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Esa noche Coyote detuvo el rover y le dijo a Nirgal que se pusiese el traje. Salieron y Coyote le dijo:

—Mira hacia el norte.

Nirgal volvió la cabeza. Mientras miraba, una nueva estrella apareció sobre el horizonte boreal, y en unos instantes se transformó en un cometa de larga cola que volaba de oeste a este. Cuando había recorrido la mitad del cielo, la brillante cabeza del cometa estalló y los fragmentos se dispersaron en todas direcciones, blanco sobre negro.

—¡Un asteroide de hielo! —exclamó Nirgal.

—¿Es que no hay nada que te sorprenda, muchacho? —rezongó Coyote—. Pues te diré una cosa que no sabes: ése era el asteroide 2089 C. Ha sido el primero en estallar. Lo hicieron a propósito. Si los hacen explotar cuando entran en la atmósfera, pueden utilizar asteroides más grandes sin poner en peligro la superficie. ¡Y fue idea mía! Yo fui quien les sugirió que lo hicieran. Dejé una nota anónima en la IA del Asentamiento de Greg, cuando estuve allí urgando en el sistema de comunicaciones, y les gustó. A partir de ahora lo harán siempre así, uno o dos en cada estación. Eso espesará la atmósfera bastante deprisa. Mira cómo titilan las estrellas. En la Tierra lo hacían todas las noches. Ah, chico… Algún día también será así aquí. Respirarás el aire como un pájaro en el cielo. Quizás eso nos ayude a cambiar el orden de las cosas. Nunca se sabe.

Nirgal cerró los ojos y unas manchas luminosas bailaron ante sus párpados, como las chispas del cometa. Meteoritos que parecían fuegos de artificio, agujeros que penetraban en el manto, volcanes… Se dio vuelta y vio a Coyote saltando por la planicie, menudo y delgado, el casco extrañamente grande sobre la cabeza, como si fuese un mutante, o un chamán que llevaba la cabeza de un animal sagrado y ejecutaba una danza de transformación sobre la arena. Aquél era el Coyote, no cabía duda. ¡Y era su padre!

Habían circunnavegado el mundo, aunque en el extremo meridional. El casquete polar apareció en el horizonte y creció y creció, y al fin estuvieron bajo el saliente de hielo, que ya no le pareció tan enorme como al comienzo del viaje. A la vuelta de esa masa helada estaba el hogar. Una vez en el hangar salieron del pequeño rover-roca que Nirgal había llegado a conocer tan bien en esas dos últimas semanas, cruzaron las antecámaras y avanzaron por el largo túnel que llevaba a la cúpula con pasos rígidos. Y de pronto se encontraron rodeados de rostros familiares, y los abrazaban y acariciaban y les hacían mil preguntas. Nirgal se retrajo con timidez, pero no tenía necesidad de hacerlo; Coyote contó todas las historias y Nirgal sólo tuvo que reír y negar su responsabilidad en los hechos. Mirando más allá de su familia, Nirgal advirtió lo reducido que era el pequeño mundo en el que habitaban: la cúpula tenía menos de cinco kilómetros de ancho y doscientos cincuenta metros de altura sobre el lago. Un mundo minúsculo.

Cuando el recibimiento terminó, Nirgal paseó inmerso en la incandescencia de la mañana temprana, sintiendo la estimulante mordedura del aire frío y contemplando los edificios y los bosques de bambúes de la aldea, acurrucada en su nido de colinas y árboles. Todo le parecía pequeño y extraño. Paseó por las dunas y se acercó a la casita de Hiroko; las gaviotas revoloteaban en lo alto y él se detenía a menudo y miraba. Aspiró el aroma a sal y algas que subía de la playa y esa familiar percepción desató en él un millón de recuerdos simultáneos, y supo al fin que había regresado al hogar.

Pero el hogar había cambiado. O había cambiado él. El intento de salvar a Simón y el viaje con Coyote habían transformado su vida. Sí, había vivido las fantásticas aventuras que tanto había anhelado, pero con ello sólo había conseguido ser un exiliado para el grupo. Jackie y Harmakhis estaban mas unidos que nunca y actuaban como un escudo entre él y los jóvenes sansei. Nirgal se dio cuenta de que en realidad nunca había querido ser diferente. Su único deseo era reintegrarse a la intimidad de la pequeña pandilla y ser uno con sus hermanos.

Pero cuando se acercaba, todos callaban, después de los contactos más torpes que pudieran imaginarse, y Harmakhis se los llevaba. Y a él sólo le quedaba regresar con los adultos, que empezaron a dejarlo pasar las tardes con ellos como cosa normal. Quizá la intención era ahorrarle los desaires de sus compañeros, pero con ello lo marcaban aún más. No había solución. Cierto día, mientras paseaba por la playa envuelto en la luz gris del atardecer otoñal, sintiéndose muy desgraciado, se le ocurrió que su infancia había terminado. Ahora era otra cosa, ni adulto ni chiquillo, un ser solitario, un extranjero en su propia tierra. Y a pesar de la sensación de profunda melancolía, el descubrimiento le proporcionó también un extraño consuelo.

Cierto día, después de comer, Jackie se quedó en el aula con Nirgal e Hiroko, la maestra del día, y le pidió que la incluyera en la clase de la tarde.

—¿Por qué habrías de enseñarle a él y no a mí?

—No hay razón —declaró Hiroko impasible—. Quédate si quieres. Sacad los atriles y poned en pantalla Ingeniería Termal, página mil cinco. Tomaremos como modelo Zigoto. Decidme, ¿cuál es el punto más caliente bajo la cúpula?

Nirgal y Jackie atacaron el problema, compitiendo y sin embargo unidos. Él se sentía tan feliz por la presencia de Jackie que casi olvidó el problema, y ella levantó el dedo antes de que Nirgal tuviese tiempo de organizar los datos. Jackie se rió de él, desdeñosa, pero también satisfecha. A pesar de todos los cambios que se habían operado en ambos, Jackie conservaba aún aquella alegría contagiosa y risueña de la que era tan duro verse excluido.

—Ahora os plantearé un problema para el próximo día —les dijo Hiroko—. Todos los nombres de Marte en la areofanía son nombres dados por los terranos. Casi la mitad de ellos significan estrella de fuego en los idiomas de los que proceden. Pero, con todo, sigue siendo un nombre impuesto desde el exterior. La pregunta es: ¿qué nombre se da Marte a sí mismo?

Unas semanas más tarde Coyote volvió a Zigoto, y Nirgal sintió una curiosa mezcla de alegría e inquietud. Coyote les dio clase una mañana, pero por fortuna no le dispensó un trato especial.

—La Tierra está en horas bajas —les comentó mientras trabajaban en las bombas neumáticas de los tanques de sodio fundido del Rickover—, y la situación empeorará. Por tanto el control que los terranos tienen sobre Marte es aún más peligroso para nosotros. Tenemos que permanecer ocultos hasta que nos hayamos librado del yugo, y mantenernos al margen mientras ellos se hunden en la locura y el caos. Recordad mis palabras, son una profecía tan verdadera como la verdad.

—Eso no es lo que decía John Boone —declaró Jackie.

Ella pasaba mucho tiempo explorando la IA de John Boone. En ese momento se la sacó del bolsillo, buscó con rapidez el pasaje y una voz cordial en la IA dijo: «Marte nunca estará verdaderamente a salvo hasta que la Tierra lo esté también».

Coyote soltó una risa estridente.

—Sí, bien, John Boone era así. Pero observa que él está muerto, mientras que yo sigo aquí.

—Cualquiera puede esconderse —replicó Jackie con acritud—. Pero John Boone salió afuera y guió a los demás. Por eso soy booneana.

—¡Tú eres una Boone y una booneana! —exclamó Coyote, provocándola—. Y el álgebra booneana nunca funcionó. Pero mira, muchacha, si quieres ser booneana tendrás que comprender a tu abuelo un poco mejor. No puedes convertir a John Boone en una especie de dogma sin traicionar lo que él era. He visto a otros entendidos booneanos y sé bien cómo actúan. Me dan risa cuando no me hacen echar espumarajos de rabia. Porque verás, si John Boone te conociera y hablara contigo sólo una hora, al final sería un jackista. Y si hablara con Harmakhis, se convertiría en harmakhista, quizás hasta se haría maoista. Ésa era su manera de ser, y era buena, ¿sabes?, porque de ese modo obligaba a los demás a pensar y a asumir responsabilidades. Nos forzaba a contribuir, porque sin nuestra contribución Boone no podía hacer nada. Su lema no era «todo el mundo puede hacerlo», sino «todo el mundo debe hacerlo».