfadadamente del trabajo alrededor de la cuenca. O sin decir nada.
Una mañana de finales del verano de M-49, bajaron al café con Spencer y se sentaron a la luz del crepúsculo, contemplando las nubes de color cobre oscuro que centelleaban sobre el hielo distante bajo el cielo púrpura. Los vientos del oeste solían llevar masas de aire sobre Hellespontus, de modo que los frentes de nubes espectaculares sobre el hielo formaban parte de su vida diaria. Algunas nubes parecían sólidos objetos lobulados, como estatuas minerales que no podían ser arrastradas por el viento, escupiendo rayos de sus vientres negros sobre el hielo.
Y mientras contemplaban una nube se oyó un fragor apagado; el suelo tembló ligeramente, y los cubiertos tintinearon en la mesa. Agarraron los vasos y se pusieron de pie, como el resto de los parroquianos del café. Y en el silencio sorprendido Maya advirtió que todos miraban hacia el sur, hacia el hielo. La gente corría hacia la cornisa, se pegaba al muro de la tienda y miraba. En el débil índigo del atardecer, bajo las nubes de cobre, se alcanzaba a ver movimiento, un centelleo en el borde de la masa blanca y negra. Avanzaba hacia ellos a través de la planicie.
—Agua —dijo alguien.
Todos se movieron como atraídos por un imán, los vasos en la mano, olvidados de todo mientras se acercaban al muro de la tienda, en el borde del muelle seco, y se apoyaban contra él espiando las sombras en la llanura: negro sobre negro, salpicado de blanco aquí y allá. Durante un segundo Maya recordó la inundación de Marineris y se estremeció. Un liquido ácido se generó en su esófago; ahogándola, y trató de adormecer su recuerdos. Era el Mar de Hellas lo que venía hacia ella, el mar que ella había soñado, y que ahora inundaba la cuenca. Un millón de plantas estaban muriendo en ese momento, como Sax le había hecho recordar. La bolsa de agua de Punto Bajo había estado creciendo, conectándose con otras, derritiendo el hielo carcomido que las separaba, calentada por el largo verano, las bacterias y las ráfagas de vapor de las voladuras en el hielo circundante. Una de las paredes de hielo septentrionales debía de haberse roto, y ahora la inundación oscurecía la llanura al sur de Hellas. El borde más cercano no estaba a más de quince kilómetros. Ahora todo lo que podían ver de la llanura era un revoltijo de sal y pimienta. La pimienta predominante en primer término transformándose rápidamente en sal, la tierra iluminándose mientras el cielo se oscurecía, lo que siempre daba a las cosas un aspecto sobrenatural. El vapor de escarcha flotaba sobre el agua, que reflejaba la luz de Odessa.
Pasó tal vez media hora, y todo el mundo seguía en la cornisa, mirando en silencio, hasta que la inundación se congeló y el crepúsculo terminó. Entonces se produjo el regreso súbito de las voces y de la música electrónica de un café dos puertas más allá. Una salva de carcajadas. Maya fue a la barra y pidió champaña, chisporroteando. Por una vez su estado de ánimo estaba en consonancia con las circunstancias, y quería celebrar la extraña visión de sus propios poderes desatados, desplegados sobre el paisaje. Propuso un brindis a todo el café:
—¡Por el Mar de Hellas, y por todos los marineros que navegarán por él, sorteando icebergs y tormentas para alcanzar la orilla lejana!
Todos vitorearon, y la gente a lo largo de la cornisa se unió al brindis y a los vítores; un momento de frenesí. La orquesta gitana tocó una canción marinera con aires de tango, y Maya sintió la pequeña sonrisa tirando de la piel de sus mejillas el resto de la noche. Ni siquiera una discusión sobre la posibilidad de que una nueva oleada desbordara el rompeolas de Odessa pudo borrarle esa sonrisa. En la oficina habían calculado las posibilidades con bastante precisión, y cualquier derrame, como ellos lo llamaban, era improbable, por no decir imposible. Nada le ocurriría. Odessa estaría bien.
Pero las noticias que llegaban amenazaban con inundarlos de otra manera. En la Tierra, las guerras entre Nigeria y Azama habían originado un encarnizado conflicto económico de alcance mundial entre Armscor y Subarashii. Los fundamentalistas cristianos, musulmanes e hindúes habían hecho de tripas corazón y habían declarado que el tratamiento de longevidad era obra de Satán; un gran numero de los no tratados se estaba uniendo a esos movimientos y derrocaban gobiernos y asaltaban las explotaciones metanacionales a su alcance. Entre tanto, las grandes metanacionales intentaban resucitar a la UN y proponerla como alternativa al Tribunal Mundial. Y muchos de los grandes clientes de las metanacs, y ahora el Grupo de los Once, apoyaban el proyecto. Michel consideraba esto una victoria, ya que de nuevo demostraba que temían al Tribunal Mundial. Y el fortalecimiento de cualquier organismo internacional, aunque fuese la UN, dijo, era mejor que nada. Pero ahora había dos sistemas de arbitraje distintos, uno de ellos controlado por las metanacs, lo que les permitía evitar el sistema que no les convenía.
Y en Marte las cosas no marchaban mucho mejor. La policía de la UNTA recorría el sur sin encontrar resistencia, salvo algunas explosiones inexplicadas entre sus vehículos robot. Prometheus era el último refugio que habían descubierto y clausurado. De todos los grandes refugios sólo Vishniac continuaba oculto, y se mantenían inactivos para seguir así. La región polar sur ya no formaba parte de la resistencia.
En este contexto no fue ninguna sorpresa ver en las reuniones a gente asustada. Se necesitaba valor para unirse a una resistencia que estaba encogiendo a ojos vista, como la isla Menos Uno. La gente se veía arrastrada a ello por la rabia, pensaba Maya, la indignación y la esperanza. Pero de todas maneras tenían miedo. Nada aseguraba que aquel movimiento triunfaría.