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—Tal vez no haya sido cosa de Ann.

—¡Ann o cualquiera de los rojos!

—Los atacaron. Puede haber sido un accidente. O quizás alguien en el dique pensó que las fuerzas de seguridad se apoderarían de los explosivos, en cuyo caso todos estaríamos en un callejón sin salida. — Meneó la cabeza.— Esas situaciones siempre acaban mal.

—Malditos sean. —Nadia sacudió la cabeza con fuerza, como si tratara de aclarar sus ideas.— ¡Tenemos que hacer algo! —Pensó frenéticamente.— ¿Quedarán las cimas de las mesas por encima de la inundación?

—Durante un tiempo. Pero Burroughs se encuentra en el punto más bajo de esa pequeña depresión. Por eso la ubicaron allí, porque los flancos de la cuenca proporcionaban horizontes amplios. No, las cimas de las mesas también acabarán cubiertas. No puedo precisar cuánto tardará en ocurrir porque desconozco la velocidad y el caudal de la inundación. Pero veamos, el volumen a llenar es de unos… —Tecleó deprisa, pero tenía una mirada vacía y de pronto Nadia comprendió que otra parte del cerebro de Sax estaba haciendo los cálculos más deprisa que su IA, una visión gestalt de la situación, mirando al infinito, meneando la cabeza adelante y atrás como un hombre ciego.— Podría tardar muy poco —susurró antes de terminar los cálculos—. Si la bolsa es suficientemente grande.

—Tenemos que suponer que así es. Él asintió.

Se sentaron lado a lado mirando la IA de Sax.

—Cuando trabajaba en Da Vinci —dijo Sax, vacilante— intenté anticipar posibles escenarios. La forma que tendrían las cosas futuras. Me preocupaba que algo así pudiese suceder. Ciudades destrozadas. Aunque yo pensaba más bien en las ciudades tienda. O en incendios.

—¿Y? —dijo Nadia mirándolo.

—Se me ocurrió un experimento… un plan.

—Cuéntame —dijo Nadia con calma.

Pero Sax leía en ese momento lo que parecía ser un informe meteorológico de última hora que acababa de aparecer sobre los números de la pantalla, Nadia esperó pacientemente y cuando él levantó la vista preguntó:

—¿Y bien?

—Hay una bolsa de altas presiones que está bajando hacia Syrtis desde Xanthe. Estará sobre nosotros poco antes de que acabe el día. En Isidis Planitia la presión será de unos trescientos cuarenta milibares, con aproximadamente cuarenta y cinco por ciento de nitrógeno, cuarenta de oxígeno y quince de dióxido de carbono…

—¡Sax, me importa un comino el tiempo que hará!

—Es respirable —dijo. La miró con esa expresión de reptil tan suya, la expresión de un lagarto, un dragón o una fría criatura posthumana apta para habitar en el vacío—. Casi respirable, si filtras el dióxido de carbono. Y podemos hacerlo. En Da Vinci fabricamos unas mascarillas de una aleación de circonio reticular. El principio es muy sencillo. Las moléculas de CO2 son más grandes que las del oxígeno y el nitrógeno, así que hemos creado un filtro molecular. Es un filtro activo además, porque incorporamos una capa piezoeléctrica y la carga generada cuando el material se dobla durante la inhalación y la exhalación potencia la transferencia activa del oxígeno a través del filtro.

—¿Y qué pasa con el polvo? —preguntó Nadia.

—Hay una serie graduada de filtros. Primero detienen las arenas menudas, luego el polvo y finalmente el CO2. —Miró a Nadia.— Se me ocurrió que tal vez la gente se vería en la necesidad de salir de una ciudad. Así que fabricamos medio millón de ellas. Los bordes están hechos con un polímero fijador que se adhiere a la piel. Así que te pones la mascarilla en la cara y respiras el aire ambiente. Sencillo.

—Entonces evacuaremos Burroughs.

—No veo que tengamos otra alternativa. No podemos sacar a tanta gente por aire o por tren con la rapidez necesaria. Pero sí podemos caminar.

—¿Caminar hacia adonde?

—A la Estación Libia.

—Sax, hay setenta kilómetros entre Burroughs y la Estación Libia.

—Setenta y tres.

—¡Eso es un paseo muy largo!

—Creo que la mayoría conseguirá llegar si se ven obligados —dijo él sin alterarse—. Y los que no aguanten pueden viajar en rovers o dirigibles. Luego, conforme vayan llegando a Libia partirán en los trenes. O en dirigibles. La estación puede albergar a unas veinte mil personas. Si las apretujas un poco, claro.

Nadia escrutó el rostro inexpresivo de Sax.

—¿Dónde están esas mascarillas?

—En Da Vinci. Pero ya están cargadas a bordo de aviones rápidos y podríamos tenerlas aquí en un par de horas.

—¿Estás seguro de que funcionarán? Sax asintió.

—Las hemos probado. Y traje unas cuantas conmigo. Puedo mostrártelas. —Se levantó, fue hasta su vieja bolsa negra, la abrió y sacó un manojo de mascarillas blancas. Le dio una a Nadia. Era una de esas máscaras que cubren la nariz y la boca, parecida a las antipolvo utilizadas en la construcción, sólo que más gruesa y con un borde pegajoso.

Nadia la inspeccionó, se la puso y tensó la delgada correa detrás de la cabeza. Respiraba fácilmente, sin sensación de ahogo, igual que con las mascarillas antipolvo, y el sello parecía correcto.

—Quiero probarla fuera —dijo.

Sax pidió que enviaran las mascarillas desde Da Vinci y luego se dirigieron a la antecámara del refugio. Se había corrido la voz del plan y de la prueba, y todas las mascarillas que Sax había traído fueron rápidamente solicitadas. Acompañando a Nadia y Sax saldrían otras diez personas, entre ellos Zeyk, Nazik y Spencer Jackson, que había llegado a Du Martheray una hora antes.

Todos llevaban el último modelo de traje de superficie, monos hechos de varias capas de tejido aislante que aún llevaban filamentos calefactores pero no los materiales constrictores necesarios para las presiones bajas de los primeros tiempos.

—Intenten pasar sin la calefacción —les dijo Nadia a los demás—. Así veremos qué tal se aguanta el frío llevando ropas de ciudad.

Se pusieron las máscaras y entraron en la antecámara del garaje. El aire se enfrió muy deprisa y la puerta exterior se abrió.

Salieron a la superficie.

El golpe del frío hizo que a Nadia le dolieran las sienes y los ojos, y costaba no jadear un poco, seguramente porque habían pasado de 500 milibares a 340. Le lloraban los ojos y le goteaba la nariz, pero lo que más impresionó a Nadia fue llevar los ojos al descubierto. El frío penetró a través del traje y ella tembló. Un frío muy parecido al siberiano, pensó.

260°K, –13° centígrados. No era tanto después de todo. Simplemente no estaba acostumbrada. Las manos y los pies se le habían helado más de una vez en Marte, pero hacía muchos años —¡más de un siglo en verdad!— que su cabeza y sus pulmones no sentían un frío como aquél.

Los otros conversaban en voz alta y las voces sonaban extrañas al aire libre, sin cascos ni intercoms. Sentía el cuello del traje, donde debía haber descansado el casco, muy frío sobre las clavículas y la nuca. Una delgada escarcha nocturna cubría la fracturada y antiquísima roca negra del Gran Acantilado. Nadia disfrutaba del viento y de una visión periférica que nunca había tenido con un casco. Las lágrimas le corrían por las mejillas debido al frío. No sentía ninguna emoción particular. La sorprendía sin embargo lo despejado que se veía todo sin visor, con una definición casi alucinatoria incluso a la luz de las estrellas. El cielo oriental mostraba un profundo azul de Prusia y unos cirros altos reflejaban la luz como una rosada cola equina. Las ondulaciones dentadas del Gran Acantilado aparecían grises bajo las estrellas, orladas de sombras negras.

¡El viento en los ojos!

La gente hablaba sin intercomunicadores, con voces incorpóreas, las bocas ocultas tras las máscaras. No se escuchaba ningún murmullo, zumbido, siseo o respiración mecánica. Después de haber escuchado esos sonidos durante más de un siglo aquel silencio ventoso parecía extraño, como una especie de vacío auditivo. Nazik llevaba un velo beduino.