Una tarde detuvo el pez piloto muy lejos al norte de la Bestia, y salió a dar un paseo y recoger muestras. Cuando regresó, la puerta de la antecámara lateral del pez piloto no se abría.
—¿Qué demonios sucede? —dijo en voz alta.
Había pasado mucho tiempo y ya había olvidado que tarde o temprano tenia que ocurrir algo. Y por lo visto el suceso se presentaba como un fallo electrónico, suponiendo que ése fuera el suceso… Llamó por el intercomunicador y probó todos los códigos que conocía en el teclado de la puerta de la antecámara, pero sin resultado. Y como no podía entrar, tampoco podía activar los sistemas de emergencia. El intercomunicador del casco tenía un alcance muy limitado —el horizonte, para ser exactos—, lo que en Pavonis se reducía a la medida marciana, es decir, sólo unos pocos kilómetros en todas las direcciones. La Bestia había desaparecido bajo el horizonte, y aunque probablemente podía llegar caminando hasta ella, habría un momento en que tanto la Bestia como el pez piloto estarían fuera de su vista, y él se encontraría solo, con un suministro de aire limitado…
De súbito el paisaje de sastrugi sucio asumió un matiz alienígena, tenebroso aun a la luz brillante del sol.
—Bueno, demonios —exclamó Art, tratando de pensar.
Después de todo estaba allí fuera para que la resistencia lo recogiese. Nirgal había dicho que parecería un accidente. Pero lo que estaba enfrentando podía no ser, desde luego, el accidente previsto; en cualquier caso, el pánico no le ayudaría. Sería mejor trabajar con la hipótesis de que se trataba de un problema real y tratar de resolverlo. Podía intentar llegar hasta la Bestia a pie o tratar de entrar en el pez piloto.
Todavía estaba pensando qué hacer y tecleando en el panel de la puerta como si fuera una estrella de la digitación cuando sintió unos golpecitos enérgicos en el hombro.
—¡Aaaah! —gritó, volviéndose de un salto.
Se encontró frente a dos personas con trajes y cascos viejos y arañados. A través de los visores podía verles la cara: una mujer con rostro de halcón, que parecía a punto de morderle, y un hombre bajo de rostro enjuto y negro, con gruesas trenzas canosas apretujadas contra los bordes del visor, como los marcos de cuerda que uno ve a veces en los restaurantes marineros.
Era el hombre quien le había tocado en el hombro. Levantó tres dedos, señalando la consola de muñeca de Art. Debía referirse a la frecuencia que utilizaban en el intercom. Art la sintonizó.
—¡Eh! —gritó, sintiéndose más aliviado de lo que debiera, considerando que probablemente aquello era un montaje de Nirgal y que en realidad nunca había estado en peligro—. ¡Eh! Me parece que el coche me ha dejado fuera. ¿Podrían llevarme?
Ellos lo miraron.
El hombre soltó una risotada espantosa.
—Bienvenido a Marte —dijo.
TERCERA PARTE
Deslizamiento largo
Ann Clayborne descendía por el Espolón de Ginebra. La carretera bajaba en zigzag y ella se detenía a menudo para tomar muestras de roca. La Autopista Transmarineris había sido abandonada después del 61, y ahora desaparecía bajo el sucio río de hielo y rocas que cubría el suelo de Coprates Chasma. La carretera era una reliquia arqueológica, un callejón sin salida.
Pero Ann estudiaba el Espolón de Ginebra, la porción final de un dique de lava mucho más largo, la mayor parte del cual estaba enterrada bajo la meseta que se extendía hacia el sur, uno de los varios diques —el cercano Melas Dorsa; el Felis Dorsa, más hacia el sur; el Solis Dorsa, hacía el oeste— perpendiculares a los cañones de Marineris y de un origen misterioso. Sin embargo, la pared sur de Melas Chasma había retrocedido, por colapso o por erosión, y la roca dura de uno de los diques había quedado al descubierto. Éste era el Espolón de Ginebra, que había proporcionado a los suizos una rampa perfecta para hacer bajar la carretera por la pared del cañón y que ahora le mostraba a Ann su hermosa base al descubierto. Era posible que el Espolón y sus diques hermanos se hubiesen formado por el agrietamiento concéntrico provocado por el levantamiento de Tharsis. Pero era igualmente posible que fuesen mucho más viejos, vestigios del sistema cuenca y cadena montañosa que predominaba en la antigüedad temprana, cuando el planeta estaba aún expandiéndose a causa de su fuerza. Si databa el basalto de la base del dique ayudaría a resolver la cuestión.
Conducía despacio el pequeño rover-roca por la carretera cubierta de hielo. Los movimientos del coche debían ser perfectamente visibles desde el espacio, pero no le importaba. Había recorrido el hemisferio meridional durante el año anterior sin tomar ninguna precaución, excepto cuando se acercaba a uno de los refugios para avituallarse, y nunca había ocurrido nada.
Alcanzó la base del Espolón, a corta distancia del río de hielo y roca que ahogaba el suelo del cañón. Salió del coche y arrancó unas muestras de la base de la última zanja con su martillo de geólogo. Estaba de espaldas al inmenso glaciar, sin prestarle la menor atención, concentrada en el basalto. El dique se elevaba ante ella hacia el sol, una rampa perfecta hasta la cima del acantilado, de tres mil metros de altura y que se prolongaba cincuenta kilómetros hacia el sur. A ambos lados del Espolón el inmenso acantilado sur de Melas Chasma se curvaba formando gigantescas ensenadas de extremos prominentes, a la izquierda, sobre el horizonte lejano, un punto insignificante, y a sesenta kilómetros a la derecha, un promontorio inmenso que Ann llamaba Cabo Solis.
Mucho tiempo atrás Ann había dicho que la hidratación de la atmósfera aceleraría mucho la erosión, y en el acantilado que rodeaba el Espolón había signos que confirmaban esa predicción. La ensenada entre el Espolón de Ginebra y Cabo Solis siempre había sido profunda, pero unos aludes recientes revelaban que su profundidad crecía deprisa. Sin embargo, incluso las cicatrices más frescas, igual que el resto de los barrancos y estratos del acantilado, estaban cubiertas de escarcha. La gran pared tenía la coloración de Sión o Bryce después de una nevada: montículos rojos rayados de blanco.
En el suelo del cañón, a uno o dos kilómetros al oeste del Espolón de Ginebra y paralela a él, había una cresta negra muy baja. Intrigada, Ann caminó hasta ella. Al examinar de cerca la cresta, que no le llegaba más allá del pecho, descubrió que parecía estar constituida del mismo basalto que el Espolón. Sacó el martillo y arrancó una muestra.
Advirtió un movimiento por el rabillo del ojo y se incorporó para mirar. El Cabo Solis estaba perdiendo la nariz. Una nube roja se hinchaba en la base de la pared.
¡Un corrimiento de tierras! Activó el cronómetro, bajó los binoculares sobre el visor y graduó el objetivo hasta que tuvo el promontorio distante bien enfocado. La nueva roca dejada al descubierto por la ruptura era negruzca y parecía casi verticaclass="underline" una falla de enfriamiento en el dique, quizá… si es que se trataba de un dique. La roca parecía basalto. Y parecía también que la fisura se había extendido por los cuatro mil metros de altura del acantilado.
El frente del acantilado desapareció en la nube de polvo, que se hinchaba como si hubiese estallado una gigantesca bomba. Una explosión, casi subsónica, fue seguida por un débil bramido, como el de trueno lejano. Miró su muñeca: poco menos de cuatro minutos. La velocidad del sonido en Marte era de 252 metros por segundo: la distancia de sesenta kilómetros quedó pues confirmada. Había presenciado el desprendimiento casi desde el principio.