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¿Para quién trabajan ustedes?

—Para la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas —contestó el jefe de estación resueltamente y mirándola como si ella hubiese salido de la tumba.

—¿Pero en qué unidad? ¿Para qué metanacional?

—Somos una unidad de Mahjari.

—Mahjari trabaja con China ahora, y China con Praxis, y Praxis con nosotros. Estamos del mismo lado aunque ustedes no lo sepan. Y opinen lo que opinen del asunto, lo cierto es que los aventajamos en número.

¡Que todos los que estén armados levanten la mano! —gritó dirigiéndose a la muchedumbre.

Todos levantaron la mano, algunos blandiendo pistolas aturdidoras o de clavos, o fusiles soldadores.

—Miren, no deseamos un baño de sangre —dijo Nadia al cada vez más cerrado grupo de guardias delante de ella—. Ni siquiera queremos retenerlos como prisioneros. Aquí está nuestro tren. Pueden ir a Sheffield a reunirse con sus compañeros sí así lo desean. Allí se enterarán del nuevo estado de las cosas. O hacen eso o volaremos la estación. Vamos a tomarla de un modo u otro y sería una estupidez morir cuando la revolución ya es un hecho. Tomen el tren y vayan a Sheffield, háganme caso. Allí podrán subir al ascensor si quieren. O si lo prefieren únanse a nosotros ahora mismo para conseguir un Marte libre.

Nadia se quedó mirando al hombre serenamente, más relajada que en ningún otro momento de ese día. La acción proporcionaba un gran alivio. El hombre cuchicheó con su equipo durante cinco minutos, de espaldas a ella.

Al fin se volvió y miró a Nadia.

—Tomaremos el tren.

Y así la Colina Subterránea se convirtió en la primera ciudad liberada.

Esa noche Nadia fue dando un paseo hasta el parque de remolques. Los dos hábitats que no se habían convertido en laboratorios conservaban aún el mobiliario original. Después visitó las cámaras abovedadas y el Cuartel de los Alquimistas, y al fin regresó al hábitat en que había vivido al principio y se tendió en uno de los colchones del suelo, extenuada.

Era extraño estar allí sola, tendida en aquel lugar poblado de fantasmas, tratando de recuperar las sensaciones de aquellos días. Demasiado extraño; a pesar de su cansancio no consiguió dormir. En aquel duermevela la asaltó una visión borrosa: desembalaba el contenido de las naves de carga, programaba los robots que ponían los ladrillos, recibía una llamada de Arkadi desde Fobos. Dormitó intranquila hasta que poco antes del alba el hormigueo de su dedo fantasma la despertó.

Y entonces, incorporándose con un gemido, le costó imaginar que despertaba a un mundo agitado en el que millones de personas se preguntaban ansiosas qué les depararía el nuevo día. Recorrió con la vista los estrechos confines del que había sido su primer hogar en Marte y tuvo la sensación de que las paredes se movían, latían ligeramente, como si estuviera mirando a través de un visionador estéreo temporal que le revelara las cuatro dimensiones a un tiempo, inmersas en una luz alucinatoria y pulsátil.

Almorzaron en las cámaras abovedadas, en la gran sala donde una vez Ann y Sax habían discutido los méritos de la terraformación. Sax había ganado la disputa, pero Ann seguía en el exterior, combatiendo como si aquello no se hubiera decidido hacía ya mucho tiempo.

Nadia se concentró en el presente, en su IA y en la afluencia de noticias que inundaba la mañana dominical, la parte superior de la pantalla reservada al piso franco de Maya en Burroughs, la inferior a los informes de Praxis desde la Tierra. Maya estaba actuando heroicamente, como siempre, vibrando de aprensión, conminando a todos a actuar según su visión particular de cómo tenían que desarrollarse las cosas, ojerosa y sin embargo llena de energía. Mientras masticaba metódicamente casi sin advertirlo el delicioso pan de la Colina Subterránea, Nadia la escuchó relatar las novedades. En Burroughs ya había caído la tarde y el día había sido ajetreado. Todas las ciudades marcianas eran un torbellino. En la Tierra se habían inundado ya todas las zonas costeras, y el desplazamiento masivo de la población tierra adentro estaba provocando un caos. La nueva UN había condenado a los revolucionarios de Marte como oportunistas despiadados que se aprovechaban de una situación de sufrimiento sin precedentes en beneficio de su causa egoísta.

—Y es cierto —le dijo Nadia a Sax cuando éste entró, recién llegado de Da Vinci—. Estoy segura de que más tarde nos lo echarán en cara.

—No si los ayudamos.

Nadia no dijo nada y le ofreció pan, observándolo con atención. A pesar de sus facciones distintas, cada día se parecía más a Sax: impasible, parpadeando mientras echaba una ojeada a la vieja cámara de ladrillos. Parecía como si la revolución fuese la última de sus preocupaciones.

—¿Estás preparado para volar a Elysium? —preguntó ella.

—Eso mismo iba a preguntarte yo.

—Bien. Dame un minuto para recoger mi bolsa.

Mientras metía la ropa y la IA en su vieja mochila, su ordenador de muñeca emitió un pitido y Kasei apareció en la pantalla. El rostro surcado de profundas arrugas y enmarcado por largos cabellos canosos era una curiosa combinación de John e Hiroko: la boca de John, estirada en una amplia sonrisa, y los ojos orientales de Hiroko, llenos de alegría.

—Hola, Kasei —dijo Nadia sin poder disimular su sorpresa—. Me parece que no te había visto nunca en mi muñeca.

—Circunstancias excepcionales —dijo él, imperturbable. Ella siempre lo había considerado un hombre austero, pero evidentemente la revolución era un gran tónico. Por su expresión Nadia comprendió de pronto que él había estado esperando ese momento toda la vida—. Verás, Coyote, yo y un puñado de rojos estamos aquí en Chasma Boreatis, y nos hemos apoderado del reactor y el dique. La gente de aquí ha cooperado…

—¡Nos han animado a hacerlo! —gritó alguien detrás de él.

—Bien, sí, todos nos han dado su apoyo aquí, menos un grupo de seguridad de más o menos cien personas que se ha atrincherado en el reactor. Amenazan con fundir el reactor si no los dejamos irse a Burroughs.

—¿Y? —dijo Nadia.

—¿Y? —repitió Kasei, y rió—. Pues bien, Coyote dice que te preguntemos qué hay que hacer.

Nadia dio un respingo.

—Caramba, me cuesta mucho creerlo.

—¡Eh, nadie lo cree aquí tampoco! Pero eso es lo que ha dicho Coyote, y nos gusta complacer al viejo bastardo siempre que podemos.

—Bien, pues que se marchen a Burroughs. No es tan grave que la ciudad cuente con un centenar más de policías, y cuantos menos reactores se fundan, mejor. Aún estamos nadando en la radiación de la última vez.

Sax entró en la habitación mientras Kasei meditaba.

—¡De acuerdo! —dijo Kasei—. Si eso es lo que quieres. Hablaré contigo más tarde, tengo que irme, ka.

Nadia miró la pantalla en blanco y frunció el ceño.

—¿De qué se trataba? —preguntó Sax.

—Eso mismo me pregunto yo —dijo Nadia, y le resumió la conversación mientras intentaba comunicarse con Coyote. No hubo respuesta.

Después de un silencio, Sax dijo:

—Bien, tú eres la coordinadora.

—Mierda. —Nadia se echó la bolsa al hombro.— Vamonos.

Despegaron en uno de los nuevos 51B, pequeños y rápidos. Darían un amplio rodeo hacia el noroeste, sobre el mar de hielo de Vastitas, para evitar las fortalezas metanacionales de Ascraeus y el Mirador de Echus. Poco después de despegar avistaron el hielo que llenaba Chryse al norte, los sucios icebergs salpicados de algas rosadas y estanques de agua. La vieja carretera de radiofaros que llevaba a Chasma Borealis había desaparecido hacía mucho tiempo, y aquel sistema de canalización de agua hacia el sur ya sólo era una nota técnica a pie de página para los libros de historia. Al mirar el caos de hielo Nadia recordó el aspecto de la superficie en aquel primer viaje, las ubicuas colinas y depresiones, las dolinas en forma de embudo, los grandes barjanes, el terreno increíblemente estratificado en las últimas arenas antes del casquete polar… Todo eso había desaparecido, sepultado por el hielo. Y el casquete polar se había convertido en un aglomerado de grandes zonas de fusión y corrientes de hielo, ríos fangosos y lagos líquidos cubiertos de escarcha… en todas las variantes de suspensión de sólido en líquido, y todo ello deslizándose por las pendientes de la alta meseta circular sobre la cual descansaba el casquete polar hacia el mar boreal que ceñía el mundo.