—Vamonos a casa —le dijo a Michel, que seguía saltando delante de ella al compás de la música, disfrutando de la vista de todos esos esbeltos joven marcianos—. No soporto esto.
Pero él quería quedarse, y también los otros, y al final ella volvió sola a casa. Cruzó el jardín y subió las escaleras hasta el apartamento. El escándalo de la fiesta la persiguió.
Y allí, sobre la fregadera, el joven Frank le sonreía a su aflicción. Claro que las cosas funcionaban así, decía la mirada intensa del joven. Ya conozco esa historia, la aprendí a golpes. Aniversarios, bodas, momentos felices… todo voló. Desapareció. Nunca significó nada. La sonrisa firme, fiera, determinada; y los ojos. Era como mirar las ventanas de una casa vacía. Derribó una taza de café, que se hizo añicos en el suelo. El asa quedó girando y ella gritó, se dejó caer en el suelo, se rodeó las rodillas con los brazos y lloró.
Con el nuevo año se enteraron de que también en Odessa se habían reforzado las medidas de seguridad. Al parecer la UNTA había aprendido la lección con Sabishii y atenazaría las otras ciudades de una manera más suticlass="underline" nuevos pasaportes, comprobaciones de seguridad en los garajes y las puertas de la ciudad, acceso restringido a los trenes. Se rumoreaba que andaban detrás de los Primeros Cien en particular, acusándolos de intentar derrocar a la Autoridad Transitoria.
A pesar de todo Maya deseaba continuar asistiendo a las reuniones de Marte Libre, y Spencer siguió llevándola.
—Mientras podamos hacerlo —dijo ella. Y así, una noche subieron juntos las largas escaleras de piedra de la parte alta de la ciudad. Michel la acompañaba por primera vez desde el ataque a Sabishii, y Maya pensó que se estaba recuperando del golpe de aquella noticia, de la noche terrible que siguió a la llegada de Marina.
Pero en esa reunión encontraron a Jackie Boone y el resto de su pandilla, Antar y los zigotos, que habían llegado a Odessa en el tren circumHellas, huyendo de las tropas de la UNTA en el sur, y furiosos por el asalto de Sabishii, más militantes que nunca. La desaparición de Hiroko y su grupo había llevado a los ectógenos al límite; Hiroko era madre de muchos de ellos, después de todo, y todos parecían de acuerdo en que había llegado el momento de empezar una revolución a gran escala. No había un minuto que perder, dijo Jackie a la concurrencia, si querían rescatar a los sabishianos y a los colonos ocultos.
—No creo que capturasen a la gente de Hiroko —dijo Michel—. Creo que volvieron a ocultarse con Coyote.
—Deseas que sea así —dijo Jackie, y Maya sintió que una mueca despectiva le cubría la cara.
—Nos habrían mandado algún mensaje si estuviesen en dificultades —argumentó Michel.
Jackie sacudió la cabeza.
—Ellos nunca se ocultarían otra vez, menos ahora que la situación es crítica. —Harmakhis y Rachel hicieron gestos de asentimiento—. Y además, ¿qué hay de los sabishianos y del asedio de Sheffield? Y también ocurrirá aquí. No, la Autoridad Transitoria está apoderándose del planeta.
¡Tenemos que actuar ahora!
—Los sabishianos han demandado a la Autoridad Transitoria —dijo Michel—, y siguen en Sabishii, caminando libremente.
Jackie lo miró con desprecio, como si Michel fuese un imbécil, un imbécil asustado y débil, demasiado optimista. El pulso de Maya se aceleró, y rechinó los dientes.
—No podemos actuar ahora —dijo con aspereza—. Aún no estamos preparados.
Jackie le echó una mirada feroz.
—¡Si fuera por ti, nunca estaríamos preparados! Esperaremos hasta que tengan todo el planeta en sus garras, y entonces ya no podremos hacer nada aunque queramos. Que es exactamente lo que tú quieres, estoy segura.
Maya saltó de la silla.
—Hay cuatro o cinco metanacionales disputándose Marte, igual que están disputándose la Tierra. Si nos metemos en medio, el fuego cruzado acabará con nosotros, sencillamente. Necesitamos escoger el momento conveniente para nosotros, y ese momento llegará cuando se hayan herido de muerte entre ellas. Entonces tendremos la posibilidad real de tener éxito. De otro modo, ellas impondrán su ritmo, y tendremos otro sesenta y uno, ¡sólo caos y muerte!
—Sesenta y uno —exclamó Jackie—. Siempre sales con el sesenta y uno. ¡La excusa perfecta para no mover un dedo! ¡Sabishii y Sheffield están cerradas, y también Burroughs, Hiranyag y Odessa serán las siguientes, y el ascensor trae policías a diario, que están matando o deteniendo a centenares de personas, como a mi abuela, que es la verdadera líder de todos nosotros, y de lo único que sabes hablar es del sesenta y uno! ¡El sesenta y uno te ha hecho una cobarde!
Maya se adelantó y golpeó a Jackie en un lado de la cabeza, y Jackie se abalanzó sobre ella y la derribó sobre una mesa. Casi sin aliento, Maya se las arregló para aferrar una de las muñecas de Jackie, que le estaba dando puñetazos, y mordió el antebrazo tan fuerte como pudo, como si quisiera arrancarle la carne. Entonces Jackie grito: «¡Ramera!, ¡ramera!, ¡asesina!», y Maya escucho las palabras que también salían de su propia garganta: «Estúpida mujerzuela, estúpida mujerzuela». Le dolían las costillas y los dientes. Alguien le tapó la boca, y a Jackie también, y la gente siseaba: —¡Shsss, shsss, cállense, nos van a oír, informarán sobre nosotros, y vendrá la policía!
Finalmente Michel apartó su mano de la boca de Maya y ella siseó «¡Estúpida mujerzuela!» una última vez. Luego se sentó y les echó una mirada que dejó petrificados al menos a la mitad de los presentes. Soltaron a Jackie, que empezó a insultar a Maya en voz baja, y Maya escupió un «¡Cállate!» tan salvaje que Michel se interpuso entre ellas otra vez.
—Arrastrando a todos los chicos de tu harén por la polla y dándotelas de líder —gruñó Maya—. ¡Y todo eso sin una sola idea en tu cabeza vacía!
—¡No tengo por qué escuchar esto! —gritó Jackie, y todos susurraron «¡Shsss!», y Jackie abandonó la sala.
Eso fue un error, una retirada, y Maya se levantó y aprovechó para reprocharle al auditorio su estupidez con un susurro desgarrado y, cuando consiguió dominar su genio, para demostrarles por qué debían esperar el momento oportuno. Aunque era una petición racional de paciencia y atención, un argumento irrebatible, su furia era evidente. Durante la perorata todos la miraron como si fuese un gladiador sangriento, la Viuda Negra, y a ella, todavía con los dientes doloridos después de morder a Jackie, le costaba mostrarse como un modelo de sensatez. Tenía la boca hinchada, y reprimiendo un creciente sentimiento de humillación, siguió hablando, fría, apasionada, autoritaria. La reunión terminó con el acuerdo malhumorado y tácito de retrasar una insurrección masiva y continuar inactivos. Cuando volvió a estar en sus cabales, se hallaba hundida en el asiento de un tranvía entre Michel y Spencer, tratando de contener las lágrimas. Tendrían que alojar a Jackie y el resto de su grupo mientras estuviesen en Odessa, porque el suyo era un piso franco después de todo. Asi que no podría escapar de la situación. Y mientras tanto había policías custodiando los edificios oficiales y la planta física de la ciudad, comprobando la muñeca de todo el que entraba. Si no se presentaba en el trabajo, tal vez irían a preguntarle qué pasaba, y si iba a trabajar y comprobaban su identidad no era seguro que su identificación y pasaporte suizos pasaran la prueba. Se rumoreaba que la balcanización de la información posterior al sesenta y uno estaba empezando a fundirse en un gran sistema integrado que había recuperado la información anterior a la guerra. De ahí la necesidad de los nuevos pasaportes. Y si ella tropezaba con uno de esos sistemas estaría perdida. La mandarían a los asteroides o a Kasei Vallis, donde la torturarían y le destrozarían el cerebro como a Sax.
—Quizá ya ha llegado la hora —les dijo a Michel y Spencer—. Si cierran todas las ciudades y pistas, ¿qué otra opción tenemos?