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Empezó a nevar: primero cristalitos que remolineaban, luego grandes copos blandos traídos por el viento. La temperatura era relativamente cálida en el exterior. Luego el fuerte viento vomitó una mezcla de granizo y nieve mojada. A medida que avanzaba la tormenta, la nieve se tornó muy sucia: debía llevar mucho tiempo circulando por la atmósfera y había acumulado gravas, polvo y partículas de humo, y había cristalizado más agua, y hielo, luego había subido, atrapada por otra corriente ascendente en el cúmulo-nimbo, y había bajado, y así una y otra vez, hasta que al fin lo que caía era casi negro. Nieve negra. Luego cayó una especie de barro helado, que se acumulaba en los hoyos y las rendijas de los ventifacts, cubriendo las cimas, y desbordándose por los costados, pues el viento intenso provocaba un millón de pequeñas avalanchas. Ann se tambaleó sin rumbo, sin propósito, hasta que se torció un tobillo y se detuvo, respirando entrecortadamente, con una roca apretada en la mano enguantada y fría. Comprendió que el deslizamiento largo seguía avanzando. Y la nieve fangosa cayó a mares del aire negro, enterrando la llanura.

Pero nada dura, ni siquiera la piedra, ni siquiera la desesperación.

Ann regresó al rover, sin saber cómo ni por qué. Viajó un poco cada día, y sin proponérselo de manera consciente regresó al escondite de Coyote. Se quedó allí una semana, paseando por las dunas y comiendo a regañadientes.

Entonces, un día:

—Ann, ¿di da do?

Sólo entendió la palabra Ann. Turbada por la reaparición de su glosolalía, agarró el micrófono de la radio y trató de hablar. No salió más que un sonido ahogado.

—Ann, ¿di da do? Era una pregunta.

—Ann —dijo ella como si vomitara.

Diez minutos más tarde el hombre entraba en el rover y la abrazaba.

—¿Cuánto hace que estás aquí? —preguntó Coyote.

—No… no mucho.

Se sentaron. Ann recobró el dominio de sí. Era como pensar, pensar en voz alta. Sin duda, ella todavía pensaba con palabras.

Coyote siguió hablando, quizás un poco más despacio que de costumbre, mirándola con atención.

Ella le preguntó sobre la plataforma de perforación en el hielo que había visto días antes.

—Ah. Me preguntaba si tropezarías con una de ellas.

—¿Cuántas hay?

—Cincuenta.

Coyote notó la expresión de Ann e hizo un pequeño gesto de asentimiento. Estaba comiendo vorazmente, y Ann pensó que él tal vez había llegado al refugio con los víveres agotados.

—Están invirtiendo un montón de dinero en esos grandes proyectos. El nuevo ascensor, esas perforadoras de agua, nitrógeno de Titán… un gran espejo entre nosotros y el sol, para arrojar más luz sobre el planeta.

¿Has oído hablar de eso?

Ella trató de dominarse. Cincuenta. Ah, Dios…

Eso la enfurecía. Había estado enfadada con el planeta por no concederle la liberación. Por amenazarla sin respaldar las amenazas con hechos. Pero esto era diferente, una clase diferente de cólera. Y ahora, allí sentada mirando a Coyote comer, pensando en la inundación de Vastitas Borealis, sintió la furia contrayéndose en su interior, como una nube de materia interestelar contrayéndose hasta que se colapsaba y se encendía. Era una furia ardiente y dolorosa. Y no obstante era lo mismo de siempre:

furia ante la terraformación. Una vieja emoción ardiente que se había convertido en nova en los primeros años, y que ahora se fundía y estallaba otra vez. Ella no quería, no quería. Pero, maldita sea, el planeta se estaba derritiendo bajo sus pies. Desintegrándose. Reducido a gachas por una empresa minera terrana.

Había que hacer algo.

Y en verdad ella tenía que hacer algo, aunque no fuese más que para llenar las horas que le quedaban antes de que algún accidente se apiadase de ella. Algo para ocupar las horas prepóstumas. La venganza de un zombi… ¿Y por qué no? Inclinada a la violencia, inclinada a la desesperanza…

—¿Quién está a cargo de la construcción? —preguntó.

—Principalmente, Consolidados. Hay fábricas construyéndolas en Mareotis y Punto Bradbury. —Coyote siguió engullendo en silencio, y luego la miró.— No te gusta eso, parece.

—No.

—¿Te gustaría detenerlo? Ella no contestó.

Coyote pareció entender.

—No me refiero a detener todo el esfuerzo de terraformación. Pero hay cosas que pueden hacerse. Volar las fábricas.

—Las reconstruirían en seguida.

—Nunca se sabe. Al menos los retrasaría. Eso podría darnos tiempo suficiente para preparar algo a escala global.

—¿Te refieres a los rojos?

—Sí. Creo que la gente los llamaba rojos. Ann sacudió la cabeza.

—Ellos no me necesitan.

—No. Pero tal vez tú sí los necesitas, ¿no? Y eres una heroína para ellos, ya lo sabes. Para ellos significaría mucho tenerte de su lado.

Ann volvía a tener la mente en blanco. Rojos… Nunca había creído en ellos, no creía que esa forma de resistencia sirviese para algo. Pero ahora… Bien, incluso si no funcionaba, sería mejor que quedarse sin hacer nada. ¡Darles con un palo en el ojo!

Y sí funcionaba…

—Deja que lo piense.

Hablaron sobre otras cosas. De pronto, un muro de fatiga se abatió sobre Ann, lo que era extraño porque había pasado mucho tiempo sin hacer nada. Pero allí estaba. Hablar era un trabajo extenuante, y ella no estaba habituada. Y era difícil hablar con Coyote.

—Deberías irte a la cama —dijo él, interrumpiendo su monólogo—. Pareces cansada. Dame la mano… —La ayudó a levantarse. Ella se tendió en la cama, vestida, y Coyote la arropó con una manta.— Estás cansada. Me pregunto si no habrá llegado la hora de que recibas otro tratamiento de longevidad, muchachita.

—No me haré tratar nunca más.

—¡No! Me sorprendes, Ann. Pero duerme ahora. Duerme.

Viajó con Coyote hacia el sur. Por la noche, mientras cenaban, él le hablaba sobre los rojos. Eran un grupo abierto más que un movimiento con una organización rígida. Como toda la resistencia. Ella conocía a varios de sus fundadores: Ivana, Gene y Raúl, del equipo de la granja, que habían acabado por discrepar con la areofanía de Hiroko y su insistencia en la viriditas; Kasei y Harmakhis y varios de los ectógenos de Zigoto; muchos seguidores de Arkadi, que habían bajado de Fobos y habían tenido diferencias con Arkadi sobre el valor de la terraformación para la revolución. Un buen número de bogdanovistas, incluyendo a Steve y Marian, se habían pasado a los rojos en los años posteriores a 2061, y lo mismo habían hecho seguidores del biólogo Schnelling, y algunos nisei y sansei, japoneses radicales de Sabishii, y árabes que querían que Marte continuara siendo árabe para siempre, y prisioneros fugados de Koroliov… Un puñado de radicales, en suma. No precisamente su tipo, pensó Ann, con la sensación residual de que su objeción a la terraformación era científica y racional. O al menos una posición ética o estética defendible. Pero entonces un relámpago de furia volvió a abrasarla, y sacudió la cabeza, disgustada consigo misma. ¿Quién era ella para juzgar la ética de los rojos? Al menos ellos habían expresado la ira que sentían, la habían descargado a diestro y siniestro. Aunque no hubiesen conseguido nada, probablemente se sentían mejor. Y quizá habían conseguido algo, al menos antes de que la terraformación hubiese entrado en esa nueva fase de gigantismo transnacional.

Coyote sostenía que los rojos habían retrasado considerablemente la terraformación. Algunos incluso llevaban un registro para tratar de cuantificar el efecto de sus estrategias. Existía también, dijo, una tendencia creciente entre algunos rojos a admitir que la terraformación era inevitable, y a buscar estrategias de terraformación de menor impacto.

—Se han hecho algunas propuestas muy detalladas sobre una atmósfera con una gran proporción de dióxido de carbono, caliente pero pobre en agua, que mantendría la vida vegetal; los humanos tendríamos que llevar máscaras, pero no destrozaríamos el mundo para construirlo a imagen y semejanza de la Tierra. Es muy interesante. También hay diferentes propuestas para lo que llaman ecopoyesis, o areobiosferas. Mundos en los que las zonas bajas tienen un clima ártico, en el límite de lo habitable, mientras que las zonas más altas permanecen por encima del grueso de la atmósfera, y por tanto en su estado natural, o cerca de él. Dicen que las calderas de los cuatro grandes volcanes se mantendrían invioladas en ese mundo.