—Cuando todos estén dentro —dijo Zeyk—, anularemos la IA de la planta y se encontrarán en una cárcel. Tenemos controlados todos los sistemas de soporte vital de la ciudad, así que poco podrán hacer, excepto volarla con ellos dentro, pero no creemos que lo hagan. Buena parte de los representantes de la UNTA de la ciudad son sirios de Niazi. Hablaré con Rashid mientras intentamos neutralizar la planta para evitar que alguien quiera convertirse en mártir.
—No creo que haya muchos que quieran llegar al martirio por las metanacionales —dijo Nadia.
—Espero que no, pero nunca se sabe. De momento todo va bien por aquí. Y en Hellas es aún más fáciclass="underline" las fuerzas de seguridad son allí escasas y en la población hay muchos nativos o inmigrantes radicales, así que se limitan a rodear a la policía y desafiarla. El resultado suele ser el empate o las fuerzas de seguridad desarmadas. Dao y Harmakhis-Reull se han declarado cañones libres y han ofrecido refugio a quien lo necesite.
—¡Bien!
Zeyk notó el sorprendido entusiasmo en la voz de Nadia y le advirtió:
—No creo que sea tan fácil en Burroughs y Sheffield. Y es preciso que nos apoderemos del ascensor para que no empiecen a dispararnos desde Clarke.
—Al menos Clarke está enganchado a Tharsis.
—Es cierto, pero creo que sería preferible apoderarse del ascensor y no que vuelva a caer.
—Lo sé. He oído que los rojos han estado elaborando un plan con Sax para tomarlo.
—¡Que Alá nos proteja! Tengo que irme, Nadia. Dile a Sax que los programas para la planta funcionaron perfectamente. Y escucha, deberíamos reunirnos contigo en el norte. Si aseguramos Hellas y Elysium deprisa, eso favorecerá la ocupación de Burrroughs y Sheffield.
Las cosas se desarrollaban según lo previsto, pues. Y lo que era más importante, todos se mantenían en contacto. Ése era un punto esenciaclass="underline" entre todas las pesadillas del 61 pocas eran peores que la impotencia provocada por la destrucción del sistema de comunicaciones. Después de eso habían sido como insectos a los que habían arrancado las antenas, moviéndose a ciegas. Por eso Nadia le había insistido tanto a Sax sobre la necesidad de reforzar las comunicaciones. Y él había construido una flota de pequeños satélites de comunicaciones, camuflados y reforzados en la medida de lo posible, y ahora estaban en órbita. Así que todo marchaba bien. Y aunque no desapareció, la nuez de hierro al menos no le oprimió tanto las costillas. Calma, se dijo. Éste es el momento. Concéntrate en él.
La pista secundaria alcanzó la gran línea ecuatorial, cuyo trazado había sido alterado el año anterior para evitar el hielo de Chryse; transbordaron a un tren corriente y siguieron hacia el oeste. El tren constaba sólo de tres vagones y Nadia y su grupo, unas treinta personas, ocupaban el primero para ver la pantalla. Lo que llegaba eran noticias oficiales de Mangalavid desde Fossa Sur, confusas e insustanciales, que combinaban los informes meteorológicos corrientes con breves apuntes sobre las muchas ciudades en huelga. Nadia mantenía el contacto con Da Vinci y el piso franco de Marte Libre en Burroughs, y mientras duró el viaje permaneció atenta a las dos pantallas, recibiendo las informaciones simultáneas como si escuchara música polifónica. Descubrió que podía seguirlas sin dificultad y se sintió insaciable. Praxis enviaba informes continuos sobre la situación terrana, confusa pero no incoherente y oscura como la del 61. Gran parte de la actividad en la Tierra consistía en poner a la población de las zonas costeras fuera del alcance de las aguas, la gran marea de la que había hablado Sax. El metanatricidio continuaba, con golpes quirúrgicos de decapitación, ataques y contraataques de los comandos de las diferentes corporaciones, combinados con acciones legales e informes parlamentarios de todo tipo, incluyendo varias demandas y contrademandas que al fin habían sido presentadas ante el Tribunal Mundial, lo que Nadia consideraba alentador. Pero esas maniobras quedaban empequeñecidas ante la inundación global. E incluso los peores atentados (imágenes de explosiones, catástrofes aéreas, carreteras destrozadas por los ataques a las limusinas) eran preferibles a una escalada bélica, que si empleaba armas biológicas podía acabar con la vida de millones de personas. Lo sucedido en Indonesia lo ilustraba: un grupo radical de liberación de Timor Oriental que seguía el modelo del grupo peruano Sendero Luminoso había contaminado la isla de Java con un germen no identificado, y a los problemas originados por la inundación se sumaban ahora centenares de miles de muertos. En un continente esa epidemia habría supuesto una catástrofe dantesca, y en realidad nada garantizaba que no fuese a ocurrir. Pero mientras tanto, aparte de esa espantosa excepción, la guerra en la Tierra, si es que podía calificarse así al caos metanatricida, se circunscribía a la lucha en las altas esferas. Era un consuelo, aunque si las metanacionales le tomaban el gusto al método no era descabellado pensar que lo emplearan en Marte, más tarde, cuando se hubiesen reorganizado. Los informes de Praxis Ginebra parecían indicar que las metanac ya habían reaccionado: un transbordador rápido con un nutrido contingente de «expertos en seguridad» había salido de la órbita terrestre rumbo a Marte hacía tres meses y se esperaba que alcanzara el sistema marciano «dentro de unos días», y la UN utilizaba la noticia en sus comunicados oficiales para alentar a las fuerzas policiales sitiadas por los terroristas, según ellos.
Uno de los grandes trenes que circulaban alrededor del planeta apareció en la vía contigua y Nadia dejó de mirar las pantallas. Un momento antes habían estado deslizándose sobre la vacía y ondulada meseta de Ophir Planum y al siguiente un expreso de cincuenta vagones pasaba resoplando junto a ellos. Pero no aminoró la velocidad, de modo que fue imposible averiguar si había alguien detrás de los cristales reflectantes. El tren los dejó atrás y pronto se perdió en el horizonte.
Las noticias seguían llegando a un ritmo frenético y los reporteros parecían apabullados por los sucesos del día: disturbios en Sheffield, huelgas en Fossa Sur y Hephaestus. Las noticias se superponían en una sucesión tan rápida que Nadia no podía creer que fueran reales.
La sensación de irrealidad persistió en la Colina Subterránea, porque la vieja y soñolienta colonia semiabandonada bullía de actividad, como en el primer año marciano. Los simpatizantes de la resistencia habían estado llegando en gran número durante todo el día, procedentes de las estaciones de Ganges Catena y Hebes Chasma y de la vertiente norte de Ophir Chasma. Los bogdanovistas habían organizado una marcha sobre la reducida unidad de seguridad de la UNTA acantonada en la estación, y la multitud había rodeado el edificio. Bajo la tienda que ahora las cubría la vieja arcada y el cuadrado original de cámaras abovedadas parecían muy pequeños y pintorescos.
Cuando llegaron a la estación un hombre con un megáfono rodeado de unos veinte guardaespaldas mantenía una acalorada discusión con la multitud embravecida. Nadia bajó del tren, se acercó a los sitiadores y se apropió del megáfono de una mujer joven.
—¡Jefe de estación! ¡Jefe de estación! —gritó repetidas veces en ruso y en inglés hasta que todos callaron, sorprendidos, porque no sabían quién era ella. El equipo de construcción de Nadia se distribuyó estratégicamente entre la multitud y ella se abrió paso hasta el puñado de hombres y mujeres con chalecos antibalas. El rostro curtido y arrugado del jefe de estación lo delataba como un veterano. Los jóvenes que lo acompañaban llevaban la insignia de la Autoridad Transitoria y parecían asustados. Nadia bajó el megáfono y dijo—: Soy Nadia Cherneshevski. Yo construí esta ciudad, y ahora la estamos tomando bajo nuestro control.