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—De acuerdo, tío Nirgie. —Aunque fuese una generación mayor, era su sobrina. Pero no su hermana.

La puerta de la escuela se abrió de par en par y apareció Coyote, el profesor ese día. Coyote había recorrido el mundo entero en sus viajes y pasaba muy poco tiempo en Zigoto. Tenerlo de profesor era como estar de fiesta. Los llevaba por la aldea, les buscaba ocupaciones extrañas, hacía que uno de ellos leyera en voz alta todo el tiempo fragmentos de libros imposibles de comprender, escritos por filósofos, que eran personas muertas hacía mucho. Bakunin, Nietzsche, Mao, Bookchin; los pensamientos comprensibles de esas gentes yacían como guijarros inesperados en una larga playa de galimatías. Las historias que Coyote les había leído de la Odisea o de la Biblia eran más sencillas, aunque también más inquietantes, porque la gente de la que hablaban no hacía más que matarse entre ellas e Hiroko decía que eso no estaba bien. Coyote se reía de Hiroko y aullaba con frecuencia sin ninguna razón aparente mientras leían aquellos cuentos espantosos, les hacía preguntas difíciles sobre lo que habían escuchado y discutía con ellos como si supieran de lo que estaban hablando; algo muy desconcertante.

—¿Qué haríais vosotros? ¿Por qué lo haríais? —Y mientras tanto les enseñaba cómo funcionaba el reciclador de combustible del Rickover o les pedía que comprobasen los émbolos del sistema hidráulico de la máquina de olas del lago, hasta que las manos les pasaban del azul al blanco y los dientes les castañeteaban tanto que no podían hablar con claridad.— Os enfriáis en seguida, chicos —les decía Coyote—. Todos menos Nirgal.

Nirgal aguantaba bien el frío. Lo conocía íntimamente y no le desagradaba sentirlo. La gente que detestaba el frío no comprendía que es posible adaptarse a él, que uno puede contrarrestar sus efectos adversos. Estaba muy familiarizado también con el calor. Si se empujaba el calor al exterior con la suficiente fuerza, el frío se transformaba en una especie de envoltura intensa en la que uno se movía. Y así el efecto último del frío era estimulante, pues hacía que uno deseara echar a correr.

—Eh, Nirgal, ¿cuál es la temperatura ambiente?

—Doscientos setenta y uno.

La risa de Coyote era espantosa, un cacareo animal que incluía todos los sonidos posibles, y cada vez diferentes.

—Atended, vamos a parar la máquina de olas y veremos qué aspecto tiene el lago tranquilo.

El agua del lago se mantenía siempre líquida, y el hielo de agua recubría la parte inferior de la cúpula. Esto explicaba en su mayor parte el clima del mesocosmos, según Sax: brumas y vientos súbitos, lluvia y nieblas, y a veces nieve. Ese día la máquina meteorológica estaba casi silenciosa, y en el gran espacio hemisférico bajo la cúpula apenas corría viento. Con la máquina de olas desconectada, las aguas del lago pronto se aquietaron y sobre la superficie se formó una lámina circular del mismo blanco que la cúpula; pero el fondo del lago, cubierto de algas verdes, podía verse aún a través de la capa blanca. Así, el lago mostraba al mismo tiempo un blanco inmaculado y un verde intenso. En la orilla lejana esta agua de dos tonalidades reflejaba invertidos las dunas y los pinos achaparrados con la perfección de un espejo. Nirgal contempló el espectáculo extasiado, y todo lo demás desapareció, no quedó otra cosa que esa vibrante visión verde y blanca: había dos mundos, no uno, dos mundos que coexistían en el mismo espacio, ambos visibles, separados y diferentes, pero superpuestos, de tal modo que sólo desde ciertos ángulos podía verse que eran dos. Empujó la envoltura de la visión, como cuando uno empuja contra la envoltura del frío: ¡Empuja! ¡Qué colores!…

—¡Marte con Nirgal, Marte con Nirgal!

Los demás reían. Siempre le pasaba lo mismo, le dijeron. Se desconectaba. Pero lo querían bien, lo veía en sus caras. Coyote partió una lámina de hielo e hizo saltar los pedazos sobre el lago. Los demás lo imitaron, y en las ondas blancas y verdes que se entrecruzaban el mundo invertido se agitaba y bailaba.

—¡Mirad eso! —gritó Coyote, que entre tiro y tiro cantaba en un inglés cadencioso que era como una perpetua salmodia—. Chicos, estáis disfrutando de las mejores vidas de la historia; la mayoría se limita a fluir en la gran máquina del mundo, ¡y aquí estáis vosotros, en el nacimiento de un mundo nuevo! ¡Increíble! Pero es pura suerte, vosotros no tenéis ningún mérito, no hasta que hagáis algo. Podríais haber nacido en una mansión, una cárcel, un barrio de chabolas en Puerto España, ¡pero aquí estáis, en Zigoto, el corazón secreto de Marte! Es cierto que por el momento estáis escondidos como topos en vuestras madrigueras, y los buitres revolotean en lo alto, listos para devoraros; pero se acerca la hora en que caminaréis por este planeta en completa libertad. ¡Recordad lo que os digo, es una profecía, hijos míos! Y mientras tanto, ¡mirad qué hermoso es este pequeño paraíso de hielo!

Arrojó un trozo de hielo hacia la cúpula, y todos cantaron «¡Paraíso de hielo! ¡Paraíso de hielo!» hasta que no pudieron contener la risa.

Sin embargo, esa noche, cuando creía que nadie lo escuchaba, Coyote le dijo a Hiroko:

—Hiroko, tienes que llevar a los chicos al exterior y mostrarles el mundo, aunque sea bajo el manto de niebla. Aquí son como topos atrapados en sus propias madrigueras.

Entonces partió de nuevo, quién sabía adonde, en uno de sus misteriosos viajes a ese otro mundo que los rodeaba.

Algunas veces Hiroko iba a la aldea para darles clase. Ésos eran los mejores días para Nirgal. Siempre los llevaba a la playa, y bajar a la playa con Hiroko era como ser tocado por un dios. Aquél era su mundo —el mundo verde dentro del mundo blanco— y lo sabía todo sobre él, y cuando ella estaba allí los sutiles colores nacarados de la arena y la cúpula, los colores de los dos mundos, latían a la vez, como si trataran de liberarse de aquello que los aprisionaba.

Solían sentarse en las dunas y contemplaban las bandadas de aves acuáticas sobrevolar la playa rozando la superficie y graznando. Las gaviotas revoloteaban en lo alto e Hiroko les hacía preguntas con un brillo alegre en los ojos. Ella vivía junto al lago con un pequeño grupo de allegados, Iwao, Rya, Gene, Evgenia, todos en una pequeña casa de bambú en las dunas. Y como pasaba mucho tiempo visitando recónditos refugios alrededor del Polo Sur, siempre necesitaba ponerse al corriente de las noticias de la aldea. Era una mujer esbelta, alta para ser una issei, con la grácil simplicidad de las aves zancudas en el vestido y los movimientos. Era vieja, desde luego, increíblemente anciana, como todos los issei, pero había algo en sus maneras que la hacía parecer más joven incluso que Kasei o Peter, en realidad sólo un poco mayor que los chicos, y en su presencia todo parecía nuevo, ansioso por desplegar sus colores.

—Mirad el dibujo de esta concha marina. La espiral moteada se curva hacia el interior hasta el infinito. Ésta es la estructura del universo. Hay una presión constante que empuja hacia adentro, una tendencia de la materia a evolucionar hacia formas cada vez más complejas. Es una especie de fuerza gravitatoria, una energía verde sagrada que llamamos viriditas, la fuerza que mueve el cosmos. La vida, ¿comprendéis? Como las pulgas de arena y las lapas y el krill; aunque este krill en particular está muerto, ayuda a las pulgas. Como todos nosotros —dijo, agitando la mano con la delicadeza de una bailarina—. Podemos decir que el universo está vivo porque estamos vivos. Nosotros somos su conciencia además de la nuestra. Procedemos del cosmos y contemplamos sus engranajes y nos parecen hermosos. Y ese sentimiento es lo más importante del universo, su culminación, como el color de la flor que se abre por primera vez con el rocío de la mañana. Es un sentimiento sagrado, y nuestro deber en el mundo es hacer cuanto podamos para favorecerlo. Y una manera es esparcir la vida por todas partes, ayudarla a existir donde nunca antes existió, como aquí en Marte.