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pero ya no tenía remedio—. Sigamos caminando, sigamos.

La luz se escurrió de la tierra, del aire, del cielo. Caminaron bajo las estrellas, en un aire tan glacial como el de Siberia. Nadia podía haber caminado más deprisa, pero prefirió quedarse con el grupo de cola para ayudar. Algunos llevaban a cuestas niños pequeños, aunque la verdad era que no había muchos en la retaguardia de la columna: los más pequeños viajaban en los rovers y los mayores iban delante, con los caminantes más rápidos. Los niños no abundaban en Burroughs.

Los haces de luz de los rovers atravesaban el polvo que levantaban y Nadia se preguntó si el polvo no obstruiría los filtros de CO2. Lo mencionó en voz alta y Ann dijo:

—Aprieta la máscara contra la cara y sopla fuerte. O puedes contener la respiración, sacarte la máscara y limpiarla con aire comprimido, si tienes un compresor a mano.

Sax asintió.

—¿Ya conoces estas máscaras? —le preguntó Nadia a Ann. Ella asintió.

—He pasado muchas horas usándolas.

—De acuerdo. —Nadia experimentó con la suya: la apretó contra la boca y sopló enérgicamente. Pronto se quedó sin resuello—. Deberíamos caminar por la pista y las carreteras para no levantar polvo. Y hay que decir a los rovers que vayan más despacio.

Durante las dos horas siguientes caminaron rítmicamente. Nadie los adelantó y nadie se quedó rezagado. El frío era cada vez más intenso. Los faros de los vehículos iluminaban la columna de personas, quizá de unos doce o quince kilómetros de longitud, que se perdía en el horizonte. Una hilera de luces oscilantes e intermitentes, el rojo resplandor de las luces de posición de los rovers… una visión extraña. De cuando en cuando oían sobre sus cabezas el zumbido de los dirigibles que llegaban de Fossa Sur; flotaban como vistosos ovnis con todas las luces de vuelo encendidas, descendían para soltar los cargamentos de comida y agua y recogían grupos de la retaguardia. Luego subían zumbando y se alejaban hasta convertirse en brillantes constelaciones que desaparecían por el este.

Durante el lapso marciano un grupo de nativos exuberantes trató de cantar, pero el aire era demasiado frío y seco y pronto desistieron. A Nadia le gustó la idea y tarareó mentalmente sus favoritas: Hello Central Give Me Dr. Jazz, Bucket's Got a Hole in it, On the Sunny Side of the Street.

Conforme avanzaba la noche de mejor humor se sentía. Empezaba a parecer que el plan funcionaría. No estaban dejando atrás a cientos de personas postradas, aunque los rovers informaban de que un buen número de nativos se había quedado sin aliento demasiado pronto y requerían asistencia. Habían pasado de 500 milibares a 340, lo que equivalía a subir de 4.000 metros a 6.500 en la Tierra, un salto considerable a pesar de que el alto porcentaje de oxígeno en el aire marciano mitigaba los efectos. Así pues, la gente empezaba a ser víctima del mal de las alturas, que por lo general afectaba más a los jóvenes. Algunos nativos habían partido muy alegremente y ahora lo pagaban con dolores de cabeza y náuseas. Pero de momento el rescate de los jóvenes en dificultades se realizaba con éxito. Y la retaguardia de la columna mantenía un ritmo regular.

Nadia caminaba a veces de la mano de Art o Maya, a veces inmersa en su mundo privado, evocando fragmentos del pasado. Recordó algunas de las marchas peligrosas en el frío de aquel mundo: durante la gran tormenta con John en el Cráter Rabe, buscando el radiofaro con Arkadi, detrás de Frank por Noctis Labyrinthus la noche que escaparon del asalto de Cairo… También aquella noche había experimentado una extraña alegría, que quizá se debiera a que estaba libre de responsabilidad, a que no era más que un soldado acatando órdenes. El sesenta y uno había sido un desastre, y esta revolución podía acabar en lo mismo. De hecho, nadie ejercía un control global de la situación. Pero las voces seguían llegando a su muñeca procedentes de todo Marte. Y nadie iba a bombardearlos desde el espacio. Los elementos más intransigentes de la Autoridad Transitoria probablemente habían muerto en Kasei Vallis, un aspecto de la «gestión integral de plagas» de Art que no era ninguna broma. Y el resto de la UNTA estaba numéricamente desbordado. Ni ellos ni nadie serían capaces de dominar un planeta entero de disidentes. O estaban demasiado asustados para intentarlo.

Eso significaba que se las habían apañado para que esta vez las cosas se desarrollaran de otra manera. O quizá la situación en la Tierra había cambiado y los distintos fenómenos de la historia marciana sólo eran reflejos distorsionados de esos cambios. Demasiado probable. Una idea inquietante cuando se consideraba el futuro. Pero eso aún estaba por venir, ya lo afrontarían cuando llegase. Por el momento tenían que preocuparse de llegar a la Estación Libia. La cualidad física del problema y de su solución la complacían enormemente. Al fin algo que podía gobernar. Caminar. Respirar el aire glacial. Intentar calentarse los pulmones con el resto del cuerpo, a través del corazón… ¡algo semejante a la misteriosa redistribución del calor de Nirgal, sí lo conseguía!

Descubrió que de cuando en cuando se quedaba dormida unos instantes sin dejar de caminar, y se preguntó sí no se estaría intoxicando con CO2. Le dolía mucho la garganta. La cola de la columna empezaba a retrasarse y los rovers recogían a quienes estaban exhaustos, los llevaban hasta Libia y regresaban en busca de otros. Muchos sufrían ahora el mal de las alturas y los rojos indicaban a las víctimas cómo quitarse las máscaras para vomitar y colocárselas antes de respirar. Una operación complicada y desagradable en el mejor de los casos, y muchos además estaban intoxicados con dióxido de carbono. A pesar de todo se acercaban a su punto de destino. Las imágenes de Libia mostraban algo parecido a una estación de metro de Tokio en hora punta, pero los trenes llegaban y partían regularmente, de modo que habría sitio para todos.

Un rover pasó junto a ellos y los ocupantes les preguntaron sí querían subir.

—¡Largo de aquí! —dijo Maya—. ¡Vayan a ayudar a quien lo necesite y no nos hagan perder más tiempo!

El conductor se alejó deprisa para ahorrarse reprimendas y Maya añadió con voz ronca:

—Al diablo con todo. Tengo ciento cuarenta y tres años y que me cuelguen si no hago todo el camino a pie. Aligeremos un poco el paso.

Siguieron avanzando, contemplando el desfile de luces oscilantes en la bruma que se extendía delante. Hacía muchas horas que a Nadia le dolían los ojos, pero ahora ni siquiera la anestesia del frío lo hacía tolerable. Los sentía resecos e irritados y le escocían al parpadear. Unas gafas de motorista además de las máscaras hubieran sido muy indicadas.

Tropezó con una piedra y un recuerdo de juventud la asaltó: un camión averiado los había dejado a ella y sus compañeros de trabajo en los Urales meridionales en pleno invierno. Habían tenido que caminar desde las afueras de la abandonada Chelyabinsk-65 hasta Chelyabinsk-40, unos cincuenta kilómetros de yermo en una zona industrial estalinista devastada: fábricas quemadas, chimeneas quebradas, alambradas caídas, esqueletos de camiones… y todo eso en medio de la nieve de la gélida noche invernal bajo unas nubes amenazadoras. En aquel entonces lo había vivido como un sueño. Compartió el recuerdo con los que la rodeaban con voz ronca. Le dolía la garganta, pero no tanto como los ojos. Estaban tan acostumbrados a utilizar los intercoms que se sentían extraños hablando sólo a través del aire. Pero deseaba hablar.

—No sé cómo pude olvidar aquella noche. Pero debe de hacer ciento veinte años que sucedió.

—Pues ésta será otra noche memorable —dijo Maya.

Compartieron breves historias sobre los mayores fríos que habían soportado. Las dos mujeres rusas podían relatar diez incidentes más fríos que cualquiera de los de Sax o Art.

—¿Y qué hay del más caliente? —las desafió Art—. Ahí seguro que gano. Una vez participaba en un concurso de tala de troncos con sierra mecánica. Eso en realidad se reduce a un concurso entre sierras, así que cambié el motor de mi sierra por el de una Harley-Davidson y corté el tronco en menos de diez segundos. ¡Pero los motores de las motocicletas se refrigeran con el chorro de aire, como saben; de modo que me achicharré las manos!