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Ellos no contestaron. No sabían qué hacer, igual que ella. De pronto, todo el proyecto de la independencia pareció otra vez una fantasía, un sueño tan irrealizable ahora como cuando Arkadi lo había abrazado, Arkadi, tan alegre y tan equivocado. Nunca se librarían de la Tierra, nunca. No podían hacer nada.

—Quiero hablar con Sax primero —dijo Spencer.

—Y con Coyote —dijo Michel—. Quiero preguntarle qué ocurrió exactamente en Sabishii.

—Y con Nadia —dijo Maya, y se le hizo un nudo en la garganta. Nadia se habría sentido avergonzada de ella si la hubiera visto en esa reunión, y eso le dolía. Necesitaba a Nadia, la única persona en Marte en cuyo buen juicio confiaba.

—Ocurre algo raro con la atmósfera —se quejó Spencer mientras hacían transbordo—. Tengo mucho interés en oír lo que piensa Sax sobre esto. Los niveles de oxígeno están subiendo más deprisa de lo que yo hubiera esperado, sobre todo en Tharsis norte. Es como si hubiesen distribuido alguna bacteria sin genes suicidas. Sax ha reunido a su antiguo equipo del Mirador de Echus, a todos los que siguen vivos, y han estado trabajando en Acheron y Da Vinci, en proyectos de los que nadie sabe nada. Es como aquellos malditos molinos de viento calefactores. Así que quiero hablar con él. Tenemos que trabajar conjuntamente en eso; de otro modo…

—¡De otro modo tendremos otro sesenta y uno! —insistió Maya.

—Lo sé, lo sé. Tienes razón sobre eso, Maya, estoy de acuerdo. Espero que haya muchos entre nosotros que también estén de acuerdo.

—Necesitaremos algo más que esperanza.

Lo que significaba que ella tendría que salir y hacerlo en persona, viajar de una ciudad a otra, de un piso franco a otro, como había hecho Nirgal durante años, sin hogar ni trabajo, reuniéndose con el mayor número posible de células revolucionarias, tratando de mantenerlas a bordo. O al menos evitando que saltaran demasiado pronto. No podría continuar trabajando en el proyecto del Mar de Hellas.

Así que su vida se había acabado. Bajó del tranvía y observo brevemente el parque de la cornisa. Luego se volvió y cruzó el portón y el jardín, subió la escalera, avanzó por el pasillo familiar sintiéndose pesada y vieja, y muy cansada. Metió la llave correcta en la cerradura sin pensar, entró en el apartamento y miró sus cosas: los anaqueles de libros de Michel, la lámina de Kandinsky sobre el sofá, los dibujos de Spencer, la mesita de café, los muebles desvencijados, la reducida cocina con todo en su sitio, incluyendo la pequeña cara sobre la fregadera. ¿Cuántas vidas atrás había conocido esa cara? Todas esas piezas del mobiliario seguirían caminos distintos. Se quedó de pie en medio de la habitación, exhausta y desolada, lamentándose por todos esos años que habían pasado casi sin que ella los advirtiese; casi una década de trabajo productivo, de vida real, arrastrada ahora por esta última tormenta de la historia, un paroxismo que ella tendría que intentar dirigir o al menos capear de manera que pudiesen sobrevivir. Maldito mundo, maldita intrusión, esa carga sin sentido que les imponía, el inexorable barrido del presente que destrozaba sus vidas. Había querido aquel apartamento, aquella ciudad, aquella vida, con Michel, Spencer, Diana y los colegas del trabajo, con sus hábitos, su música y sus pequeños placeres cotidianos.

Miró a Michel con aire sombrío; estaba detrás de ella, en el umbral, mirando alrededor como si tratara de grabar el lugar en la memoria. Después de un encogimiento de hombros muy galo, él dijo, tratando de sonreír:

—Nostalgia anticipada. —También él lo sentía, comprendía… no era el estado de ánimo de Maya, esta vez era la realidad.

Haciendo un esfuerzo, Maya le devolvió la sonrisa, se acerco y le tomó la mano. Abajo se oyó un estrépito: la tropa de Zigoto subía por las escaleras. Podían quedarse en el apartamento de Spencer.

—Si funciona —dijo ella—, algún día regresaremos.

Marchaban en la mañana fresca, pasando ante los cafés aún cerrados. En la estación se arriesgaron a presentar sus viejas identificaciones y consiguieron los billetes. Tomaron un tren hasta Montepulciano, y una vez allí alquilaron trajes y cascos, salieron de la tienda, bajaron la colina, e internándose en un profundo barranco en las estribaciones de las colinas, desaparecieron del mundo de la superficie. Coyote los esperaba allí con un rover-roca. Atravesaron el corazón de los Hellespontus, subieron a una red de valles bifurcados, franquearon desfiladero tras desfiladero en aquella cadena montañosa, tan caótica que parecía haber caído del cielo, un laberinto de pesadilla de tierras agrestes, y finalmente bajaron la pendiente occidental, dejaron atrás el Cráter Rabe y alcanzaron las colinas rodeadas de cráteres de las tierras altas de Noachis. Volvían a estar fuera de la red, vagando de una manera desconocida para Maya.

Coyote fue de gran ayuda en la primera parte de ese período. Había cambiado, pensó Maya: parecía abatido por la invasión de Sabisbii, preocupado. No contestó a sus preguntas sobre Hiroko y la colonia oculta.

Repitió «No lo sé» tantas veces que ella empezó a creerlo, sobre todo cuando el rostro de él mostró una reconocible expresión humana de angustia que hizo añicos su famosa preocupación incombustible.

—De verdad que no sé sí consiguieron escapar o no. Yo ya no estaba en el laberinto cuando el ataque comenzó, y salí en un coche tan deprisa como pude, pensando que podría ayudar mejor desde el exterior. Pero nadie más escapó por esa salida. Claro que yo estaba en el lado norte, y ellos podían haber salido por el sur. Se alojaban en el laberinto también, e Hiroko dispone de salidas de emergencia, igual que yo. Pero no sé lo que ocurrió.

—Entonces tratemos de averiguarlo —dijo Maya.

Coyote los llevó hacia el norte. En cierto punto pasaron por la pista Sheffield-Burroughs, utilizando un largo túnel en el que apenas cabía el rover. Pasaron la noche en ese agujero oscuro, y se aprovisionaron y durmieron el sueño inquieto de los espeleólogos. Cerca de Sabishii, descendieron a otro túnel oculto y lo siguieron durante varios kilómetros hasta desembocar en una pequeña cueva garaje que formaba parte del laberinto del monte sabishiano. Las cuevas cuadradas detrás de ella parecían tumbas neolíticas, ahora con calefacción e iluminadas con fluorescentes. Allí los recibió Nanao Nakayama, uno de los issei, tan alegre como siempre. Les habían devuelto Sabishii, a medias, y aunque la policía de la UNTA ocupaba la ciudad, principalmente las puertas y la estación de trenes, ignoraban aún la extensión del laberinto, y por tanto no podían impedir que los sabishianos ayudaran a la resistencia. Sabishii había dejado de ser un demimonde abierto, dijo Nanao, pero seguían trabajando.

Tampoco él sabía qué había sido de Hiroko.

—No vimos que la policía se llevara a ninguno de ellos —dijo—. Pero tampoco encontramos a Hiroko y su grupo en el laberinto cuando las cosas se calmaron. No sabemos adonde fueron. —Tironeó de su pendiente de turquesa, evidentemente perplejo—. Creo que escaparon. Hiroko siempre procuraba tener una salida de emergencia allá donde estuviera, al menos eso me contó Iwao una vez que nos emborrachamos con sake junto al estanque de los patos. Eso de desaparecer es propio de Hiroko. Suponemos que eso fue lo que hizo. Pero vengan, vengan, seguro que les apetece bañarse y comer algo. Y después, si quisieran hablar con algunos de los sansei y yonsei que se han refugiado aquí, les harían mucho bien.

Se quedaron en el laberinto un par de semanas, y Maya se reunió con varios grupos de refugiados recientes. Pasaba la mayor parte del tiempo animándolos, asegurándoles que pronto podrían volver a la superficie, incluso a Sabishii; estaban reforzando las medidas de seguridad, pero las redes eran demasiado permeables y la economía alternativa estaba demasiado extendida como para que pudiesen controlarla. Suiza les proporcionaría pasaportes nuevos, Praxis, empleos, y así volverían a la actividad. Lo importante era coordinar los esfuerzos y resistir la tentación de saltar demasiado pronto.