Puesto que habían aterrizado en Sheffield, ésa era, concluyó, la caldera de Monte Pavonis. Por tanto, unos sesenta kilómetros le separaban de ese observatorio, según recordaba Art de los documentales, y había una caída de cinco mil metros hasta el suelo. Y todo ello completamente vacío, rocoso, inviolado, primordiaclass="underline" de roca volcánica desnuda, como si se hubiese enfriado la semana antes, sin señales humanas, sin señales de terraformación. Debía haberle causado la misma impresión a John Boone medio siglo antes. Y tan… alienígena. Y tan grande. Art había echado un vistazo a las calderas del Etna y del Vesubio en la Tierra durante unas vacaciones, cuando trabajaba en Teherán, dos cráteres grandes según los estándares terranos. Pero podía caber un millar de ellos en ése de ahí abajo, en esa cosa, en ese agujero…
Corrió las cortinas y se vistió despacio, su boca imitando la forma de la sobrenatural caldera.
Una amable guía de Praxis llamada Adrienne, con la altura suficiente para ser una nativa marciana, pero con un marcado acento australiano, lo recogió y los llevó a él y a media docena de otros recién llegados a recorrer la ciudad. Resultó que se alojaban en la parte más baja de ésta. Pero Sheffield estaba extendiéndose para tener el máximo número de alojamientos con vistas sobre la caldera que tanto había desconcertado a Art.
Un ascensor los subió unos cincuenta pisos y los dejó en el vestíbulo de un nuevo y reluciente edificio de oficinas. Salieron por las grandes puertas giratorias y emergieron a un bulevar amplio y herboso. Pasaron ante edificios achaparrados con fachadas de piedra pulida y grandes ventanales, separados por calles estrechas y verdes, y ante muchos otros en diferentes estadios de construcción. Sería una hermosa ciudad: predominaban los edificios de tres o cuatro pisos, que se hacían cada vez más altos a medida que se avanzaba hacía el sur, lejos del borde de la caldera. Las calles verdes hervían de gente y pequeños tranvías circulaban por estrechos raíles tendidos sobre la hierba. Reinaba el bullicio y la excitación, sin duda a causa de la llegada del nuevo ascensor. Una ciudad en auge.
El primer sitio que visitaron fue un estrecho parque curvo atravesado por un bulevar que daba sobre la caldera. Se acercaron a una casi invisible tienda que envolvía la ciudad, sostenida por transparentes arcos geodésicos anclados en un muro perimétrico de un metro de altura.
—La tienda tiene que ser más fuerte aquí en Pavonis —les explicó Adrienne— porque la atmósfera exterior es aún muy tenue. Por más que hagamos siempre será un diez por ciento más tenue que en las tierras bajas.
Después los llevó a una burbuja de observación que sobresalía en el muro de la tienda. El suelo de la burbuja era transparente, si miraban hacia abajo entre sus píes tenían una vista directa del fondo de la caldera, unos cinco mil metros más abajo. Todos lanzaron exclamaciones, alborozados, y Art se balanceó sobre el suelo transparente, un poco incómodo. Tenía una perspectiva de todo el ancho de la caldera: el borde norte se encontraba a la misma distancia que el Monte Tamalpais y las colinas Napa cuando uno descendía sobre el aeropuerto de San José. Ésa no era una distancia extraordinaria. Pero la profundidad, la profundidad más de cinco mil metros…
—¡Menudo agujero, eh! —exclamó Adrienne.
Unos telescopios fijos y unas placas con mapas les permitieron localizar el primitivo Sheffield, en el fondo de la caldera. Art se había equivocado al creer inviolada la naturaleza de la caldera: los insignificantes taludes al pie de la pared del acantilado, en los que se advertían algunos centelleos, eran en realidad las ruinas de la ciudad original.
Adrienne describió con sumo placer la destrucción de la ciudad en 2061. La caída del cable del ascensor había aplastado los barrios al este del Enchufe en los primeros momentos. Pero después el cable había rodeado todo el planeta y descargado un segundo golpe brutal en la zona sur, que había hecho ceder una falla en el borde de basalto cuya existencia se desconocía. Casi un tercio de la ciudad estaba en el lado indebido de la falla y se precipitó hacia el fondo de la caldera. Los dos tercios restantes fueron aplastados por el cable. Los habitantes habían sido evacuados en las cuatro horas que mediaron entre el desprendimiento de Clarke y la segunda vuelta del cable, por lo que la pérdida de vidas fue mínima. Pero Sheffield había quedado arrasada por completo.
Durante muchos años, les siguió explicando Adrienne, el lugar había permanecido abandonado, una ciudad en ruinas como tantas otras después de la sublevación del sesenta y uno. La mayoría nunca fueron reconstruidas, pero Sheffield seguía siendo el lugar ideal para anclar un ascensor espacial. Subarashii empezó a organizar la construcción en el espacio de un nuevo ascensor a finales de la década de 2080, y muy pronto se acometió la reconstrucción en la superficie. Un detallado estudio areológico descubrió la existencia de otras fallas en el borde sur, lo que justificó la construcción en el mismo lugar que antes. Los vehículos de demolición arrojaron las ruinas de la antigua ciudad por el borde, habilitaron la sección más oriental de la ciudad, la zona del viejo Enchufe, como una suerte de monumento conmemorativo del desastre, que justificó el desarrollo de una pequeña industria turística, la principal fuente de ingresos en los años improductivos que precedieron a la reinstalación del ascensor.
La siguiente etapa de la visita los llevó al exterior para ver esa pizca de historia en conserva. Tomaron un tranvía hasta una puerta en el muro este, y luego, a través de un tubo transparente, pasaron a una tienda más pequeña que cubría las ruinas calcinadas, la mole de hormigón del viejo Enchufe y el cabo inferior del cable caído. Caminaron por un sendero acordonado del que se habían quitado las ruinas, mirando con curiosidad los fundamentos y las tuberías retorcidas. Parecía el resultado de un bombardeo masivo.
Se detuvieron un momento bajo el extremo del cable, y Art lo observó con interés profesional. El gran cilindro de filamentos de carbono ennegrecidos parecía haber sufrido pocos daños en la caída, aunque lo cierto era que esa parte había golpeado Marte con menos fuerza. El extremo se había desplomado en el interior del gran bunker de hormigón del Enchufe, explicó Adrienne, y luego fue arrastrado un par de kilómetros cuando el cable se precipitó por la pendiente oriental de Pavonis. Eso no era demasiado para un material diseñado para soportar la tracción de un asteroide que giraba más allá del punto areosincrónico.
Y ahí estaba, como esperando que volviesen a colocarlo en su lugar: cilíndrico, dos pisos de altura, la masa ennegrecida incrustada de acero y anillos. La tienda sólo cubría unos cien metros de cable; después se extendía al descubierto sobre la ancha meseta, hacia el este, hasta desaparecer por el borde, el horizonte que veían. Desde fuera de la ciudad se apreciaba mejor el inmenso Monte Pavonis: el borde tenía una extensión pasmosa, una rosquilla de tierra llana de unos treinta kilómetros de ancho, desde el abrupto borde interior de la caldera hasta la caída más gradual de las laderas del volcán. Desde el lugar en que estaban no alcanzaba a verse nada del resto de Marte, y tenían la sensación de estar de pie en un encumbrado mundo circular, bajo un cielo azul.
Al sur, el nuevo Enchufe parecía un titánico bunker de hormigón: el nuevo cable del ascensor se levantaba hacia el cielo como una versión del truco indio de la soga, delgado, negro y recto como una plomada. La porción visible parecía un rascacielos muy alto, y dada la desolación que lo rodeaba y la inmensidad del desnudo pico rocoso del volcán, parecía muy frágil, como si fuese un único filamento de nanotubo de carbono y no un manojo de millones de ellos, la estructura más resistente jamás creada.