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Más allá, a corta distancia bajando por una suave pendiente, había un mar de hielo. Inmediatamente al norte de la perforadora, las crestas de los grandes barjanes todavía asomaban entre el hielo, al principio como una playa llena de baches, luego como centenares de islas en forma de medialuna. Pero un par de kilómetros más allá las crestas desaparecían, y sólo había hielo.

El hielo era puro, limpio, de un púrpura translúcido bajo el sol poniente, más transparente que cualquier hielo que ella hubiese visto en la superficie marciana, y liso, no fracturado como en los glaciares. Humeaba débilmente, y el viento arrastraba el vapor escarchado hacia el este. Y allí, como hormigas, unas figuras con traje y casco patinaban sobre el hielo.

Comprendió todo en cuanto vio el hielo. Hacía mucho tiempo, ella misma había confirmado la teoría del gran impacto, que explicaba la dicotomía entre los hemisferios: el hemisferio norte, basto y liso, era una cuenca de impacto gigantesca, el resultado de una apenas imaginable colisión en la era antigua entre Marte y un planetesimal casi tan grande como él. La roca del cuerpo de impacto que no se había vaporizado se había integrado en Marte, y se debatía en las publicaciones especializadas si los movimientos irregulares del manto que habían originado la protuberancia de Tharsis eran desarrollos posteriores de las perturbaciones originadas por el impacto. Para Ann eso no era plausible, pero sí era evidente que el gran choque se había producido, destruyendo la superficie de todo el hemisferio norte hasta reducir su altura una medía de cuatro mil metros con relación al sur. Un impacto impresionante, pero así era la edad antigua. Era casi seguro que un impacto de magnitud similar hubiese provocado el nacimiento de la Luna a partir de la Tierra. De hecho, había algunos antiimpactistas que se resistían a aceptarlo argumentando que si Marte hubiese sido golpeado con esa dureza, habría tenido una luna del mismo tamaño.

Pero ahora, tendida en el suelo, mirando la plataforma de perforación, recordó que el hemisferio norte era aún más bajo de lo que había parecido en un primer momento: el suelo de roca madre estaba a una profundidad de cinco mil metros bajo las dunas. El impacto había alcanzado esa profundidad, y luego la depresión se había vuelto a llenar en su mayor parte con una mezcla de deyecciones procedentes del mismo impacto, gravas y arenas transportadas por el viento, materiales de impactos posteriores, materiales de erosión que caían de la pendiente del Gran Acantilado. Y agua. Sí, agua, que buscaba el punto más bajo, como siempre. El agua del manto anual de escarcha y de los antiguos acuíferos reventados y de la desgasificación de las burbujas en el lecho de roca, y de la sublimación del hielo del casquete polar, con el tiempo había migrado a esa zona profunda, y se había combinado para formar una enorme reserva subterránea, un embalse de hielo y agua líquida que formaba una banda subyacente alrededor del planeta al norte de los sesenta grados de latitud norte, interrumpido irónicamente, por una isla de roca madre en la que se asentaba el casquete polar.

La misma Ann había descubierto ese mar subterráneo muchos años antes, y según sus estimaciones entre el sesenta y setenta por ciento del agua de Marte se encontraba allí. Era en realidad el Oceanus Borealis del que algunos terraformadores hablaban, pero enterrado profundamente y congelado, y mezclado con regolito y gravas densas: un océano de permafrost, con algo de líquido en las profundidades del lecho de roca. Encerrado allí abajo para siempre, o eso había creído ella, porque por más calor que aplicaran los terraformadores a la superficie del planeta el océano de permafrost nunca se derretiría a más de un metro por milenio. Y aún así permanecería bajo tierra por una simple cuestión de gravedad.

De ahí la plataforma de perforación delante de sus narices. Estaban sacando el agua. Bombeaban los acuíferos líquidos directamente, y derretían el permafrost con explosivos, probablemente nucleares, y luego canalizaban lo derretido y lo bombeaban a la superficie. El peso de las capas superiores de regolito ayudaría a empujar el agua hacia arriba por las tuberías, y el peso del agua en la superficie ayudaría a bombear más. Sí había muchas plataformas como aquélla, podrían bombear mucha agua a la superficie. Con el tiempo crearían un mar poco profundo, que se congelaría y sería un mar de hielo otra vez durante un tiempo. Pero con el calentamiento de la atmósfera, la luz solar, la acción bacteriana, los vientos en aumento… se derretiría de nuevo. Y entonces habría un Oceanus Borealis. Y la antigua Vastitas Borealis con sus dunas granate oscuro que envolvían el mundo sería el fondo de ese mar. Inundada.

Regresó al vehículo en la luz crepuscular, moviéndose con torpeza. Le costó abrir la antecámara y luego quitarse el casco. Permaneció más de una hora sentada inmóvil delante del microondas, con imágenes fugitivas revoloteándole por la cabeza. Hormigas achicharrándose bajo una lupa, un hormiguero inundado detrás de un dique de barro… Había pensado que nada podía alcanzarla ya en esa existencia prepóstuma que vivía. Pero las manos le temblaban y no podía enfrentarse al salmón con arroz que se enfriaba en el microondas. Marte Rojo se había ido. Sentía el estómago como una pequeña piedra en su interior. En el devenir aleatorio de la contingencia universal nada importaba; y sin embargo, sin embargo…

Se alejó del lugar. No se le ocurría qué otra cosa hacer. Regreso al sur, conduciendo por las pendientes bajas, dejando atrás Chryse y su pequeño mar de hielo. Con el tiempo se convertiría en una bahía del océano mayor. Se concentró en su tarea, o lo intento. Se esforzó por no ver más que rocas, por pensar como una piedra.

Cierto día atravesó una llanura de pequeñas rocas negras. La llanura era más regular que de costumbre, el horizonte a los cinco kilómetros de distancia habituales, familiar desde la Colina Subterránea y el resto de las tierras bajas. Un mundo reducido y atestado de pequeñas rocas negras, como pelotas fósiles de diferentes deportes, sólo que negras y facetadas. Eran los ventifacts.

Salió del rover para echar un vistazo. Las rocas la atraían. Se alejó un buen trecho hacia el norte.

Un frente de nubes bajas se aproximaba, y sintió el embate del viento. En la oscuridad prematura de la tarde súbitamente tormentosa, el campo de rocas adquirió una extraña belleza. Ann estaba en una zona mortecina entre dos planos de agitada oscuridad.

Las rocas eran basálticas, y los vientos habían erosionado las caras expuestas hasta alisarlas por completo. Quizás habían pasado un millón de años desde esa primera raspadura. Y después las arcillas subyacentes habían sido arrastradas, o un raro aremoto había sacudido la región, y la roca se había desplazado a una nueva posición, exponiendo una superficie diferente. Y el proceso se había iniciado otra vez. Una nueva faceta había sido trabajada poco a poco por el incesante roce de partículas abrasivas micronizadas, hasta que de nuevo cambió el equilibrio de la roca, o bien otra roca la golpeó, o algo alteró su posición. Y el proceso se repitió con cada roca de esa pedriza: cambiando de posición cada millón de años, y luego expuestas al viento dia tras dia, año tras año. Había einkanters, de una sola faceta, y dreikanters, de tres facetas —fierkanters, funfkanters…—, toda la gama, hasta llegar a casi perfectos hexaedros, octaedros, dodecaedros. Ventifacts. Ann los levantaba preguntándose cuántos años representaban cada una de sus facetas, preguntándose si tal vez su mente no revelaría una erosión similar, grandes secciones pulidas por el tiempo.