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—Ahora estamos clasificando los superbuckies para cuando llegue su cromatógrafo de iones.

—Comprendo —dijo Art.

Art había trabajado con cromatógrafos de iones en los análisis en Georgia, y ésa era la razón aparente para que lo enviaran allí, al fin del mundo. En los días que siguieron, Zafir y algunos técnicos instruyeron a Art en el manejo de la Bestia. Acabada la clase solían comer juntos en un pequeño restaurante en la tienda de las afueras en el borde este. Después de la puesta de sol tenían una vista magnífica de Sheffield, a unos treinta kilómetros sobre el borde curvo, resplandeciendo en el atardecer como una lámpara suspendida sobre el abismo negro.

Mientras comían y bebían, las conversaciones rara vez derivaban hacia el proyecto de Art, y considerando la cuestión Art concluyó que tal vez se trataba de una cortesía deliberada por parte de sus colegas. La Bestia funcionaba de manera autónoma y a pleno rendimiento, y aunque la clasificación de los recién descubiertos fullerenes rellenos planteaba algunos problemas, seguro que allí había técnicos en cromatógrafos de iones que podían solucionarlos sin necesidad de ayuda. Por tanto, no había razón para que Praxis mandase a Art desde la Tierra. Tenía que haber gato encerrado. Y por eso el grupo evitaba el tema, para que Art no se viera obligado a mentir, encogerse de hombros o apelar de manera explícita a la confidencialidad.

Art se habría sentido incómodo en cualquiera de esas actitudes, y apreció el tacto que demostraban. Pero eso imponía también una cierta distancia en las conversaciones. Fuera de las clases de orientación raras veces coincidía con los otros recién llegados de Praxis, y no conocía a nadie mas en la ciudad o en el planeta. Se sentía un poco solo y veía transcurrir los días con una creciente sensación de inquietud, de opresión incluso. Seguía ocultando el panorama de la caldera con las cortinas y comía en restaurantes alejados del borde. La situación empezó a parecerse a la vivida en el Ganesh, que ahora recordaba como terrible. Algunas veces tenía que rechazar la sensación de que había sido un error dejar la Tierra.

Por eso, después de la última charla de orientación, en un almuerzo informal en el edificio de Praxis, Art bebió más de lo acostumbrado e inhaló de una alta bombona un poco de óxido nitroso. Le habían dicho que la inhalación de drogas recreativas era una costumbre bastante extendida entre los obreros de la construcción marcianos, e incluso había pequeñas bombonas de diversos gases en los expendedores de algunos lavabos públicos. En verdad, el óxido nitroso incrementaba la cualidad burbujeante del champán; era una buena combinación, como los cacahuetes y la cerveza, o el helado y la tarta de manzana.

Luego paseó por las calles de Sheffield saltando erráticamente, sintiendo que el champán nitroso combinado con la gravedad marciana lo hacía sentirse demasiado ligero. Técnicamente pesaba alrededor de cuarenta kilos en Marte, pero mientras caminaba se sentía como si sólo fueran cinco. Una sensación extraña y desagradable. Como si caminase sobre vidrio encerado.

Estuvo a punto de chocar con un hombre joven, un poco más alto que él, de cabellos negros, esbelto y grácil como un pájaro, que lo esquivó y luego lo ayudó a mantener el equilibrio, todo con el mismo movimiento suave y fluido.

El joven lo miró a los ojos.

—¿Es usted Arthur Randolph?

—Sí —contestó Art sorprendido—. Yo soy. ¿Y quién es usted?

—Soy la persona que contactó con William Fort —dijo el joven.

Art se detuvo bruscamente, y se balanceó. El joven lo mantuvo derecho con una suave presión, y Art sintió el calor de la mano en su brazo. El joven sonreía amigablemente y su mirada era franca. Debía de tener unos veinticinco años, juzgó Art, o tal vez menos; un joven apuesto de piel cobriza, gruesas cejas negras y ojos ligeramente asiáticos sobre unos pómulos prominentes. Una mirada inteligente y curiosa, y un magnetismo indefinible.

A Art le cayó bien sin que pudiera decir por qué. Era sólo una sensación.

—Llámame Art —dijo.

—Yo soy Nirgal —dijo el joven—. Bajemos al Parque del Mirador.

Art lo siguió por el herboso bulevar que llevaba al parque del borde. Allí pasearon por el sendero que corría junto al muro exterior, y Nirgal lo ayudó a controlar sus movimientos de borracho.

—¿Para qué ha venido? —preguntó Nirgal, y su voz y su expresión indicaban que no se trataba de una pregunta superficial.

Art fue cauto.

—Para ayudar.

—Así pues, ¿se unirá a nosotros?

De nuevo la actitud del joven reveló que se refería a algo diferente, fundamental.

Y Art contestó:

—Sí. Cuando ustedes quieran.

Nirgal sonrió, una rápida sonrisa de deleite que dominó sólo en parte antes de decir:

—Bien. Estupendo. Pero mire, debe saber que estoy haciendo esto por mi cuenta. ¿Comprende? Hay gente que no lo aprobaría. Por eso quiero que usted se introduzca entre nosotros como si fuese por accidente. ¿Le parece bien?

—Me parece bien. —Art sacudió la cabeza, confuso.— Es como pensaba hacerlo de todas maneras.

Nirgal se detuvo junto a la burbuja de observación, tomó la mano de Art y la retuvo. Su mirada, franca e impávida, era otro tipo de contacto.

—Bien. Gracias. De momento siga con lo que ha estado haciendo. Continúe con su proyecto de recuperación; nosotros lo recogeremos. Después volveremos a encontrarnos.

Y se marchó, cruzando el parque en dirección a la estación de trenes, moviéndose con los pasos delicados y largos propios de los jóvenes nativos. Art lo observó, tratando de recordar todos los detalles del encuentro y determinar por qué había sido tan denso. La mirada del joven, decidió; no la intensidad inconsciente que uno ve a veces en los jóvenes, sino otra cosa, una especie de energía humorística. Recordó la risa súbita del muchacho cuando Art había dicho (prometido) que se uniría a ellos. Art sonrió.

Cuando regresó a la habitación fue derecho a la ventana y descorrió las cortinas. Se sentó a la mesa que había junto a la ventana, activó el atril y buscó Nirgal. No había ninguna persona con ese nombre en los registros. Había un Nirgal Vallis, entre la Cuenca de Argyre y Valles Marineris, uno de los mejores ejemplos de canales excavados por el agua del planeta, decía el atril, largo y sinuoso. La palabra era el nombre babilonio de Marte.

Art volvió a la ventana y pegó la nariz al cristal. Miró abajo, hacia la garganta de la cosa, al corazón rocoso del monstruo. Las curvas surcadas de bandas horizontales, la ancha llanura circular tan lejos y tan abajo, la línea brusca donde se encontraba con el muro, los infinitos matices de castaño, orín, negro, tostado, anaranjado, amarillo, rojo… rojo allá donde mirase, todas las variaciones del rojo… Bebió el paisaje, por primera vez sin miedo. Y mientras contemplaba el enorme corazón del planeta, un nuevo sentimiento saltó y reemplazó al miedo, y él se estremeció y saltó también, en una pequeña danza. Podía afrontar esa vista. Podía afrontar la gravedad. Había conocido a un marciano, un miembro de la resistencia, un joven con un extraño carisma, y lo volvería a ver, y conocería a otros… Estaba en Marte.

Unos días más tarde, en la pendiente occidental del Monte Pavonis, Art conducía un pequeño rover por una estrecha carretera paralela a una franja de escombros volcánicos con lo que parecía la vía de un tren cremallera encima. Había enviado un último mensaje codificado a Fort en el que le decía que partía, y había recibido la única respuesta hasta el momento: Buen viaje.

La primera hora de marcha le deparó un paisaje que todos le habían anunciado como el más espectacular. Pasó por encima del borde occidental de la caldera y empezó el descenso de la pendiente externa del vasto volcán. Esto ocurría sesenta kilómetros al este de Sheffield. Dejó atrás el borde sudoeste de la vasta meseta y muy abajo y muy lejos apareció un horizonte: una franja blanca y brumosa, ligeramente curva, como la vista que se tenía de la Tierra desde la ventanilla de un avión espacial. Y en cierto modo era lo mismo, porque la cumbre de Pavonis se levantaba unos veintiocho mil metros sobre Amazonis Planitia. Era un panorama soberbio, el recordatorio más contundente de la formidable altura de los volcanes de Tharsis. Y de hecho, en esos momentos tenía una magnífica vista del Monte Arsia, el volcán más meridional de los tres que jalonaban Tharsis, que se levantaba en el horizonte a su izquierda como un planeta vecino. ¡Y lo que parecía una nube negra al noroeste, en la línea del horizonte podía muy bien ser el Monte Olimpo!