En el interior de la ensenada, una porción más pequeña del acantilado se desplomó también, sin duda a causa de las ondas de choque. Pero parecía una piedrecita que caía en comparación con el promontorio colapsado, que tenía que estar compuesto de millones de metros cúbicos de roca. Era fantástico contemplar uno de los grandes desprendimientos de tierra: la mayoría de areólogos y geólogos tenían que conformarse con simulaciones por ordenador. Unas pocas semanas en Valles Marineris les solucionaría el problema.
Y allí venía, deslizándose sobre el suelo por el borde del glaciar, una masa negra de poca altura coronada por una nube de polvo encrespada, como en un film ralentizado de un cumulonimbo aproximándose con efectos de sonido incluidos. La masa estaba a bastante distancia del cabo, y con un sobresalto Ann se dio cuenta de que estaba presenciando un desprendimiento de tierra con deslizamiento largo. Se trataba de un fenómeno extraño, uno de los enigmas no resueltos de la geología. La gran mayoría de los deslizamientos avanzaban horizontalmente menos del doble de la altura de caída. Pero algunos de los más grandes parecían desafiar las leyes de la fricción, y recorrían horizontalmente diez veces su caída vertical, y a veces incluso veinte o treinta veces. Recibían el nombre de deslizamientos largos, y nadie había descubierto por qué ocurrían. El Cabo Solis había caído cuatro kilómetros, y por tanto tendría que haber recorrido no más de ocho. Pero ahí estaba, avanzando cañón abajo por el suelo de Melas, directamente hacia Ann. Si recorría sólo quince veces su caída vertical, pasaría por encima de ella y se estrellaría contra el Espolón de Ginebra.
Ajustó el objetivo de los binoculares para enfocar el frente del desprendimiento, visible sólo como una masa agitada bajo la nube de polvo ondulante. Advirtió que su mano temblaba contra el visor, pero no sentía miedo, ni pesar… sólo una sensación de liberación. Todo terminaba ya, y no era culpa de ella. Nadie podría culparla por eso. Ella siempre había dicho que la terraformación la mataría. Rió brevemente y luego entrecerró los ojos, tratando de enfocar mejor el frente de roca. Las primeras hipótesis para explicar los deslizamientos largos confirmaban que la roca se deslizaba sobre una capa de aire atrapada bajo el muro; pero antiguos deslizamientos largos descubiertos en Marte y la Luna habían puesto en duda esa explicación, y Ann coincidía con quienes argumentaban que el aire atrapado bajo la roca se difundía rápidamente hacia la superficie. No obstante, tenía que haber alguna clase de lubricante, y otras teorías proponían una capa de roca fundida originada por la fricción del deslizamiento, ondas acústicas causadas por la caída, o la fricción altamente energética de las partículas atrapadas en la base del deslizamiento. Ninguna de estas hipótesis era del todo satisfactoria, y no había certezas. Lo que se estaba acercando a ella era un misterio fenomenológico.
No había indicios en la masa que se aproximaba bajo la nube de polvo que favoreciera una de esas teorías. Desde luego, no tenía el brillo incandescente de la lava fundida, no había manera de juzgar si era lo suficientemente intenso como para cabalgar sobre su propio estampido sónico. Avanzaba, en cualquier caso, y al parecer Ann iba a tener la ocasión de investigar el fenómeno in situ: su última contribución a la geología, perdida en el momento de realizarla.
Comprobó el cronómetro, y le sorprendió descubrir que ya habían transcurrido veinte minutos. Los deslizamientos largos eran conocidos por su velocidad; el deslizamiento de Blackhawk en el Mojave había avanzado a una velocidad estimada de 120 kilómetros por hora, y eso que bajaba por una pendiente de sólo dos grados. Melas era un poco más empinada. Y el frente del deslizamiento se acercaba deprisa. El sonido estaba subiendo, como el de un trueno cercano. La nube de polvo se elevó y ocultó el sol del atardecer.
Ann se volvió y contempló el gran glaciar de Marineris. Había estado a punto de morir allí en más de una ocasión, cuando era un acuífero reventado fluyendo por las grandes cañones. Y Frank Chalmers había muerto allí, y yacía sepultado en algún lugar bajo el hielo, muy lejos corriente abajo. Muerto a causa de un error de ella, y el remordimiento nunca la había abandonado. Sólo había sido un momento de distracción, pero un error al fin y al cabo. Y algunos errores son irreparables.
Y luego también había muerto Simón, sepultado por una avalancha de sus propios glóbulos blancos. Ahora le tocaba a ella. La sensación de alivio era tan aguda que le dolía.
Se encaró con la avalancha. La roca visible en la base parecía rebotar, parecía, pero no se deslizaba sobre sí misma como una ola desigual. Entonces era cierto que lo hacía sobre algún tipo de lubricante. Los geólogos habían descubierto praderas casi intactas en la superficie de desprendimientos de tierra que se habían desplazado muchos kilómetros, así que esto confirmaba lo que ya se sabía; pero seguía pareciendo muy extraño, incluso irreaclass="underline" una muralla baja que avanzaba sobre el suelo sin rodamientos, como por arte de magia. El suelo temblaba bajo sus pies, y descubrió que apretaba los puños. Pensó en Simón, luchando con la muerte y siseó. Le parecía injustificable pararse allí esperando el fin; Ann sabía que él no lo aprobaría. Y como homenaje a su espíritu, Ann bajó de la cresta de lava y se apoyó en la rodilla detrás de ella. El grano grueso del basalto se veía mate. Sintió las vibraciones y levantó la vista al cielo. Había hecho lo que había podido, nadie podía culparla. De todas maneras era estúpido que pensara en esas cosas: nadie sabría nunca lo que ella hacía allí, ni siquiera Simón. Él se había ido. Y el Simón que habitaba en su interior nunca dejaría de atormentarla, sin importar la que hiciese. Era hora de descansar y dar las gracias. La nube de polvo rodó sobre la cresta, se levantó un viento súbito…
¡Boom! El impacto acústico la derribó, y luego la levantó y la arrastró por el suelo, y las rocas la aporrearon. La envolvió la oscuridad, estaba a cuatro patas, rodeada de polvo, el fragor de las rocas que lo llenaba todo, el suelo se sacudía bajo sus pies como un animal salvaje…
Las sacudidas disminuyeron. Aún estaba a cuatro patas, y sentía la roca fría a través de los guantes y las rodilleras. Ráfagas de viento despejaron poco a poco el aire. Ann estaba cubierta de polvo y pequeños fragmentos de roca.
Temblorosa, se puso de pie. Le dolían las palmas de las manos y las rodillas, y una de las rótulas estaba entumecida por el frío. Se había torcido la muñeca izquierda, y sintió una punzada de dolor. Se encaramó a la cresta y miró alrededor. El deslizamiento se había detenido a unos treinta metros. El terreno que había en medio estaba cubierto de cascotes, pero el borde del desprendimiento era una pared negra de basalto pulverizado, inclinada hacia atrás en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y de veinte o veinticinco metros de altura. Si se hubiese quedado de pie sobre la cresta, el impacto del aire la habría matado.
—Maldito seas —le dijo a Simón.
El borde norte había corrido hasta el glaciar de Melas derritiendo el hielo y mezclándose con él en una humeante artesa de rocas y barro. La nube de polvo impedía ver con claridad. Ann se acercó al pie del desprendimiento. La roca de la base todavía estaba caliente y no parecía más fracturada que la de arriba. Ann contempló el nuevo muro negro; le zumbaban los oídos. No es justo, pensó. No es justo.