—Esos cambios son instantáneos en términos geológicos. Por ejemplo, en los hielos de Groenlandia hay indicios de que una vez pasamos de una glaciación a un período interglacial en sólo tres años. Imagínense.
—¿Y esa ruptura de los hielos? —preguntó Fort.
—Bien, pensamos que se detendrá en el espacio de doscientos años, bastante deprisa geológicamente hablando. Un suceso desencadenante. Pero esta vez la erupción del volcán ha agravado la situación. Miren, ahí está el Cinturón Banana.
Señaló abajo. Al otro lado del Estrecho de Drake alcanzaron a ver una estrecha península montañosa helada que apuntaba en la misma dirección que el coxis de Tierra del Fuego.
El piloto viró a la derecha y luego a la izquierda, describiendo un amplio círculo. Abajo apareció la imagen familiar de la Antártida como se veía en las fotografías de satélite, pero con colores mas brillantes: el azul cobalto del océano, la guirnalda de margaritas de los sistemas ciclónicos alejándose hacia el norte, la textura barnizada que el sol confería al agua, el centelleo de la gran masa de hielo y las flotas de diminutos icebergs blancos destacando en el azul.
Pero había algo extraño en la familiar Q del continente: detrás de la coma de la Península Antártica se abrían unas grietas oscuras en el blanco inmaculado. Y el Mar de Ross aparecía surcado por largos fiordos de un azul oceánico y una estructura radial de grietas de color turquesa. Y unos icebergs tabulares, trazos del continente en verdad, flotaban frente a las costas del Mar de Ross en dirección al Pacifico Sur. El más grande tenía la extensión de la Isla Sur de Nueva Zelanda.
Comentaron con asombro el tamaño de los icebergs y el relieve del quebrado y ahora reducido hielo occidental (el geólogo les indicó el punto donde creía que estaba el volcán, que no difería del resto de la capa de hielo), y luego callaron y siguieron contemplando el panorama.
—Esa es la Barrera de Ronne —dijo el geólogo unos minutos después—, y el Mar de Weddell. Sí, hay desprendimientos en las profundidades. Allí, en el extremo de la Barrera de Ross, estaba la Estación McMurdo. El hielo cruzó la bahía y arrasó la base.
El piloto inició una segunda pasada sobre el continente.
—¿Qué efectos tendrá esto? —preguntó Fort.
—Bien, los modelos teóricos indican que el nivel de los mares subirá unos seis metros.
—¡Seis metros!
—Bueno, pasarán algunos años antes de que las aguas alcancen ese nivel, pero es definitivo. Esta ruptura catastrófica elevará el nivel del mar dos o tres metros en el plazo de unas semanas. El hielo restante resistirá unos meses, o como mucho unos años, y después añadirá tres metros más.
—¿Cómo es posible que el nivel de todo el océano suba tanto?
—Es mucho hielo.
—¡No puede haber tanto!
—Pues la verdad es que sí. Contiene la mayor parte del agua dulce del planeta. Afortunadamente el este de la Antártida Oriental es estable. Si se derritiera, los mares subirían sesenta metros.
—Seis metros ya es suficiente —murmuró Fort. Completaron la segunda vuelta. El piloto dijo:
—Deberíamos regresar.
—Esto es el fin de todas las playas del mundo —dijo Fort apartándose de la ventana. Luego añadió—: Será mejor que vayamos a rescatar nuestras cosas.
Cuando empezó la segunda revolución marciana, Nadia estaba en el cañón superior de Shalbatana Vallis, al norte de Marineris. De hecho, podría decirse que ella la inició.
Había abandonado Fossa Sur temporalmente para supervisar la instalación de la cubierta de Shalbatana, similar a la de Nirgal Vallis y los valles de la zona este de Hellas: una tienda enorme que albergaba una ecología de clima templado. También allí había un río, alimentado por el agua bombeada desde el acuífero Lewis, 170 kilómetros al norte. Shalbatana era un cañón sinuoso, lo que daba al fondo del valle un aspecto pintoresco, pero había complicado mucho la construcción del techo.
A pesar de eso Nadia había prestado poca atención al proyecto, absorta en lo que acontecía en la Tierra en aquellos momentos. Estaba en contacto con su grupo de Fossa Sur y con Art y Nirgal en Burroughs, que la mantenían al corriente de las novedades. Le interesaban sobre todo las actividades del Tribunal Mundial, que intentaba mediar en el grave conflicto que enfrentaba a las metanacionales de Subarashii y el Grupo de los Once con Praxis, Suiza y la reciente alianza China-India. El intentó parecía condenado al fracaso, porque los fundamentalistas habían empezado su campaña de atentados y las metanacionales se preparaban para defenderse. Nadia llegó a la triste conclusión de que la Tierra había vuelto a entrar en la espiral que llevaba al caos.
Pero todas esas crisis se revelaron insignificantes cuando Sax la llamó y le comunicó que el casquete de hielo de la Antártida Occidental se había desprendido. Nadia había atendido la llamada en uno de los remolques de construcción y miró el pequeño rostro de la pantalla.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Se ha separado del lecho de roca. Un volcán ha entrado en erupción y las corrientes oceánicas están destrozando el hielo.
Las imágenes de vídeo que Sax le transmitió eran de Punta Arena, una ciudad portuaria chilena, con los muelles y calles inundados; luego apareció Puerto Elisabeth, en Azania, donde la situación era la misma.
—¿A qué velocidad avanza? —preguntó Nadia—. ¿Es como un maremoto?
—No, se comporta más bien como una marea alta. Pero ésta no volverá a bajar.
—Entonces hay tiempo suficiente para la evacuación —dijo Nadia—, pero no para construir infraestructuras. ¡Y dices que subirá seis metros!
—Pero eso será a lo largo de… Bueno, nadie sabe cuánto tiempo. Algunos estiman que una cuarta parte de la población terrana se verá afectada.
—Lo creo. Oh, Sax…
Una estampida a escala mundial hacia las tierras altas. Nadia siguió mirando las imágenes, cada vez más aturdida conforme se le revelaba la verdadera magnitud de la catástrofe. Las ciudades costeras serían cubiertas por las aguas. ¡Seis metros! Le costaba imaginar que existiera una masa de hielo capaz de elevar el nivel de todos los océanos de la Tierra sólo un metro, ¡pero seis! Era una prueba alarmante de que el planeta no era tan grande después de todo. O bien de que la capa de hielo de la Antártida Occidental era inmensa. Después de todo cubría casi un tercio de un continente y según los informes tenía tres kilómetros de profundidad. Mucho hielo. Sax dijo que la Antártida Oriental no estaba amenazada. Nadia sacudió la cabeza para librarse de la estupefacción y se concentró en las noticias. Habría que evacuar a toda la población de Bangladesh, trescientos millones de personas, por no hablar de las ciudades costeras de la India, como Calcuta, Madras, Bombay. También Londres, Copenhague, Estambul, Amsterdam, Nueva York, Los Angeles, Nueva Orleans, Miami, Río, Buenos Aires, Sidney, Melbourne, Singapur, Hong Kong, Manila, Yakarta, Tokio… Y ésas eran sólo las más importantes. Mucha gente vivía en la costa en un mundo agobiado por la superpoblación y el agotamiento de los recursos. Y ahora las necesidades básicas iban a ahogarse en agua salada.
—Sax —dijo—, tenemos que ayudarlos. No sólo…