La invitación lo dejó perplejo, y a pesar de la aprensión, se sintió muy complacido. Dumpmines, la empresa de la que Art era cofundador y director técnico, y que se dedicaba a escarbar en antiguos vertederos para recuperar y procesar materiales útiles fechados en épocas más prósperas, había sido adquirida por Fort inesperadamente. Una sorpresa agradable, sin embargo, los empleados de la firma pequeña que era Dumpmines pasaron a ser miembros de una de las organizaciones más ricas del mundo; recibieron acciones, el derecho a voto en la empresa, la libertad para utilizar todos sus recursos. Era como si los hubiesen armado caballeros.
Art ciertamente se alegró, y su mujer también, pero ella mostró un talante elegiaco desde el primer momento. Mitsubishi la había contratado para su departamento de dirección, y las grandes transnacionales, dijo ella, eran como mundos separados. Trabajando los dos para diferentes transnac, era inevitable que se distanciaran aún más. Ya no se necesitaban para conseguir el tratamiento de longevidad, porque las transnac lo proporcionaban con más garantías que el gobierno. Así que era como si viajaran en barcos distintos, dijo ella, que zarpaban de San Francisco con diferentes destinos. Como barcos que se cruzaban en la noche, en realidad.
Art pensaba que habrían podido mantener el contacto entre los dos barcos sí no fuera porque su mujer estaba demasiado interesada en uno de sus compañeros de viaje, uno de los vicepresidentes de Mitsubishi, encargado de la expansión en el Pacífico este. Pero Art fue incluido en el programa de arbitraje de Praxis casi en seguida, y empezó a viajar con frecuencia para tomar clases o arbitrar en las disputas entre pequeñas subsidiarias de Praxis que se dedicaban a la recuperación de recursos, y cuando estaba en San Francisco raras veces coincidía con Sharon. Los barcos de ambos estaban cada vez más distanciados y ya no podían oír sus voces, había dicho ella, y él se encontraba demasiado desmoralizado para rebatir sus afirmaciones. Siguiendo la sugerencia de Sharon, poco después se mudó. Podía decirse que le había dado la patada.
Mientras releía el fax por cuarta vez, se restregó el mentón moreno y sin afeitar. Art era un hombre de constitución robusta y andar desgarbado. Su mujer sostenía que era «patoso», pero él prefería la definición de su secretaria en Dumpmines: «andares de oso». En verdad tenía algo del aire torpe y pesado de un oso, y también la sorprendente rapidez y fuerza de ese animal. Había jugado como defensa en la Universidad de Washington, y aunque era de carrera lenta, sus intervenciones eran decisivas y no había forma de derribarlo. Lo apodaban el Hombre Oso, y pocos se atrevían a intentar un placaje con él.
Se licenció en ingeniería y fue a trabajar a los campos petrolíferos de Irán y Georgia. Durante el tiempo que pasó allí perfeccionó varios procedimientos que permitían extraer el petróleo de esquistos bituminosos extremadamente marginales. Se doctoro en la Universidad de Teherán y luego se trasladó a California, donde se asoció con un amigo en una empresa que fabricaba el oxigeno de inmersión empleado en las plataformas petrolíferas de alta mar. Ese tipo de prospección se realizaba cada vez a mayor profundidad a medida que los depósitos más accesibles se agotaban. Durante esa etapa Art realizó una serie de mejoras tanto en sus equipos de inmersión como en las perforadoras submarinas. Pero un par de años pasados en las cámaras de descompresión sobre la plataforma continental fueron suficientes para él. Vendió las acciones a su socio y volvió a su incesante peregrinar. En rápida sucesión fundó una compañía de construcción de habitáts para climas fríos, trabajó para una firma de paneles solares y construyó torres de lanzamiento de cohetes. Disfrutaba de todos los trabajos, pero con el tiempo descubrió que le interesaban mucho más los problemas humanos que los técnicos. Se metió de lleno en la dirección de proyectos y luego se pasó al arbitraje. Le gustaba intervenir en las disputas y resolverlas a gusto de todos. Era otro tipo de ingeniería, más absorbente y gratificante que la mecánica, y mucho más complicada. Varias de las compañías para las que trabajó durante esos años pertenecían a alguna transnacional, y acabó envuelto no sólo en el arbitraje de disputas entre sus compañías sino también en otras más lejanas que requerían el arbitraje de un tercero. Ingeniería social, lo llamaba él, y le fascinaba.
Cuando fundó Dumpmines asumió la dirección técnica e introdujo importantes mejoras en el SuperRathje, el vehículo robot gigante que realizaba la extracción y selección de los materiales en los vertederos. Pero al mismo tiempo intervino más que nunca en disputas y conflictos laborales. Esa tendencia de su carrera se acentuó después de la adquisición de la compañía por Praxis. Y los días que el trabajo acababa bien, regresaba a casa sabiendo que debería haber sido juez, o diplomático. Sí, en el fondo era un diplomático.
Lo cual hacía más embarazoso aún que hubiese sido incapaz de negociar una solución satisfactoria para su matrimonio. Y no había duda de que Fort, o quienquiera que lo hubiese invitado a ese seminario, estaba al corriente de la ruptura. Era incluso posible que hubiesen puesto micrófonos ocultos en su viejo apartamento y escuchado el patético desorden de sus últimos meses de vida en común con Sharon, lo que no habría dicho mucho a favor de ninguno de los dos. Se encogió sólo de pensarlo, todavía frotándose el mentón áspero, y fue al baño y conectó el calentador agua de portátil. La cara en el espejo mostraba una expresión de ligera incredulidad. Sin afeitar, cincuentón, separado, con el empleo equivocado la mayor parte de su vida, apenas empezando a seguir su auténtica vocación… no era la clase de persona que uno imaginaba recibiendo un fax de William Fort.
Su mujer, o su ex mujer, llamó por teléfono y se mostró igualmente incrédula.
—Tiene que ser un error —afirmó cuando Art le dio la noticia.
Ella llamaba a propósito de uno de los objetivos de su cámara que no encontraba. Sospechaba que Art se lo había llevado al mudarse.
—Voy a ver si lo encuentro —dijo Art.
Fue hasta el armario para mirar en las dos maletas, aún por deshacer. Sabía que el objetivo no estaba allí, pero de todas maneras las revolvió ruidosamente. Si trataba de simular, Sharon lo descubriría. Mientras él buscaba ella continuó hablando y la voz metálica resonó en el apartamento vacío.
—Eso demuestra lo extravagante que es ese Fort. Te encontrarás en una especie de Shangri-La y él llevará cajas de kleenex en vez de zapatos y hablará en japonés, y tú le clasificarás la basura y aprenderás a levitar y no volveré a verte nunca más. ¿Lo has encontrado?
—No. No está aquí.
Cuando se separaron, habían repartido las posesiones comunes: Sharon se había quedado con el apartamento, la colección de figurillas de la mesa de despacho, el atril, las cámaras, las plantas, la cama y el resto del mobiliario. Art se había llevado la sartén de teflón. No había sido, desde luego, el mejor de sus arbitrajes. Pero eso significaba que tenía muy pocos sitios donde buscar el objetivo.
Sharon podía convertir un simple suspiro en una acusación.
—Te enseñarán japonés y nadie volverá a verte jamás. ¿Qué puede querer William Fort de ti?
—¿Asesoramiento matrimonial? —propuso él.
Para sorpresa de Art, muchos de los rumores que corrían sobre los seminarios de Fort resultaron ser ciertos. En el aeropuerto internacional de San Francisco, subió a un gran jet privado con otras seis personas. Tras el despegue, las ventanillas, al parecer con doble polarización, se oscurecieron, y la puerta que llevaba a la cabina del piloto quedó cerrada. Dos de los compañeros de Art jugaron a las adivinanzas, y después de varios virajes suaves a derecha e izquierda, afirmaron que el avión se dirigía a algún sitio entre el sudoeste y el norte. Los siete intercambiaron información; todos pertenecían a la vasta red de compañías de Praxis. Habían volado a San Francisco desde todas partes del mundo. Algunos se sentían excitados al ser invitados a conocer al ermitaño fundador de la transnacional; otros sentían una cierta aprensión.