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—Necesitamos el biorreactor —le dijo Ursula a Vlad.

Estaban tratando de reconvertir uno de los tanques de los ectógenos en un biorreactor: lo habían llenado de un tejido esponjoso compuesto de colágeno animal donde habían inoculado células de la médula de Nirgal, con la esperanza de generar una serie de linfocitos, macrófagos y granulocitos. Pero no habían conseguido que el sistema circulatorio funcionase del todo bien, o quizá el problema estaba en la matriz, no estaban seguros. Nirgal continuaba siendo un biorreactor viviente.

Las mañanas en que Sax era el profesor, les enseñaba la química del suelo. De cuando en cuando los llevaba a los laboratorios para que practicasen: introducían biomasa en la arena y después la carreteaban a los invernaderos o a la playa. Era un trabajo entretenido, pero Nirgal apenas lo advertía, se movía como un sonámbulo. Bastaba que viese a Simón fuera, caminando dificultosamente, para que olvidara lo que había ido a hacer con la clase.

A pesar del tratamiento, los pasos de Simón eran lentos y rígidos. Caminaba con las piernas arqueadas y los pasos eran cada vez más cortos. Un día Nirgal se reunió con él y los dos se quedaron de pie sobre la última duna delante de la playa. Los chorlitos se lanzaban hacia la orilla y luego remontaban el vuelo perseguidos por el blanco encaje de la espuma. Simón señaló el rebaño de ovejas negras que ramoneaba entre las dunas, y el brazo que levantó parecía una vara de bambú. El aliento escarchado de las ovejas se derramaba sobre los pastos.

Simón dijo algo que Nirgal no entendió; en los últimos tiempos tenía los labios rígidos y le costaba mucho pronunciar algunas palabras. Quizá por eso estaba más silencioso que nunca. El hombre volvió a intentarlo, una y otra vez, pero por más empeño que puso Nirgal no consiguió entender lo que decía. Al fin, Simón se dio por vencido y se encogió de hombros, y quedaron mirándose, mudos y desvalidos.

Cuando Nirgal jugaba con los otros niños, sentía que lo aceptaban y lo rechazaban a un tiempo: se movía siempre en una especie de círculo. Sax lo reñía con afecto por su aire ausente en la clase.

—Concéntrate en el momento —le decía, y obligaba a Nirgal a recitar los estadios del ciclo del nitrógeno, o a amasar la tierra negra y húmeda en la que estaban trabajando para romper los largos filamentos de los brotes diatómicos, de los hongos, líquenes y algas y de todas las invisibles microbacterias que habían creado y distribuirlos en los herrumbrosos terrones de arena.

—Distribuidlo de manera uniforme. Escuchad. Esto es lo que cuenta.

La singularidad es una cualidad muy importante. Observad las estructuras en la pantalla del microscopio. Eso de color claro que parece un grano de arroz es un quimiolitótrofo, el Thiobacillus denitrificans. Y ahí tenemos un montón de sulfuras. Pues bien, ¿qué pasa cuando el primero se come lo segundo?

—Que oxida el sulfuro.

—¿Y?

—Y desnitrifica.

—¿Y eso qué es?

—Convertir los nitratos en nitrógeno. Para que pase del suelo al aire.

—Muy bien. Ésa de ahí es, por tanto, una bacteria muy útil.

Sax lo obligaba a prestar atención al momento, pero el precio que Nirgal pagaba era alto. A mediodía, cuando las clases terminaban, estaba exhausto y apenas podía hacer algo durante el resto del día.

Entonces, una tarde, le pidieron que donara un poco más de médula para Simón, que yacía en el hospital mudo y avergonzado, con una mirada de disculpa en los ojos. Nirgal se obligó a sonreír y a rodear el antebrazo de bambú de Simón con los dedos.

—Está bien —dijo alegremente, y se tendió en la camilla.

En realidad, Nirgal pensaba que Simón estaba haciendo algo mal, era débil o perezoso, o le gustaba estar enfermo. No había otra explicación para su estado. Le pincharon y el brazo se le entumeció. Le clavaron la aguja intravenosa en el dorso de la mano y poco después también ésta se adormeció. Allí estaba tendido, como una parte más del tejido del hospital, tratando de insensibilizarse. Una parte de él sentía la gran aguja de extracción de la médula presionando contra el hueso de su brazo. No sentía dolor en la carne, sólo una presión en el hueso. Entonces la presión cedió y supo que la aguja había penetrado en el tierno interior del hueso.

Esta vez el proceso no sirvió de nada. Simón apenas podía moverse y no salía del hospital. Nirgal lo visitaba con frecuencia y jugaban a un juego climatológico en la pantalla de Simón; en vez de tirar dados, pulsaban teclas, y vitoreaban cuando el uno o el doce los lanzaban abruptamente a otro cuadrante de Marte, con un clima distinto. La risa de Simón, que nunca había sido más que un sonido entre dientes, se había reducido ahora a una sonrisa descolorida.

Nirgal tenía el brazo dolorido y dormía mal, se agitaba en sueños y se despertaba bañado en sudor, e inexplicablemente asustado. Una noche Hiroko lo arrancó de las profundidades de ese duermevela y lo llevó por la escalera de caracol hasta el hospital. Incapaz de sacudirse el sopor, Nirgal se apoyaba tambaleante en ella. Hiroko parecía tan impasible como de costumbre, pero le rodeaba los hombros con el brazo y lo sostenía con un vigor inesperado. En la entrada del hospital pasaron junto a Ann, que estaba sentada allí, y algo en la inclinación de sus hombros hizo que Nirgal se preguntase por qué Hiroko estaba en la aldea de noche y que se despabilase del todo, con aprensión.

La habitación del hospital estaba muy iluminada, todo se perfilaba con una cruel nitidez, como si los objetos fueran a estallar y a liberar la luz. Simón estaba tendido y su cabeza descansaba en una almohada blanca. Tenía la piel pálida y cerosa y parecía tener mil años.

Volvió la cabeza y sus ojos oscuros miraron el rostro de Nirgal con expresión ávida, como si tratara de encontrar una manera de entrar en Nirgal, de saltar dentro de él. Nirgal se estremeció y mantuvo la mirada oscura e intensa, pensando: «De acuerdo, entra en mí. Hazlo, si quieres. Hazlo».

Pero no había ningún camino que franqueara ese espacio, y ambos lo comprendieron. Se relajaron. Una débil sonrisa cruzó el rostro de Simón; haciendo un esfuerzo alargó el brazo y asió la mano de Nirgal. Ahora sus ojos inquietos buscaban el rostro de Nirgal con una expresión distinta, como si tratase de encontrar palabras que ayudasen a Nirgal en años venideros, palabras que le transmitiesen todo aquello que Simón había aprendido.

Pero comprendieron que tampoco eso era posible. Simón tendría que confiar a Nirgal a su suerte. No podía ayudarlo de ninguna manera.

—Sé bueno —murmuró al fin, e Hiroko sacó a Nirgal de la habitación. Ella lo llevó a través de la oscuridad de vuelta a su habitación, y Nirgal cayó en un sueño muy profundo. Simón murió esa misma noche.

Fue el primer funeral celebrado en Zigoto, y el primero al que asistían los niños. Pero los adultos sabían lo que debía hacerse. Se reunieron en uno de los invernaderos, entre los bancos de trabajo, y se sentaron formando un círculo alrededor de la caja alargada que contenía el cuerpo de Simón. Hicieron circular una botella de licor de arroz y cada uno llenó la copa de su vecino. Después de beber, los mayores rodearon el féretro tomados de la mano y se sentaron formando un grupo compacto alrededor de Ann y Peter. Maya y Nadia se sentaron junto a Ann y le rodearon los hombros. Ann parecía aturdida, y Peter, desconsolado. Jurgen y Maya contaron historias sobre la legendaria taciturnidad de Simón.

—Una vez —dijo Maya—, estábamos en un rover y una bombona de oxígeno explotó y agujereó el techo de la cabina, y todos empezamos a gritar y a correr como locos. Simón estaba fuera y recogió una piedra de la medida justa, saltó y la encajó en el agujero. Más tarde, estábamos comentando lo ocurrido y trabajando para hacer un sello definitivo, y de repente nos dimos cuenta de que Simón no había dicho ni una palabra todavía, y todos nos detuvimos y lo miramos, y entonces él dijo: «Faltó poco».