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—No. Hemos jugado al voleibol.

Art salió de la cocina deseando que lo hubiesen escogido para ese programa. Se preguntaba si habría allí alguna sauna desde la que se dominase el océano. No parecía tan descabellado: el océano allí era frío, y si era cierto que todo era economía, podría considerarse como una inversión. Para mantener la infraestructura humana, por así decirlo.

De vuelta en la residencia encontró a sus compañeros comentando la jornada.

—Odio estas situaciones —decía Sam.

—Pues estamos atrapados —dijo Max con aire melancólico—. O te unes al culto o pierdes el empleo.

Los otros no eran tan pesimistas.

—Quizá se siente solo —sugirió Amy.

Sam y Max pusieron los ojos en blanco y miraron en dirección de la cocina.

—Tal vez siempre quiso ser maestro —propuso Sally.

—Tal vez quiere que Praxis siga creciendo un diez por ciento por año —dijo George—, con el mundo lleno o vacío.

Sam y Max asintieron y Elisabeth pareció molestarse y exclamó:

—¡Tal vez quiere salvar el mundo!

—Seguramente —dijo Sam, y Max y George soltaron una risita burlona.

—Tal vez ha puesto micrófonos en la habitación —dijo Art, lo que cortó la conversación en seco, como una guillotina.

Las jornadas siguientes no difirieron mucho de la primera. Se sentaban en la sala de conferencias y Fort daba vueltas alrededor de ellos y se pasaba la mañana hablando, algunas veces coherentemente, otras, no. Cierta mañana habló del feudalismo durante tres horas. Dijo que era la expresión política más clara de la dinámica de dominación del primate, y que en realidad nunca había desaparecido; el capitalismo transnacional era feudalismo a gran escala, y la aristocracia del mundo tenía que encontrar el medio de integrar el crecimiento capitalista en la estabilidad inamovible del modelo feudal. Otra mañana enunció la eco-economía, una teoría económica que tenía como unidad básica la caloría. Al parecer había sido elaborada por los primeros colonos en Marte; Sam y Max pusieron los ojos en blanco ante la noticia, y Fort siguió explicando con un murmullo las ecuaciones de Taneev y Tokareva y cubrió la pizarra de la esquina de garabatos ilegibles.

Pero este programa no duró: pocos días después llegó desde el sur una buena marejada. Fort suspendió las reuniones y pasó el día haciendo surf o planeando sobre las olas en traje de pájaro: un armazón ligero y flexible de alas anchas, parecido a un planeador, que mediante un juego de alambres transformaba el movimiento muscular de quien lo llevaba en la fuerza semirígida necesaria para levantar el vuelo. Muchos de los jóvenes becarios se le unieron en el aire; subían hacia el cielo como Icaro y luego se dejaban caer y planeaban velozmente sobre los cojines de aire que levantaban las olas, deslizándose como los pelícanos que habían inventado el deporte.

Art salió y jugueteó con una tabla de surf, y disfrutó del agua fría, aunque no tanto como para necesitar un traje de goma. No se alejó de Joyce, que hacía surf, y entre juego y juego charló con ella. Se enteró así de que los viejos de la cocina eran buenos amigos de Fort, veteranos de los años de crecimiento de Praxis. Los jóvenes becarios se referían a ellos como los Dieciocho Inmortales. Algunos tenían su residencia habitual en el campamento, mientras que otros sólo estaban de paso para asistir a una especie de reunión donde discutían los problemas y aconsejaban a los actuales directivos de Praxis sobre la política a seguir, impartían seminarios y cursos, y luego jugaban con las olas. Los que no tenían debilidad por el agua trabajaban en los jardines.

Art estudió a los jardineros con atención en el camino de vuelta a la residencia. Trabajaban con movimientos muy lentos y hablaban todo el tiempo. La tarea que los ocupaba en esos momentos era recoger el fruto de los torturados manzanos.

El viento del sur amainó y Fort convocó de nuevo al grupo. En una de las sesiones el tema propuesto fue «Oportunidades empresariales en un mundo lleno», y Art empezó a comprender la razón por la que podían haberlos seleccionado a él y a sus seis compañeros: Amy y George trabajaban en contracepción, Sam y Max en diseño industrial, Sally y Elisabeth en agrotecnología, y Art en la recuperación de recursos. Ellos ya estaban trabajando en empresas que funcionaban en una economía de mundo lleno, y en los juegos de la tarde demostraban además que eran muy creativos en el diseño de nuevas actividades apropiadas para ese modelo económico.

En otra sesión Fort propuso un juego en el que se resolvía el problema del mundo lleno volviendo a un mundo vacío. Tenían que liberar un vector de plaga que mataría a todo el que no hubiese recibido el tratamiento gerontológico. ¿Cuáles serían los pros y los contras de una acción semejante?

Todos miraron los atriles, perplejos. Elisabeth declaró que ella no intervendría en un juego que partía de una premisa tan monstruosa.

—Es monstruosa, es cierto —reconoció Fort—. Pero eso no la convierte en imposible. Yo oigo muchas cosas, ¿saben? Conversaciones a ciertos niveles. Por ejemplo, entre los directivos de las grandes transnacionales se discuten y descartan con total seriedad estrategias de todo tipo, incluyendo algunas como la que acabo de Proponer. Todos las deploran y se cambia de tema. Pero nadie dice que son técnicamente impracticables. Y algunos parecen pensar que aplicándolas se resolverían ciertos problemas de otro modo insolubles.

El grupo consideró la cuestión con cierto malestar. Art sugirió que esa solución provocaría una escasez de agricultores. Contemplaba el océano.

—Ése es el inconveniente principal cuando se produce un colapso demográfico —dijo pensativo—. Una vez que se inicia, es difícil señalar el punto concreto donde detendrá. Continuemos.

Y continuaron con aire abatido. Jugaron a la «Reducción de la población mundial», y en vista de las alternativas, acometieron el problema con cierta intensidad. A todos les tocó ser Emperadores del Mundo, como dijo Fort, y exponer sus proyectos en detalle.

—Yo concedería a todo el mundo un título de paternidad que le daría derecho a ser padre de tres cuartos de niño —dijo Art cuando le llegó el turno.

Todos se echaron a reír, incluso Fort. Pero Art no se inmutó. Explicó que cada pareja tendría, por tanto, derecho a engendrar un hijo y medio. Después de tener uno, podían decidirse por vender el derecho al medio niño restante o bien comprar el medio niño de otra pareja y tener un segundo hijo. El precio de los medios niños fluctuaría según la ley clásica de la oferta y la demanda. Las consecuencias sociales serían positivas: aquellos que desearan otro hijo tendrían que sacrificarse por él, y quienes no lo desearan tendrían una fuente de ingresos que los ayudaría a mantener al hijo único. Cuando la población mermase lo suficiente, el Emperador del Mundo podría considerar la concesión del derecho a un niño por persona, lo cual estaría cerca de un estado demográficamente estable. Pero, a causa del tratamiento de longevidad, el límite de tres cuartos de niño estaría en vigencia durante mucho tiempo.

Cuando Art terminó de bosquejar su propuesta, alzó la vista de las notas del atril y descubrió que todos lo miraban.

—Tres cuartos de niño —repitió Fort con una sonrisa, y todos rieron de nuevo—. Me gusta. —Las risas se detuvieron en seco.— Ese modelo acabaría fijando valor monetario a una vida humana en el mercado. Hasta el momento, el trabajo hecho en este campo ha sido una chapuza. Balance de ingresos y gastos durante la vida y cosas por el estilo. — Suspiró y meneó la cabeza.— Lo cierto es que los economistas cocinan sus números en la trastienda. El valor en realidad no es un cálculo económico. No, me gusta eso. Veamos si podemos estimar cuál sería el precio de medio niño. Estoy seguro de que habría especulación, intermediarios, todo un aparato de mercado.