El transbordador continuo era extraño. Debido a sus frecuentes aerofrenados en las atmósferas de la Tierra, Venus y Marte, en la forma que recordaba a un tiburón martillo. El anillo de habitaciones rotatorias estaba situado en la parte trasera de la nave, justo delante de los motores de propulsión y las plataformas de atraque. El anillo giraba, y uno caminaba con la cabeza hacia la línea central de la nave y los pies apuntando hacia las estrellas bajo el suelo.
A la semana de viaje, Art decidió darle otra oportunidad a la ingravidez, porque el anillo no tenía ventanas. Fue hasta una de las cámaras de tránsito a las zonas no rotatorias de la nave. Estaban en un estrecho anillo que se movía con la g del anillo, pero podía reducir la velocidad hasta igualarla con la del resto de la nave.
Las cámaras parecían las cabinas de un ascensor y tenían dos puertas. Cuando uno entraba y pulsaba el botón apropiado, iba reduciendo el número de rotaciones hasta detenerse por completo, y la puerta del otro extremo se abría y daba acceso al resto de la nave.
Art lo intentó. A medida que la cabina reducía la velocidad, él perdía peso y crecía la convulsión de su estómago. Cuando la puerta del otro extremo se abrió, sudaba copiosamente y sin saber cómo acababa de salir disparado hacia el techo. Se lastimó la muñeca al intentar protegerse la cabeza. El dolor se batía con la náusea, y ésta empezaba a prevalecer. Tuvo que hacer un par de carambolas para llegar al panel de control y apretar el botón. La sala volvió a ponerse en movimiento. Cuando la puerta se cerró, él descendió suavemente hasta el suelo, y un minuto después había regresado a la gravedad marciana y la puerta por la que había entrado se abría. Salió rebotando con gratitud, sin otra secuela que el dolor de la muñeca. La náusea era infinitamente más desagradable que el dolor, reflexionó. Más que ciertos niveles de dolor al menos. Tendría que conformarse con ver el paisaje exterior a través de los monitores.
Pero no estaba solo. La mayoría de los pasajeros y toda la tripulación pasaban casi todo el tiempo en el anillo de gravedad, que por consiguiente estaba bastante concurrido, como si en un hotel completo los huéspedes estuvieran siempre en el restaurante y el bar. Art había leído informes sobre los transbordadores continuos que los pintaban como Montecarlos volantes, con residentes permanentes ricos y aburridos. Una popular serie de cable estaba ambientada en un transbordador. La nave de Art, el Ganesh, no era así, desde luego. Era evidente que llevaba bastantes años dando vueltas por el sistema solar interior, y siempre al máximo de su capacidad: los interiores estaban algo destartalados, y si uno salía del anillo de gravedad el espacio parecía muy reducido, mucho más de lo que se esperaba después de ver los vídeos históricos sobre el Ares. Pero los Primeros Cien habían vivido en un espacio cinco veces mayor que el del anillo de g del Ganesh, y éste transitaba quinientos pasajeros.
Por fortuna, el vuelo sólo duraba tres meses. Así que Art se acomodó lo mejor que pudo y vio mucha televisión, sobre todo documentales sobre Marte. Comía en un comedor que pretendía parecerse al de los grandes transatlánticos de los años veinte del siglo anterior, y jugaba alguna vez en el casino, a imitación de los Casinos de Las Vegas de los años setenta. Pero sobre todo dormía y miraba la televisión, y las dos actividades se fundían de tal modo que soñaba muy lúcidamente con Marte y los documentales adquirían una lógica surreal. Vio la famosa grabación del debate Russell-Clayborne, y esa noche soñó que discutía infructuosamente con Ann Clayborne, quien, como en los vídeos, se parecía a la mujer del granjero de American Gothic, solo que más demacrada y severa. Hubo otra película, grabada desde un avión teledirigido, que lo impresionó: el avión se había lanzado en picado desde el borde de uno de los gigantescos acantilados de Marineris y había descendido durante casi un minuto antes de enderezarse en un vuelo rasante sobre la roca y el hielo revueltos del suelo del cañón. Durante las semanas que siguieron, Art tuvo el mismo sueño recurrente: él era quien caía, y se despertaba justo antes del impacto. Al parecer algunas partes de su inconsciente consideraban la decisión de ir a Marte como un error. Ignoró estos pensamientos, comió con regularidad y practicó la marcha. Estaba en un compás de espera. Equivocado o no, se había comprometido.
Fort le había dado un código de transmisión e instrucciones de informarle regularmente, pero en tránsito no había gran cosa de la que informar. Obediente, enviaba un informe mensual, siempre el mismo: En camino. Sin novedad. Nunca hubo respuesta.
Y entonces Marte creció como una naranja arrojada contra las pantallas de televisión, y poco después volvieron a aplastarse contra los sillones de gravedad a causa de un aerofrenado extremadamente violento. Luego se aplastaron contra los sillones del ferry. Art pasó por estas abrumadoras deceleraciones como un veterano, y después de una semana en órbita, todavía rotando, atracaron en Nuevo Clarke. Nuevo Clarke tenía una gravedad muy reducida, que apenas mantenía a la gente con los pies en el suelo. El mareo espacial de Art regresó. Y todavía tenía que esperar dos días antes de tomar el ascensor.
Las cabinas del ascensor parecían hoteles altos y estilizados, y trasportaban su apretujada carga humana hacia el planeta durante cinco días, sin una gravedad de la que pudiera hablar hasta las dos últimas jornadas, cuando se hizo cada vez más fuerte. La cabina redujo su velocidad y entró suavemente en la instalación conocida como el Enchufe, al oeste de Sheffield, sobre el Monte Pavonis, y la gravedad se convirtió en algo parecido a la del anillo del Ganesh. Pero una semana de mareo espacial había dejado a Art destrozado, y cuando la puerta de la cabina se abrió y los guiaron hasta algo muy parecido a una terminal de aeropuerto, descubrió que apenas se tenía en pie. Le sorprendía lo mucho que la náusea le quitaba a uno el deseo de vivir. Habían pasado cuatro meses desde que recibiera el fax de William Fort.
El viaje desde el Enchufe a la ciudad de Sheffield propiamente dicha se hacía en metro, pero Art se encontraba en un estado tan deplorable que habría sido incapaz de disfrutar del paisaje si lo hubiese habido. Agotado y vacilante, caminó detrás de alguien de Praxis por el vestíbulo, dando saltitos sobre las puntas de los pies, y luego se derrumbó agradecido en la cama de una pequeña habitación. La gravedad marciana parecía benditamente sólida cuando uno estaba acostado, y pronto se quedó dormido.
Cuando despertó no recordaba dónde estaba. Miró alrededor, desorientado, preguntándose adonde habría ido Sharon y por qué su habitación había encogido tanto. Entonces le vino todo a la memoria. Estaba en Marte.
Gimió y se incorporó. Se sentía afiebrado y sin embargo despegado de su cuerpo, y todo latía ligeramente, aunque las luces de la habitación parecían funcionar con normalidad. Unas cortinas cubrían la pared frente a la puerta, y él se levantó, fue hacia ellas y las descorrió de un tirón.
—¡Ey! —gritó, retrocediendo de un salto, como si despertase por segunda vez.
Era como la vista que se tiene desde la ventanilla de un avión. Un espacio abierto interminable, un cielo de color amoratado, el sol como una burbuja de lava. Y muy lejos abajo se extendía una llanura rocosa, circular, como si estuviese en el fondo de un enorme acantilado, demasiado circular, de hecho, para ser un accidente natural. Era difícil estimar a qué distancia se encontraba la pared opuesta del acantilado. Los accidentes de la pared eran perfectamente visibles, pero las estructuras del borde opuesto eran diminutas: lo que parecía ser un observatorio habría cabido en la cabeza de un alfiler.