—Es decir, que seré una especie de…
—Una especie de diplomático.
—Yo iba a decir espía.
Fort se encogió de hombros.
—Depende de con quién esté. Mi proyecto ha de permanecer en secreto. Me relaciono con directivos de las otras transnacionales y tienen miedo. Las posibles amenazas al orden establecido a menudo son reprimidas brutalmente. Y algunos ya ven a Praxis como una amenaza. Por eso existe un brazo oculto de Praxis, y la investigación en Marte será una parte de él. Si usted acepta, se unirá a la Praxis oculta. ¿Cree que podrá hacerlo?
—No lo sé. Fort rió.
—Por eso lo escogí para esta misión, Randolph. Usted parece sencillo. Soy sencillo, estuvo a punto de decir Art, pero se mordió la lengua, y luego preguntó:
—¿Por qué yo? Fort lo miró.
—Cuando adquirimos una compañía, examinamos a su personal. Leí su historial y pensé que usted tenía madera de diplomático.
—O de espía.
—A menudo son diferentes aspectos del mismo trabajo. Art frunció el ceño.
—¿Colocaron micrófonos en mi apartamento, en mi antiguo apartamento?
—No. —Fort volvió a reír.— Nosotros no hacemos esas cosas. Nos basta con el historial.
Art recordó el visionado nocturno de una de las sesiones.
—Eso y una de las sesiones de aquí —añadió Fort—. Para conocerlo mejor.
Art consideró la propuesta. Ninguno de los Dieciocho quería ese trabajo. Ni los estudiantes tampoco, seguramente. Había que ir a Marte y luego introducirse en un mundo invisible del que nadie sabía nada, y quizá para siempre. Mucha gente no consideraría la misión demasiado atractiva. Pero para alguien sin ataduras, quizás en busca de un nuevo empleo, con aptitudes para la diplomacia…
De modo que al final todo aquello sí había resultado ser un proceso de entrevistas. Jefe de Adquisición de Marte. Topo en Marte. Un espía en la casa de Ares. Embajador ante la Resistencia Marciana. Embajador en Marte. Madre mía, exclamó para sus adentros.
—Bien, ¿qué contesta?
—Iré —dijo Art.
William Fort no perdía el tiempo. En cuanto Art accedió a hacerse cargo de la misión en Marte, su vida se aceleró como un vídeo en avance rápido. Esa misma noche volvió a subir a la furgoneta sellada, y luego al avión sellado, esta vez solo, y cuando salió tambaleándose por la cinta mecánica amanecía en San Francisco.
Pasó por las oficinas de Dumpmines y se despidió de amigos y conocidos. Sí, repitió una y otra vez, he aceptado un trabajo en Marte. Recuperar una porción del cable del viejo ascensor. Es temporal. La paga es buena. Regresaré.
Esa tarde fue a su casa y empacó. Sólo tardó diez minutos. Luego se quedó de pie en medio del apartamento vacío, vacilante. Sobre el hornillo de la cocina estaba la sartén, el único vestigio de su vida anterior. Pensó en llevársela. Se detuvo frente a las maletas, atestadas y ya cerradas, y luego retrocedió y se sentó en la única silla con la sartén colgando de su mano.
Al rato llamó a Sharon, esperando encontrarse con el contestador automático; pero estaba en casa.
—Me voy a Marte —graznó.
Al principio ella no podía creérselo, pero cuando al fin lo admitió, se enfadó. Era una deserción pura y simple, huía de ella, pero si tú ya me has dado la patada, trató de decirle Art, pero Sharon ya había colgado. Dejó la sartén sobre la mesa y bajó las maletas a la acera. Al otro lado de la calle, un hospital público que administraba el tratamiento de longevidad estaba rodeado por el gentío habitual, cuyo turno de tratamiento se acercaba, y que acampaba en el aparcamiento del hospital para asegurarse de que las cosas no se torcían. La ley garantizaba el tratamiento a todos los ciudadanos de los EUA, pero las listas de espera en los centros públicos eran tan largas que la gente se preguntaba si viviría hasta que le llegase el turno. Art meneó la cabeza y detuvo a un peditaxi.
Pasó su última semana en la Tierra en un motel en Cabo Cañaveral. Fue un adiós lúgubre, pues Cabo Cañaveral era zona restringida. El lugar estaba ocupado principalmente por policía militar y personal de servicio, que mostraban una actitud bastante grosera hacia «los que se lamentaron demasiado tarde», como ellos llamaban a aquellos que esperaban para la partida. La extravagancia diaria del despegue lo dejaba a uno aprensivo o resentido, y en ambos casos bastante sordo. Por las tardes la gente andaba por ahí con los oídos zumbándoles y repitiendo ¿Qué?, ¿Qué?, ¿Qué? Para contrarrestar el problema la mayoría de los que vivían allí utilizaban tapones para los oídos: estaban sirviendo las mesas en el restaurante o hablando con los cocineros y de repente miraban el reloj, sacaban unos tapones de los bolsillos y se los colocaban, y entonces, bum, ahí iba otro cohete Novy Energía con dos transbordadores pegaditos a él, haciendo que el mundo entero temblase como gelatina. «Los que se lamentaron demasiado tarde» corrían a la calle tapándose las orejas para tener otra vista de lo que el futuro les deparaba, y contemplaban afligidos el bíblico pilar de humo y la cabeza de alfiler que describía un arco sobre el Atlántico. Los que vivían allí se quedaban donde estaban mascando chicle, esperando a que el estrépito se apagase. La única vez que demostraron algún interés fue una mañana en que la marea estaba alta y se supo que los asistentes a una fiesta habían nadado hasta la valla que rodeaba el pueblo y se habían colado dentro. Los de seguridad los habían perseguido hasta la zona de lanzamiento y se rumoreaba que varios habían muerto achicharrados por el despegue. Eso bastó para que unos cuantos lugareños saliesen a mirar, como si el pilar de humo y fuego fuese a tener un aspecto diferente.
Y un domingo por la mañana le llegó el turno a Art. Se levantó y se puso el mono provisto para la ocasión, que por cierto le sentaba fatal, moviéndose como en sueños. Se metió en una furgoneta con otro hombre que parecía tan aturdido como él, y le llevaron hasta la zona de lanzamiento. Le comprobaron la identidad por la retina, las huellas dactilares, la voz y la apariencia, luego, sin que hubiera logrado aún comprender el significado del proceso, lo metieron en un ascensor; bajó por un corto túnel, y fue a parar a una diminuta habitación en la que había ocho sillones que recordaban los de un dentista, todos ellos ocupados por personas con los ojos muy abiertos. Lo sentaron y lo ataron, y la puerta se cerró. Debajo de él se oyó un rugido vibrante, y se sintió primero aplastado y después ingrávido. Estaba en orbita.
Tras unos minutos, el piloto se desabrochó el cinturón y los pasajeros lo imitaron y se acercaron a las dos pequeñas ventanas para mirar afuera. Espacio negro, mundo azul, igual que en las películas, pero con la asombrosa alta definición de la realidad. Art vio debajo África Occidental y una gran oleada de náuseas inundó todas las células de su cuerpo.
Empezaba a recuperar ligeramente el apetito, después de una eternidad de mareo espacial, que en el mundo real parecía haber durado sólo tres días, cuando uno de los transbordadores continuos llegó tronando después de girar alrededor de Venus y aerofrenar hasta conseguir una órbita Tierra-Luna lo suficientemente lenta para permitir que los pequeños ferries lo alcanzaran. En algún momento de su mareo espacial, Art y los otros pasajeros habían sido transferidos a uno de esos ferries, que en el momento adecuado despegó y salió en persecución del transbordador. La aceleración del ferry era aún más pronunciada que la del despegue en Cabo Cañaveral, y cuando terminó Art volvía a ser víctima del vértigo y la náusea. Más ingravidez lo hubiese matado, y gimió sólo de pensarlo. Pero, felizmente, en el transbordador había un anillo rotando a una velocidad que generaba en algunas salas lo que ellos llamaban gravedad marciana. A Art le asignaron una cama en el centro de salud que ocupaba una de esas salas, y allí permaneció. Era incapaz de caminar en la peculiar ligereza de la g marciana: saltaba y se tambaleaba, y todavía se sentía magullado interiormente y mareado. Pero se mantenía bastante alejado de la náusea, y estaba agradecido, aunque no fuese un sentimiento apetecible.