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Continuó hacia el norte, hacia Vastitas Borealis. Acidalia, Borealis: los nombres antiguos eran tan extraños. Hacía lo posible por no pensar, pero durante las largas horas en el rover a veces era difícil evitarlo. En esas ocasiones era menos peligroso leer que tratar de mantener la mente en blanco. Así que escogía lecturas al azar de la biblioteca de su IA. A menudo acababa mirando mapas areológicos, y una tarde, a la puesta del sol, después de una de esas sesiones, estudió el origen de los nombres de Marte.

Resultó que la mayoría de los nombres procedían de Giovanni Schiaparelli. En sus mapas de telescopio había dado nombre a mas de un centenar de rasgos del albedo, muchos de ellos tan ilusorios como sus canedi. Pero cuando los astrónomos de 1950 habían regularizado un mapa de los rasgos del albedo con el que todos pudieran estar de acuerdo — accidentes que pudiesen fotografiarse—, muchos de los nombres de Schiaparelli se conservaron. Fue en cierto modo un tributo a su poder evocador. Schiaparelli era un burnanista y estudiante de astronomía bíblica, y en la nomenclatura que propuso había un batiburrillo de nombres latinos y griegos, y referencias bíblicas y homéricas. Pero tenía oído, había que reconocérselo. Una prueba de su talento era el contraste entre sus mapas y los de sus rivales del siglo XIX. El mapa de un ingles llamado Proctor, por ejemplo, se había basado en las descripciones de un tal reverendo William Dawes; y así, en el mapa de Proctor, en el que no había ninguna relación reconocible ni siquiera con los accidentes del albedo más conspicuos, existía un Continente Dawes, un Océano Dawes, un Estrecho Dawes, un Mar Dawes y una Bahía Bifurcada Dawes. Y también un Mar Etéreo, un Océano DeLaRue y un Mar de Beer. Había que reconocer que este último era un homenaje a un alemán, que había dibujado un mapa de Marte aún peor que el de Proctor. Comparado con ellos, Schiaparelli era un genio.

Pero no consistente. Y había algo erróneo en esa mezcla de referencias, algo peligroso. Los rasgos de Mercurio llevaban los nombres de grandes artistas, los de Venus, los de mujeres famosas. Podían conducir o volar sobre esos paisajes todo un día y sentir que vivían en un mundo coherente. Pero en Marte ellos paseaban sobre un horrendo revoltijo de sueños del pasado cuyos nombres no guardaban relación con el terreno reaclass="underline" el Lago del Sol, la Llanura del Oro, el Mar Rojo, la Montaña del Pavo Real, el Lago del Fénix, Cimmeria, Arcadia, el Golfo de las Perlas, el Nudo Gordiano, la Laguna Estigia, Hades, Utopía…

En las oscuras dunas de Vastitas Borealis las provisiones empezaron a escasear. Los sismógrafos registraban temblores diarios hacia el este, y Ann se encaminó hacia ellos. En sus paseos por el exterior estudiaba las dunas de arena granate y sus estratos, que revelaban los antiguos climas como los anillos de los árboles. Pero la nieve y los vientos estaban arrancando las crestas de las dunas. Los vientos del oeste podían ser muy fuertes, lo suficiente para levantar cortinas de arena de grano grueso y arrojarlas contra el vehículo. La arena siempre se depositaría formando dunas, era una cuestión de física, pero las dunas irían acelerando el paso en su lenta marcha alrededor del mundo, y el registro que ellas habían guardado de edades primitivas sería destruido.

Ann apartó ese pensamiento y estudió el fenómeno como si no hubiese nuevas fuerzas externas alterándolo. Se concentró en su tarea con la fuerza con que asía su martillo de geóloga para partir las rocas. El pasado iba siendo astillado pieza a pieza. Olvidado. Se negaba a pensar en él. Pero más de una vez salió bruscamente del sueño con la imagen de un deslizamiento largo avanzando hacia ella. Y entonces despertaba del todo, sudando y temblando, enfrentada al amanecer incandescente, el sol refulgiendo como trozo de azufre ardiente.

Coyote le había proporcionado un mapa con la situación de sus refugios ocultos, y Ann llegó a uno de ellos, enterrado en un grupo de bloques de piedra del tamaño de una casa. Se abasteció y dejó una breve nota de agradecimiento. El último itinerario que le había dado Coyote indicaba que se proponía pasar por esa zona muy pronto, pero no había señales de él, y esperar sería inútil. Continuó el viaje.

Conducía, caminaba. Pero no podía evitarlo: el recuerdo del deslizamiento la perseguía. Lo que la molestaba no era haber tenido una escaramuza con la muerte; eso le había ocurrido muchas veces, y seguramente sin que ella se diera cuenta. Lo que la molestaba era lo arbitrario del suceso. No tenía nada que ver con el valor o la aptitud; era puramente aleatorio. Un equilibrio discontinuo, pero sin equilibrio. Los efectos no eran consecuencia de las causas. Fue ella quien pasó demasiado tiempo en el exterior, exponiéndose a la radiación, pero fue Simón quien murió, y ella la que se había dormido al volante, pero fue Frank el que murió. Era pura casualidad, una supervivencia o desaparición accidental.

Costaba creer que la selección natural había intervenido de alguna forma en tal universo. Allí, bajo sus pies, en las depresiones entre las dunas, las arqueobacterias estaban desarrollándose en los granos de arena; pero la atmósfera estaba ganando oxígeno muy deprisa, y todas esas arqueobacterias morirían, excepto aquellas que se encontrasen bajo tierra por accidente, fuera del alcance del oxígeno que ellas mismas habían respirado, un oxígeno que era venenoso para ellas. ¿Selección natural o accidente? Te quedabas quieta, respirando gases, mientras la muerte corría a tu encuentro, y acababas cubierta de rocas y morías, o cubierta de polvo y vivías. Y nada de lo que hicieras decidía en esa disyuntiva. Nada de lo que hicieras importaba. Una tarde después de su paseo, mientras leía esperando la hora de la cena, se enteró de que la policía zarista se había llevado a Dostoievski para ejecutarlo. Pero lo habían devuelto a la prisión después de hacerlo esperar durante horas que le llegara el turno. Ann terminó de leer sobre el incidente y se sentó en el asiento del conductor, con los pies en el salpicadero, mirando la pantalla sin verla. Otro crepúsculo chillón se derramaba a través del parabrisas sobre ella, el sol extremadamente grande y brillante en la atmósfera que se espesaba. Dostoievski había cambiado para toda la vida, declaraba el escritor con la fácil omnisciencia de la biografía. Un epiléptico con propensión a la violencia y a la desesperanza. Ese hombre había sido incapaz de integrar la experiencia. Perpetuamente airado. Tímido. Poseído.

Ann meneó la cabeza y rió, furiosa con el idiota que no entendía nada. Claro que no integró la experiencia, porque no tenia sentido. La experiencia no podía ser integrada.

Al día siguiente, una torre asomó en el horizonte. Ann detuvo el coche y la observó a través del telescopio del rover. Detrás de la torre se extendía una densa niebla baja. Los temblores registrados por los sismógrafos eran muy intensos ahora, y parecían proceder de algún punto un poco más al norte. Incluso sintió uno, lo cual teniendo en cuenta los amortiguadores del coche, significaba que eran sismos muy fuertes. Era muy probable que estuviesen relacionados con la torre.

Salió del coche. Faltaba poco para el crepúsculo: el cielo era un gran arco de colores violentos y el sol se hundía en el oeste brumoso. Tendría el sol detrás y eso haría difícil que la vieran. Avanzó serpenteando entre las dunas, y se arrastró los últimos metros del camino. Trepó a una cresta y se asomó: divisó la torre a un kilómetro al este. Cuando vio lo cerca que estaba de la base del edificio, pegó la barbilla al suelo, entre deyecciones del tamaño de su casco.

Se trataba de una operación de perforación móvil importante. La enorme base estaba flanqueada por orugas gigantescas, como las que se usaban para mover los cohetes grandes en los puertos espaciales. La torre de perforación se elevaba sobre ese mastodonte más de sesenta metros, y en la base y la parte baja se alojaban los técnicos y se guardaba el equipo y los suministros.