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Así que aunque aquel primer día de viaje fue todo cuesta atajo, Art mantuvo alto el ánimo. «¡Toto, es imposible que esto sea Kansas todavía!

¡Hemos salido… a visitar al mago! ¡El maravilloso mago de Marte!»

La carretera corría paralela a la línea de caída del cable, había golpeado la cara oeste de Tharsis con una fuerza tremenda, no tanta como durante la vuelta final, desde luego, pero si para crear los interesantes superbuckies que Art tenía que estudiar. Pero la Bestia con la que iba a reunirse ya había recuperado el material del cable en esa zona. Lo único que quedaba era una vía férrea de aspecto anticuado y otra de tren cremallera. La Bestia había fabricado esas vías a partir del carbono del cable, y había utilizado otras partes del cable y magnesio del suelo para construir vagonetas con alimentación autónoma que subían el material recuperado por la pendiente de Pavonis hasta las instalaciones de Oroboro en Sheffield. Un buen trabajo, pensó Art mientras observaba el avance de una pequeña vagoneta robot por la vía que llevaba a la ciudad. La vagoneta, negra y achaparrada, y movida por un sencillo motor que se agarraba a la vía cremallera, sin duda llevaba filamentos de nanotubo de carbono bajo aquel gran bloque rectangular de diamante. Art había oído hablar de eso en Sheffield, y no se sorprendió al verlo. El diamante se había recuperado de la doble hélice que reforzaba el cable, pero los bloques en realidad eran mucho menos valiosos que el filamento de carbono. Eran como una escotilla llamativa y nada más. Pero eran bonitos. En el segundo día de viaje, Art dejó atrás el inmenso cono de Pavonis y entró en la protuberancia de Tharsis propiamente dicha. Allí el terreno estaba sembrado de rocas y cráteres de meteoritos en mayor proporción que en la ladera del volcán. Y en las zonas bajas todo estaba cubierto por un manto de nieve y arena, a partes iguales. Ésa era la pendiente de los neveros de Tharsis oeste, una zona donde las tormentas que venían del oeste descargaban montañas de nieve que nunca se derretía; se acumulaba año tras año y compactaba la nieve del fondo. De momento se trataba sólo de nieve aplastada, neveros, pero con los años la compactación convertiría las capas inferiores en hielo, y las vertientes serían glaciares.

Las pendientes estaban puntuadas por grandes rocas y pequeños anillos de cráteres, la mayoría de menos de un kilómetro de diámetro, y si no hubiese sido por la nieve arenosa que los llenaba se habría dicho que se habían abierto el día antes.

Art divisó a la Bestia a muchos kilómetros de distancia, recuperando el cable. La parte superior asomó en el horizonte occidental y durante la hora siguiente el resto fue haciéndose visible. La vasta pendiente desnuda parecía más pequeña que su gemela en el este. Pero cuando Art se acercó la Bestia se reveló tan grande como una manzana de bloques. Incluso tenía un agudo cuadrado en la base de un costado que parecía la entrada de un parking. Art condujo hacia ese agujero —la Bestia avanzaba tres kilómetros al día, de modo que no era ninguna hazaña alcanzarla—, y una vez dentro subió por una rampa curva que llevaba un túnel corto con una antecámara. Allí habló por radio con la de la Bestia, y unas puertas se cerraron detrás del rover; un minuto después pudo salir del coche y entrar en un ascensor, que le subió hasta la cubierta de observación.

No le llevó mucho tiempo darse cuenta de que la vida dentro de la Bestia no era precisamente excitante, y después de consultarlo con Sheffield y de echarle una ojeada al cromatógrafo de iones del laboratorio, Art volvió al coche y salió a explorar los alrededores. Así funcionaban las cosas cuando se trabajaba en la Bestia, le había asegurado Zafir. Los rovers eran como los peces piloto que nadan alrededor de una gran ballena, y aunque la vista desde la cubierta de observación era hermosa, la mayoría de la gente acababa pasando buena parte del tiempo conduciendo por el exterior.

Y lo mismo hizo Art. El cable caído que se extendía delante de la Bestia mostraba claramente que allí el impacto había sido mucho más duro que en el tramo inicial. Un tercio del diámetro había quedado enterrado, y el cilindro estaba aplastado y mostraba profundas grietas alargadas en los costados que dejaban al descubierto su estructura, formada por manojos de filamentos de nanotubo de carbono, una de las sustancias más resistentes conocidas por la ciencia de los materiales, aunque, según decían, el material del cable del ascensor actual era más fuerte aún.

La Bestia, cuatro veces más alta que el cable, trabajaba a horcajadas sobre esos escombros. El semicilindro carbonizado desaparecía en el interior de una abertura en la parte frontal; de las entrañas de la Bestia salía un estruendo sordo, lejano, casi subsónico. Y cada día, a eso de las dos de la tarde, una puerta en la parte trasera se abría sobre los raíles que excretaba la Bestia, y surgía una vagoneta coronada de diamante, centelleando a la luz del sol, y se deslizaba rumbo a Pavonis. Luego desaparecía por el alto horizonte oriental, en la aparente «depresión» que se abría ahora entre Art y Pavonis, unos diez minutos después de haber emergido de su creadora.

Después de presenciar la partida diaria, Art solía salir en uno de los peces piloto para estudiar cráteres y grandes bloques aislados, aunque en realidad buscaba a Nirgal, o lo esperaba. Después de varios días de esta rutina, añadió el hábito de ponerse un traje y dar un paseo por el exterior durante unas horas cada tarde, y caminando junto al cable o al pez piloto, o adentrándose en el terreno circundante.

Era un terreno de aspecto extraño, no sólo a causa de la distribución regular de millones de rocas negras, sino porque los vientos cargados de arena habían esculpido fantásticas figuras en la nieve endurecida: aristas, troncos, hondonadas, colas en forma de lágrima detrás de las piedras… Esas figuras recibían el nombre de sastrugi. Era divertido caminar entre aquellas extravagantes y aerodinámicas extrusiones de nieve rojiza.

Hizo lo mismo día tras día. La Bestia avanzaba lentamente hacia el oeste. Art descubrió que la cara superior de las rocas desnudas castigadas por el viento a menudo estaban coloreadas por copos diminutos, escamas de liquen rápido, una especie que crecía deprisa, al menos para un liquen. Art recogió un par de piedras, y se las llevó a la Bestia, y leyó sobre esos líquenes con curiosidad. Eran al parecer fruto de la ingeniería genética, líquenes criptoendoliticos, es decir, que vivían en la roca, y a esa altitud su vida era precaria. El artículo decía que empleaban casi el noventa y ocho por ciento de su energía para sobrevivir, y menos del dos por ciento para reproducirse, lo cual representaba un gran avance con respecto a los especímenes terranos de los que procedían.

Pasaron los días, y luego las semanas. ¿Qué podía hacer? Siguió recogiendo liquen. Una de las variedades criptoendolíticas que encontró fue la primera especie capaz de sobrevivir en la superficie marciana, decía el atril, y había sido diseñada por miembros de los míticos Primeros Cien. Partió algunas rocas para poder observarlos más de cerca, y descubrió franjas de liquen que crecían en el centímetro más periférico de la roca: primero una banda amarilla, debajo una banda azul y luego una verde. Después de ese descubrimiento se detenía a menudo durante sus paseos, se arrodillaba y pegaba el visor a las rocas coloreadas que asomaban entre la nieve, asombrado por las crujientes escamas y sus hermosos colores: amarillo, oliva, verde caqui, verde bosque, negro, gris.