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El dique tenía trescientos metros de ancho en la cima. Todo ese regolito desplazado —Nadia silbó con admiración— representaba varios años de trabajo de un gran equipo de dragas y excavadoras robóticas. Y a pesar de que el muro era inmenso para cualquier escala humana, Nadia temía que no alcanzara a contener un océano de hielo. Y el hielo era la menor de las amenazas: cuando se fundiera las corrientes arrancarían el regolito como si fuera barro. Y el hielo ya estaba derritiéndose; se decía que bajo la sucia superficie blanca se extendían inmensas bolsas de agua y que algunas ya filtraban el dique.

—¿Quieres decir que no tendrán que reemplazarlo con hormigón? —le preguntó a Sax, que se había reunido con ella y miraba con otros binoculares.

—Imagínate —dijo. Nadia se preparó para lo peor, pero él añadió—: Cubrirán el dique con un revestimiento de diamante. Eso durará bastante. Quizás unos cuantos millones de años.

Probablemente sería así. Tal vez habría algunas filtraciones en la base. Pero en cualquier caso tendrían que mantener el sistema a perpetuidad y sin margen para el error, porque Burroughs se encontraba a solo veinte kilómetros al sur del dique y unos ciento cincuenta metros por debajo de su nivel. Acabaría siendo un lugar extraño. Nadia enfocó los binoculares en la dirección de la ciudad, pero ésta se encontraba unos setenta kilómetros al noroeste, bajo la línea del horizonte. Sin duda los diques serían eficaces; los diques de Holanda habían resistido durante siglos, protegiendo millones de personas y centenares de kilómetros cuadrados de tierra hasta la última inundación. E incluso ahora seguían resistiendo, y las invasiones serían las corrientes laterales que penetrarían por Bélgica y Alemania. Por tanto eran eficaces. Pero seguía siendo un destino extraño.

Nadia examinó la roca mellada del Gran Acantilado. Lo que en la distancia parecían flores eran en realidad enormes masas de cactos coralinos. Una corriente de agua parecía una escalera hecha de nenúfares. La pendiente irregular de roca roja ofrecía un paisaje desolado, surrealista, encantador.

Un repentino espasmo de miedo la atravesó: algo iría mal y ella moriría y ya no podría contemplar aquel mundo y su evolución. Un misil podía aparecer en el cielo violeta en cualquier momento; el refugio era un blanco ideal si algún comandante asustado del puerto espacial de Burroughs descubría su localización y decidía actuar por su cuenta. Estarían muertos en cuestión de minutos.

Pero así era la vida en Marte. Podían morir en cualquier momento como consecuencia de incontables sucesos adversos, como siempre. Apartó esos pensamientos y bajó las escaleras con Sax.

Quería ir a Burroughs para evaluar la situación, caminar entre los ciudadanos y ver que decían y hacían. A última hora del jueves le dijo a Sax:

—Vayamos a echar un vistazo. Pero al parecer era imposible.

—Todas las puertas están controladas —le informó Maya—. Y registran minuciosamente todos los trenes que llegan a la estación. Ocurre lo mismo con el metro que va al puerto espacial. La ciudad está cerrada. En realidad somos rehenes.

—Podemos seguir los acontecimientos a través de las pantallas —observó Sax—. No importa.

Nadia accedió de mala gana. Shikata ga nai. Pero le desagradaba la situación, le parecía que se estaba acercando con rapidez a un punto muerto, al menos allí. Y le intrigaban enormemente las condiciones de Burroughs.

—Dime cómo van las cosas —le pidió a Maya por el enlace telefónico.

—Bien, ellos controlan las infraestructuras —dijo Maya—. La planta física, las puertas, todo. Pero no hay bastantes para obligar a la gente a quedarse en sus casas o ir a trabajar. Así que no saben qué hacer.

Nadia lo comprendía, porque tampoco ella sabía qué hacer. Los trenes llegaban con las tropas de las ciudades tienda que las habían entregado a los rebeldes. Y los recién llegados se unían a sus camaradas y recorrían la ciudad en grupos armados hasta los dientes que nadie se atrevía a molestar. Se alojaban en Branch Mesa, Double Decker Butte y Syrtis Negra, y sus líderes se reunían con cierta frecuencia en el cuartel general de la UNTA en la Montaña Mesa, pero no daban órdenes.

Reinaba la incertidumbre. Las oficinas de Praxis y Biotique en Hunt Mesa funcionaban como centro de información para todos ellos, divulgando las noticias de la Tierra y el resto de Marte mediante tablones de anuncios y pantallas gigantes en las calles. Esos medios, junto con Mangalavíd y otros canales privados, permitían que todos se mantuvieran bien informados sobre el curso de los acontecimientos. De cuando en cuando se producían grandes aglomeraciones de gente en los parques y bulevares, pero lo habitual era ver docenas de grupos pequeños en una especie de parálisis activa, algo a medio camino entre una huelga general y una crisis de rehenes. Todos se preguntaban qué ocurriría después. La población parecía animada, muchas tiendas y restaurantes continuaban abiertos y la gente que entrevistaban en ellos no parecía crispada.

Mirándolos mientras engullía algunos alimentos, Nadia sintió el irresistible deseo de estar allí, de hablar con la gente. Alrededor de las diez, y comprendiendo que no dormiría, volvió a llamar a Maya y le pidió que se pusiese las videogafas y saliese a dar un paseo por la ciudad. Maya, tan ansiosa como ella, si no más, la complació de buen grado.

Muy pronto Maya estaba fuera transmitiéndole lo que veía a Nadia, que aguardaba inquieta ante una pantalla en la sala de descanso de Du Martheray. Sax y otros acabaron mirando por encima de su hombro las imágenes oscilantes que Maya transmitía y escuchando sus comentarios.

Maya bajó a buen paso por el bulevar del Gran Acantilado hacia el valle central. Una vez allí, entre los vendedores ambulantes del extremo superior del Parque del Canal, aminoró el paso y miró lentamente alrededor para darle a Nadia una panorámica. La gente llenaba las calles, conversando, inmersos en una especie de atmósfera festiva. Cerca de Maya dos mujeres iniciaron una animada conversación sobre Sheffield. Unos recién llegados se acercaron a Maya y le preguntaron qué iba a ocurrir ahora, al parecer seguros de que ella lo sabría, «¡Sólo porque soy vieja!», comentó Maya con disgusto cuando se fueron. Nadia casi sonrió. Algunos jóvenes reconocieron a Maya y se acercaron a saludarla alegremente. Nadia observó ese encuentro desde el punto de vista de Maya, advirtiendo el encandilamiento de la gente. ¡De manera que así aparecía el mundo ante Maya! No era extraño entonces que se creyera tan especial, si la gente la miraba de ese modo, como si fuese una temible diosa salida de un mito…

Era turbador en más de un sentido. Nadia pensaba que su vieja compañera se arriesgaba a que la detuvieran y así se lo dijo. Pero la imagen osciló de un lado a otro cuando Maya sacudió la cabeza y dijo:

—¿Ves algún policía? Las fuerzas de seguridad se concentran en las puertas y estaciones y yo me mantengo alejada de ellos. Además, ¿para qué van a molestarse en detenerme si toda la ciudad está arrestada?

Siguió con la mirada un vehículo blindado que en ese momento circulaba por el bulevar y que no redujo la velocidad, como dándole la razón.