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Regresó al Espolón de Ginebra, mareada y aturdida. El rover seguía en la carretera sin salida, cubierto de polvo pero intacto. Durante unos minutos se negó a tocarlo. Volvió la vista hacia la larga masa humeante del desprendimiento: un glaciar negro junto a uno blanco. Al fin, abrió la puerta de la antecámara y se metió dentro. No tenía elección.

Ann conducía un poco cada día, salía y paseaba por el planeta, y continuaba con su trabajo obstinadamente, como un autómata.

A ambos lados de la protuberancia de Tharsis se abría una depresión. Al oeste, Amazonis Planitia, una llanura baja que se internaba profundamente en las zonas altas del sur. Al este, la Artesa de Chryse, una depresión que nacía en la Cuenca de Argyre y atravesaba Margaritifer Sinus y Chryse Planitia, su punto más bajo. La media de altura de la artesa era dos mil metros más baja que sus alrededores, y el terreno caótico marciano y buena parte de los antiguos canales de inundación se encontraban en ella.

Ann condujo en dirección este siguiendo el borde meridional de Marineris hasta que se encontró entre Nirgal Vallis y el Aureum Chaos. Se detuvo para reabastecerse en el refugio Dolmen Tor, el lugar a donde Michel y Kasei los habían llevado en la parte final de su escapada por Marineris, en 2061. Ver de nuevo el pequeño refugio no la afectó; apenas lo recordaba. Todos los recuerdos estaban desvaneciéndose, y eso la confortaba. En verdad, ella lo fomentaba concentrándose en el presente con tal intensidad que incluso los instantes se desvanecían, fogonazos que rasgaban la niebla, como los recuerdos en su mente.

Con toda seguridad, la artesa era anterior al caos y los canales de inundación. La protuberancia de Tharsis había sido una tremenda fuente de desgasificación: las fracturas radiales y concéntricas que la rodeaban habían arrojado a la atmósfera los elementos volátiles emanados por el núcleo caliente del planeta. El agua del regolito se había escurrido por las pendientes hacia las depresiones a ambos lados de la protuberancia. Era posible que las drepesiones fueran el resultado directo del levantamiento de la protuberancia, que la litosfera se hubiese curvado hacia abajo en las cercanías de los puntos donde había sido empujada hacia arriba. O podía ser que el manto se hubiese hundido bajo las depresiones, del mismo modo que se había levantado bajo la protuberancia. Los modelos de convección estándar avalaban esa hipótesis, el flujo ascendente tenía que retroceder en algún punto, después de todo, plegándose a los lados y arrastrando la litosfera hacia abajo en el retroceso.

Mientras tanto, en el regolito el agua se había escurrido por las pendientes según su costumbre, y se había acumulado en las artesas, hasta que los acuíferos reventaron y la corteza que los cubría se colapso: de ahí los canales de inundación y el caos. Era un buen modelo de trabajo, plausible y sólido, y explicaba muchos accidentes areológicos.

Ann pasaba los días conduciendo y caminando, buscando una confirmación de la hipótesis de la convección del manto para la artesa de Chryse, vagando por la superficie del planeta, comprobando viejos sismógrafos y recogiendo muestras de roca. Era difícil abrirse camino en la parte norte de la artesa; los acuíferos reventados en 2061 casi bloquearon el camino, y dejaron sólo una estrecha franja entre el extremo oriental del gran glaciar de Marineris y la vertiente occidental de un glaciar menor que ocupaba todo el Ares Vallis. Esa franja era la única manera de cruzar el ecuador al este de Noctis Labyrinthus sin meterse en el hielo, y Noctis estaba a seis mil kilómetros de distancia. Por eso habían construido una pista y una carretera sobre la franja, y se había levantado una ciudad tienda bastante grande en el borde del cráter Galileo. Al sur de Galileo la porción más estrecha de la franja sólo tenía cuarenta kilómetros de ancho, una zona de llanura navegable localizada entre la estribación oriental de Hydaspis Chaos y la parte occidental de Aram Chaos. Conducir por esa zona era complicado, y Ann avanzaba por el borde de Aram Chaos mirando el terreno destrozado.

Al norte de Galilei el camino mejoró. Y casi sin darse cuenta ya había dejado atrás la franja, y estaba en Chryse Planitia. Ése era el corazón de la artesa: tenía un potencial gravitatorio de —0.65; el punto más ligero del planeta, más aún que Hellas o Isidis.

Pero un día condujo hasta lo alto de una colina solitaria y descubrió que había un mar de hielo en medio de Chryse. Un glaciar había bajado desde Simud Vallis acumulándose en el punto bajo de Chryse, y se había extendido hasta convertirse en un mar de hielo que se perdía en los horizontes al norte, nordeste y noroeste. Ann rodeó lentamente la orilla occidental y luego la orilla norte. El mar tenía unos doscientos kilómetros de ancho.

Cierto día, al caer la tarde, detuvo el rover en el borde de un cráter fantasmal y contempló la extensión de hielo quebrado: había habido tantos reventones en 2061… Buenos areólogos estaban trabajando con los rebeldes en aquellos días: localizaban los acuíferos y preparaban explosiones o fusiones de reactor en el punto preciso donde las presiones hidrostáticas eran mayores. Era evidente que habían utilizado muchos de los descubrimientos de Ann.

Pero eso pertenecía al pasado, ahora desterrado. Todo eso se había ido. En aquel momento, sólo existía ese mar de hielo. Los viejos sismógrafos que había recuperado registraban sismos recientes en el norte, donde tendría que haber una actividad escasa. Quizá la fusión del casquete polar norte estaba empujando la litosfera hacia arriba, provocando así una multitud de pequeños aremotos. Pero los temblores registrados eran de período corto, más parecidos a explosiones que a aremotos. Había pasado más de una tarde estudiando la pantalla de la IA del rover, intrigada.

Conducía y caminaba. Dejó atrás el mar de hielo y siguió viajando en dirección norte, hacia Acidalia.

Las grandes llanuras del hemisferio norte se definían por lo general como regulares, y ciertamente lo eran comparadas con el caos o con las tierras altas del sur. Pero eso no significaba que fuesen llanas como un campo de deportes o la superficie de una mesa. Había ondulaciones por todas partes, montecillos y hondonadas, crestas de roca madre cuarteada, cuencas de acarreo, grandes campos rugosos de piedra, peñascos aislados y pequeños sumideros… Era un paisaje sobrenatural. En la Tierra, la tierra habría llenado las hondonadas, y el viento, el agua y la vida vegetal habrían erosionado las colinas desnudas, y todo el conjunto habría quedado sumergido o sería arrastrado o erosionado hasta la raíz por los hielos, o levantado por los movimientos tectónicos, todo arrasado y reconstruido docenas de veces durante eones, y siempre erosionado por los fenómenos meteorológicos y la biota. Pero esas antiquísimas llanuras onduladas, cuyas hondonadas habían sido excavadas por los impactos de los meteoritos, se habían mantenido intactas durante mil millones de años. Y se contaba entre las superficies más jóvenes de Marte.

Era difícil conducir por un terreno tan irregular, y bastante fácil perderse dando un paseo, sobre todo sí el coche de uno estaba tras una de las rocas esparcidas por doquier. Sobre todo si uno estaba distraído. Más de una vez Ann tuvo que encontrar el rover por la señal de radio, y una vez casi tropezó con él antes de reconocerlo. En esas ocasiones se despertaba, o recobraba la conciencia; con las manos temblorosas, sobresaltada por algún ensueño olvidado.

Las mejores rutas de conducción eran las crestas bajas y los diques de roca madre expuesta. Si esas elevadas carreteras basálticas hubiesen estado conectadas entre sí, todo habría sido fácil. Pero por lo común estaban hendidas por fallas transversales, que al principio no eran más que resquebrajaduras y luego se iban haciendo cada vez más profundas y más anchas a medida que uno avanzaba, en secuencias que recordaban una barra de pan cortada a rodajas, hasta que las fallas menguaban y se rellenaban de cascotes y arena menuda, y el dique volvía a ser parte de un campo de piedras.