—Pero él ha estado escondido desde el principio —dijo Hiroko—. Eso es diferente.
—Es cierto, pero quizá tenga alguna idea.
—Podríamos trasladarnos al demimonde —propuso Nadia—, y permanecer fuera de los archivos. Creo que me decidiré por eso.
Maya asintió.
—Bueno, de todas maneras, un pequeño cambio de apariencia sería aconsejable. Ya sabéis que Phyllis ha vuelto.
—Todavía no puedo creer que hayan sobrevivido. Ella debe de tener nueve vidas.
—En cualquier caso, salimos en muchos noticiarios. Tendrémos que ir con cuidado.
Gameto iba completándose poco a poco. Pero por más que intentó concentrarse en la construcción, en el presente, Nirgal nunca lo sintió como su casa.
Un viajero les trajo la noticia de que Coyote llegaría pronto. A Nirgal se le aceleró el pulso: viajaría otra vez bajo el cielo nocturno cuajado de estrellas, en el rover-roca de Coyote, de refugio en refugio…
Jackie lo observó con una expresión curiosa mientras Nirgal compartía con ella esas sensaciones. Y esa tarde, después de que les dieran permiso en el trabajo, lo llevó hasta las nuevas dunas y lo besó. Cuando recobró el sentido, Nirgal le devolvió la caricia y empezaron a besarse apasionadamente; se abrazaron con fuerza y el vapor de sus respiraciones les humedeció las caras. Se arrodillaron en la depresión entre dos dunas altas, bajo una pálida neblina, y se tendieron en el nido formado por los abrigos de plumón. Se besaron y acariciaron y se fueron quitando la ropa, creando una envoltura con su propio calor, soltando vapor y quebrando la escarcha de la arena debajo de ellos. Y todo eso sin una palabra, fundiéndose en un ardiente circuito eléctrico, desafiando a Hiroko y al mundo entero. Así que esto es lo que se siente, pensó Nirgal. Bajo los cabellos negros de Jackie los granos de arena centelleaban como joyas, como si encerraran diminutas flores de hielo.
Cuando terminaron, gatearon hasta la cresta de la duna para asegurarse de que no venía nadie, y luego volvieron a su nido y se cubrieron con las ropas para calentarse. Se acurrucaron muy juntos y se besaron voluptuosamente, sin prisa. Jackie lo golpeó en el pecho con la punta del dedo y le dijo:
—Ahora nos pertenecemos el uno al otro.
Nirgal sólo pudo asentir, feliz; besó el largo cuello de la muchacha y enterró la cara en su cabello negro.
—Ahora me perteneces —dijo ella.
Él esperaba sinceramente que fuese cierto. Era lo que siempre había deseado, desde que tenía memoria.
Esa noche, sin embargo, en los baños Jackie se lanzó a la piscina, alcanzó a Harmakhis y lo abrazó estrechamente. Después se apartó un poco y miró a Nirgal con una expresión vacía, los ojos oscuros como pozos. Nirgal se sentó en el fondo poco profundo, sintiéndose helado, el torso rígido como si se preparara para recibir un golpe. Sus testículos aún estaban doloridos por el encuentro amoroso y ahí estaba ella, pegadita a Harmakhis como no lo había estado en meses, y echándole a él una mirada de basilisco.
Una sensación extraña lo recorrió: supo que aquél sería un momento que recordaría el resto de su vida, un momento crucial. Estaban en ese baño humeante y agradable, bajo la mirada de halcón de la hierática Maya, a quien Jackie detestaba con un odio refinado, que los miraba con sospecha. Así eran las cosas. Jackie y Nirgal tal vez se pertenecían el uno al otro; pero él con toda seguridad le pertenecía a ella. Aunque la idea que ella tenía de la pertenencia no coincidía con la suya. Nirgal advirtió que todas sus certezas se desmoronaban. Volvió a mirarla, aturdido, herido, furioso —ella se apretaba contra Harmakhis aún más—, y al fin comprendió: los poseía a los dos. Claro. Y Reull y Steve y Frantz sentían la misma devoción por ella. Quizás era un vestigio del dominio de Jackie sobre la pequeña banda. Tal vez todos formaran parte de su colección. Y era evidente que ahora que Nirgal era una especie de extranjero para ellos, Jackie se sentía más cómoda con Harmakhis. Era un exiliado en su propio hogar y en el corazón de su amada. ¡Si es que ella tenía corazón!
Ignoraba si había algo de verdad en esas impresiones, y no estaba seguro de querer saberlo. Salió de la piscina y fue a refugiarse en el vestuario de hombres, sintiendo la mirada de Jackie, y también la de Maya, taladrándole la espalda.
Al entrar vio por el rabillo del ojo una cara desconocida en el espejo. Se detuvo y la reconoció: era su propia cara, contraída de angustia.
Se acercó al espejo lentamente, de nuevo con aquella extraña sensación de trascendencia. Estudió la cara, y supo que él no era el centro del universo, ni tampoco su única conciencia, sino una persona corriente, y que los otros lo veían como él a ellos cuando los miraba. Y ese extraño Nirgal del espejo era un apuesto muchacho de cabellos negros y ojos castaños, apasionado, casi el gemelo de Jackie, de gruesas cejas negras y… una mirada peculiar. La energía hormigueó en las puntas de sus dedos y recordó cómo lo miraban todos, y comprendió que él debía de representar para Jackie la misma clase de poder peligroso que ella para él. Y por eso necesitaba mantenerlo a distancia de alguna forma —por ejemplo, utilizando a Harmakhis—, para crear un cierto equilibrio, para afirmar su poder. Para demostrarle que eran una pareja de iguales. Y de súbito, la tensión del torso se aflojó y Nirgal tembló. Esbozo una media sonrisa: era cierto que se pertenecían, pero él seguía siendo él mismo.
Cuando Coyote llegó al fin y le pidió que lo acompañara, Nirgal accedió al instante, agradecido por la oportunidad. Le dolió ver el relámpago de rabia en la cara de Jackie cuando se enteró de la noticia; pero una parte de Nirgal se sintió exultante por su alteridad, por su habilidad para escapar de ella, o al menos para mantener una cierta distancia. Pareja o no, él necesitaba su identidad.
Unas noches más tarde, Coyote, Michel, Peter y él dejaron atrás la mole inmensa del casquete polar y se adentraron en el terreno fracturado, negro bajo el manto de estrellas.
Nirgal miró atrás, el luminoso acantilado blanco, con una mezcla de sentimientos en la que predominaba el alivio. Quizás excavarían cada vez más profundamente en el hielo y vivirían en una cúpula bajo el mismo Polo Sur; y mientras tanto el planeta rojo giraría en el cosmos, libre entre las estrellas. Tuvo la súbita certeza de que él nunca más viviría bajo la cúpula, volvería a ella sólo para visitas cortas. No porque él lo eligiese, sino porque ése era su destino. Una certidumbre como una piedra roja en la mano. En adelante no tendría hogar, no hasta que el planeta entero se convirtiese en su hogar, y conociera cada cráter y cañón, cada planta, cada persona, todo, en el mundo verde y en el mundo blanco. Recordando la tormenta que había visto desde el borde de Promethei Rupes, pensó que aquélla sería una tarea que ocuparía muchas vidas. Tendría que empezar a aprender.
SEGUNDA PARTE
El embajador
Los asteroides con órbita elíptica que cruzan la órbita marciana reciben el nombre de asteroides Amor. (Si cruzan la órbita terrestre se los denomina Troyanos.) En 2088, el asteroide Amor conocido como 2034 B intersectó el curso de Marte unos dieciocho millones de kilómetros detrás del planeta, y un grupo de vehículos de descenso robóticos partieron de la Luna y atracaron en él poco después. El 2034 B era una bola irregular de unos cinco kilómetros de diámetro, con una masa aproximada de quince mil millones de toneladas. Cuando los cohetes aterrizaron, el asteroide se convirtió en Nuevo Clarke.