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Rieron.

—O la vez que concedimos aquellos premios parodia en la Colina Subterránea —recordó Vlad—. Simón recibió uno por el mejor vídeo, y cuando subió para recogerlo dijo: «Gracias», y se dirigió a su asiento; pero a medio camino se detuvo y regresó a la plataforma, como si se le hubiese olvidado algo. Todos estábamos intrigadísimos, y entonces él carraspeó y dijo: «Muchas gracias».

Ann casi se rió al oír esto, y se puso de pie y todos salieron al aire glacial. Los mayores cargaron la caja y abrieron la marcha hacia la playa, y los demás los siguieron. La nieve caía entre la niebla cuando sacaron el cuerpo y lo enterraron profundamente en la arena, justo por encima del nivel de las olas más altas. Grabaron el nombre de Simón en la tapa de la caja con el soplete de Nadia y la clavaron en la primera duna. Ahora Simón formaría parte del ciclo del carbono, sería comida para las bacterias, los cangrejos, los chorlitos y las gaviotas, y lentamente se convertiría en parte de la biomasa que habitaba bajo la cúpula. Eso era un entierro. Y en cierto modo era reconfortante; la idea de esparcirse en el mundo, de integrarse en él. Sin embargo, terminar como ser individual y desaparecer…

Habían enterrado a Simón y caminaban bajo la cúpula oscurecida, tratando de comportarse como si la realidad no se hubiera desgarrado de repente y les hubiera arrebatado a uno de ellos. Para Nirgal era inconcebible. Volvían hacia la aldea en pequeños grupos dispersos, soplándose las manos, hablando en voz baja. Nirgal se acercó a Vlad y Ursula; necesitaba alguna seguridad. Ursula estaba muy triste y Vlad trataba de animarla.

—Ha vivido más de cien años, no podemos pretender que su muerte haya sido prematura o nos estaríamos burlando de toda esa pobre gente que se muere a los cincuenta años, o a los veinte, o en el primer año de vida.

—Ha sido prematura —dijo Ursula con obstinación—. Ahora que tenemos el tratamiento, ¿quién sabe? Podía haber vivido mil años.

—No estoy tan seguro. Me parece que el tratamiento no llega a todos los rincones de nuestro cuerpo. Y con toda la radiación que hemos estado recibiendo quizá tengamos más problemas de los que esperamos.

—Tal vez. Pero si hubiésemos estado en Acheron, con todo el equipo y las instalaciones, estoy segura de que lo habríamos salvado. Y quién sabe cuántos años habría vivido entonces. Sigo diciendo que ha sido prematuro.

Se alejó para estar sola.

Esa noche Nirgal no durmió. Recordaba todas las transfusiones, las visualizaba paso a paso, e imaginaba que algún reflujo en el sistema le había contagiado la enfermedad. O podía haberse contagiado simplemente por el contacto, ¿por qué no? ¡O por esa última mirada de Simón! Y había pescado la enfermedad que nadie podía curar, y moriría. Se pondría rígido, se quedaría mudo y quieto, y desaparecería. Eso era la muerte. El corazón le latió con violencia y empezó a sudar, y gritó aterrorizado. No había escapatoria y era espantoso. Espantoso sin importar cuándo ocurriera. Era horrible que el círculo funcionase de esa manera, que girase y girase y girase, y que ellos vivieran sólo una vez y muriesen para siempre. ¿Para qué vivir? Era demasiado extraño, demasiado terrible. Y pasó aquella larga noche temblando, perdido en un torbellino de miedo.

Después de eso le resultó muy difícil concentrarse. Se sentía todo el tiempo distanciado de las cosas, como si se hubiera deslizado al mundo blanco y no pudiese alcanzar el mundo verde.

Hiroko advirtió el problema y le sugirió que acompañase a Coyote en uno de sus viajes. La propuesta sorprendió a Nirgal, que no se había alejado de Zigoto más que lo exigido por un paseo. Pero Hiroko insistió. Ya tenía siete años, le dijo, era casi un hombre. Era hora de que viese un poco del mundo de la superficie.

Unas pocas semanas más tarde, Coyote visitó Zigoto, y cuando partió Nirgal lo acompañaba, sentado en el asiento del copiloto del rover-roca y mirando con ojos desorbitados a través del parabrisas bajo el arco púrpura del cielo vespertino. Coyote hizo girar el coche para que Nirgal pudiese tener una visión de conjunto de la gran muralla rosada y resplandeciente del casquete polar, que se arqueaba en el horizonte como una inmensa luna creciente.

—Cuesta creer que algo tan grande pueda derretirse algún día —dijo Nirgal.

—Llevará su tiempo.

Enfilaron hacia el norte a un ritmo tranquilo. El rover-roca no dejaba rastros: la roca hueca que lo cubría disponía de un sistema de regulación térmica que la mantenía siempre a temperatura ambiente, y también de un dispositivo en el eje frontal que leía el terreno y pasaba la información al eje trasero, donde unos raspadores-modeladores borraban las rodadas del vehículo y dejaban la arena como estaba antes de que pasaran.

Viajaron en silencio mucho tiempo, aunque era un silencio distinto al de Simón. Coyote canturreaba, murmuraba, le hablaba con un sonsonete monótono a su IA, en un idioma que sonaba como el inglés pero era incomprensible. Nirgal trató de concentrarse en el limitado panorama que le ofrecía la ventana, sintiéndose torpe y cohibido. La región que rodeaba el casquete polar sur estaba constituida por una serie descendente de anchas terrazas llanas comunicadas por rutas que parecían haber sido memorizadas por el rover; bajaron terraza tras terraza y Nirgal pensó que el casquete polar debía descansar en una especie de pedestal inmenso. Miraba, impresionado por el tamaño de todo, pero también feliz porque no era absolutamente abrumador como le había parecido en aquel lejano primer paseo por el exterior. Todavía recordaba cuánto lo había asombrado. Ahora era distinto.

—No es tan grande como yo esperaba —dijo—. Creo que es por la curvatura del terreno, porque es un planeta muy pequeño. —Eso decía su atril.— ¡El horizonte no está más lejos que los dos extremos de Zigoto uno de otro!

—Aja —dijo Coyote, echándole una mirada—. Pero será mejor que el Gran Hombre no te oiga decir eso, o te dará una patada en el trasero. — Calló un momento y luego preguntó:— ¿Quién es tu padre, chico?

—No lo sé. Mi madre es Hiroko. Coyote soltó un bufido.

—Hiroko está llevando el matriarcado demasiado lejos, si quieres saber mi opinión.

—¿Se lo has dicho a ella?

—Puedes apostar a que sí, pero Hiroko sólo me escucha cuando digo lo que ella quiere oír. —Soltó una risa aguda—. Hace lo mismo con todo el mundo, ¿no es cierto?

Nirgal asintió, y una sonrisa hendió su intento de parecer impasible.

—¿Quieres averiguar quién es tu padre?

—Claro.

En realidad, Nirgal no estaba seguro de querer saberlo. El concepto de padre no significaba gran cosa para él; además, temía que resultara ser Simón. Después de todo, Peter era como un hermano para él.

—Tienen el equipo necesario en Vishniac. Si quieres, podemos intentarlo allí. —Coyote meneó la cabeza.— Hiroko es tan extraña… Cuando la conocí nunca hubiese dicho que las cosas acabarían así. Éramos jóvenes entonces, casi tanto como tú, aunque te resulte difícil de creer.

Y era verdad.

—Cuando la conocí, ella sólo era una joven estudiante de eco— ingeniería, rápida como un látigo y sexy como una pantera. Nada que ver con toda esta palabrería de la diosa madre. Pero empezó a leer libros que no eran los manuales técnicos que tenía que leer, y ya nunca los dejó, y para cuando llegó a Marte había perdido el juicio por completo. Antes, en realidad. Lo que fue una suerte para mí, porque si no no estaría aquí. Pero Hiroko… ¡madre mía! Estaba convencida de que la historia de la humanidad se había torcido en el principio. En los albores de la civilización, solía decirme muy seria, existían Creta y Sumeria, y Creta era una cultura de pacíficos comerciantes, gobernada por las mujeres y rebosante de arte y belleza; una utopía, en verdad, en la que los hombres eran acróbatas que se pasaban el día saltando sobre los toros y la noche saltando sobre las mujeres, y preñaban a las mujeres y las veneraban, y todos eran felices. Suena estupendo, excepto para los toros. Mientras que en Sumeria gobernaban los hombres, que inventaron la guerra y conquistaron todo lo que había a la vista y fueron el origen de todos los imperios esclavistas que han existido. Y nadie sabe, decía Hiroko, lo que habría ocurrido si esas dos civilizaciones hubieran tenido la oportunidad de disputarse el gobierno del mundo, porque un volcán mandó a Creta al otro barrio, y el mundo pasó a manos sumerias y nunca ha salido de ellas. Si el volcán hubiese estado en Sumeria, me decía siempre, todo habría sido diferente. Y quizá sea cierto. Porque difícilmente podría la historia ser más negra de lo que ha sido.