Los beduinos de Zeyk formaron una escolta de rovers que guiaban la masa de evacuados hacia las colinas Moeris, pocos kilómetros al sudoeste de la ciudad. La vanguardia de la riada empezó a lamer el muro oriental de la ciudad cuando los últimos evacuados alcanzaron esas colinas, y algunos exploradores rojos informaron que el agua corría ya a lo largo del muro por el norte y el sur y que aún no alcanzaba el metro de altura.
Por un pelo. Nadia se estremeció. Se detuvo en lo alto de una de las colinas tratando de evaluar la situación. La gente había hecho lo que había podido, pero la mayoría no llevaba suficiente ropa; no todos poseían botas aisladas, y muchos llevaban la cabeza desprotegida. Los árabes se asomaban a las ventanillas de sus rovers para enseñar a la gente a improvisar capuchas con pañuelos, toallas o chaquetas. Pero hacía mucho frío a pesar del sol y de la ausencia de viento, y los ciudadanos de Burroughs que no trabajaban en la superficie parecían pasmados. Nadia podía distinguir a los rusos recién llegados de la Tierra por sus gorros abrigados, traídos de casa. Los saludaba en ruso y casi siempre le sonreían:
—Esto no es nada —gritaban—; buena temperatura para patinar, ¿da?
—Manténganse en movimiento —aconsejaba Nadia a todos—. Manténganse en movimiento. —Se suponía que las temperaturas subirían por la tarde, quizá por encima de cero.
En el interior de la ciudad condenada las mesas aparecían desnudas y desoladas a la luz de la mañana, como un titánico museo de catedrales, las hileras de ventanas incrustadas en ellas como joyas, la vegetación como pequeños jardines coronando la roca roja. Su población estaba en la llanura, enmascarados como bandidos o víctimas de la fiebre del heno, envueltos en muchas capas de ropa, algunos con ligeros trajes con calefacción, otros cargando cascos para usarlos si era necesario. Y los peregrinos volvían la vista hacia su ciudad, gente en la superficie de Marte con las caras expuestas al aire tenue y gélido, de pie con las manos en los bolsillos, y sobre ellos altos cirros que semejaban virutas metálicas pegadas sobre el cielo de intenso color rosado. La extrañeza del espectáculo era divertida y terrorífica al mismo tiempo, y Nadia recorrió las lomas hablando con Zeyk, Sax, Nirgal, Jackie, Art. Incluso envió otro mensaje a Ann, aunque nunca había contestado a ninguno:
—Asegúrate de que las fuerzas de seguridad no tengan dificultades en el puerto espacial —dijo, incapaz de disimular la cólera—. Déjales el camino libre.
Diez minutos después su muñeca emitió un pitido.
—Lo sé —dijo Ann. Y nada más.
Ahora que ya habían salido de la ciudad Maya se sentía optimista.
—Echemos a andar —gritó—. ¡Hay un largo camino hasta la Estación Libia y ya ha pasado la mitad del día!
—Cierto —dijo Nadia. En realidad muchos habían alcanzado ya la pista que partía de la Estación Sur de Burroughs y la seguían ahora en dirección sur, subiendo por la pendiente del Gran Acantilado.
Se alejaron de la ciudad. Nadia se detenía a menudo para animar a los caminantes y por eso volvía la vista a Burroughs, a los tejados y jardines bajo la burbuja transparente de la tienda a la luz del día, a ese verde mesocosmos que durante tanto tiempo había sido la capital de su mundo. Ahora el agua oscura con trozos de hielo había rodeado casi todo el muro y una apretada marea de sucios icebergs descendía por la profunda grieta avanzando hacia la ciudad en un torrente cada vez más ancho, llenando el aire con un fragor que le erizó el vello de la nuca, el bramido de Marineris…
El terreno por el que avanzaban estaba salpicado de plantas bajas, sobre todo musgos de la tundra y flores alpinas y de cuando en cuando ramos de cactos del hielo que parecían bocas de incendios negras y erizadas. Las moscas enanas, alteradas por la extraña invasión, zumbaban alrededor. La temperatura era notablemente superior a la de la mañana y seguía subiendo; parecía que estaban por encima de cero.
—¡Doscientos setenta y dos! —gritó Nirgal cuando Nadia le preguntó. Nirgal pasaba cada pocos minutos, recorriendo la columna de un extremo a otro constantemente. Nadia miró su ordenador de muñeca: 272°K. Corría una brisa ligera del sudoeste. Los informes meteorológicos indicaban que la zona de altas presiones seguiría sobre Isidis durante al menos un día más.
La gente descubría a veces voces familiares bajo las máscaras o bien ojos conocidos entre las capuchas y las máscaras, y se iban formando pequeños grupos de conocidos, amigos y compañeros de trabajo que caminaban juntos. Una nube de vapor se elevaba de la multitud, la exhalación de la masa, que se disipaba rápidamente. Los rovers del ejército rojo que habían rodeado la ciudad avanzaban junto a la columna y sus ocupantes repartían bebidas calientes. Nadia los miraba con furia, soltando reniegos silenciosos en la intimidad de su máscara, pero uno de los rojos leyó su mirada y le dijo con irritación:
—Nosotros no rompimos el dique, ¿sabe?; fueron los guerrilleros de Marteprimero. ¡Kasei!
Y el hombre siguió su camino.
Se había acordado que las barrancas del lado oriental de la pista se usarían como letrinas. Ya habían subido un buen trecho y la gente se detenía y volvía la vista a la ciudad extrañamente vacía, con su nuevo anillo de agua oscura plagada de hielo. Algunos nativos cantaban fragmentos de la areofanía mientras caminaban, y al oírlos a Nadia se le encogió el corazón.
—Sal de nuevo —murmuró—; maldita seas, Hiroko; por favor… sal de nuevo.
Divisó a Art y apretó el paso para alcanzarlo. Estaba haciendo comentarios por el ordenador de muñeca, al parecer para una cadena de noticias de la Tierra.
—Oh, sí —dijo haciendo un rápido aparte cuando Nadia le interrogó—. Estamos en vivo y somos un buen espectáculo. Además pueden remitirse al escenario de la inundación.
Desde luego. La ciudad con sus mesas, rodeada de agua oscura cargada de hielo que humeaba débilmente, la superficie encrespada, las orillas burbujeando furiosamente por la carbonatación a medida que las oleadas descendían desde el norte, el rumor como de olas en una tempestad… La temperatura ambiente estaba ahora un poco por encima de cero y el agua no se congelaba ni aun cuando se estancaba o el hielo quebrado cubría la superficie. Nadia nunca había presenciado nada que le hiciese tomar conciencia con más fuerza de la transformación de la atmósfera: ni las plantas, ni la progresiva coloración azul del cielo, ni siquiera el hecho de estar a cara descubierta, respirando a través de una mascarilla. El espectáculo del agua helándose durante la inundación de Marineris, que pasaba del negro al blanco en menos de veinte segundos, la había marcado más profundamente de lo que había sospechado. Y ahora tenían agua al aire libre. La ancha y profunda grieta que albergaba Burroughs parecía una gargantuesca Bahía de Fundy en la que la marea subía velozmente.
Se oyeron unas exclamaciones entre los caminantes, como cantos de pájaros sobre el bajo continuo de la inundación. Nadia desconocía el motivo. Entonces advirtió que había movimiento en el puerto espacial.
El puerto estaba situado sobre una ancha meseta al noroeste de la ciudad, y desde la altura en que se encontraban la población de Burroughs pudo ver perfectamente que se abrían las grandes puertas de los hangares y salían cinco aviones espaciales gigantescos uno detrás de otro: un siniestro espectáculo militar. Los aviones rodaron hasta la terminal principal y las pasarelas se encajaron en sus costados. No sucedió nada más y los refugiados escalaron las primeras estribaciones del Gran Acantilado durante casi una hora, hasta que las pistas y la mitad inferior de los hangares desaparecieron en el brumoso horizonte. El sol estaba muy al oeste ahora.