Mientras tanto, yo buscaba indicios del avance de la enfermedad. Los dedos le funcionaban lo suficiente como para que pudiera escribir con lápiz o coger las gafas, pero sólo era capaz de levantar las brazos hasta poco más arriba del pecho. Pasaba cada vez menos tiempo en la cocina y en el cuarto de estar y más en su despacho, donde le habían preparado un sillón reclinable grande con almohadas, mantas y bloques de goma-espuma cortados a la medida para que apoyara los pies y para sujetarle las piernas consumidas. Tenía una campanilla al alcance de la mano, y cuando necesitaba que le acomodasen la cabeza o cuando tenía que «ir al excusado», como lo llamaba él, agitaba la campanilla y acudían Connie, Tony, Bertha o Amy, su pequeño ejército de asistentes domésticos. No siempre le resultaba fácil levantar la campanilla, y cuando no era capaz de hacerla sonar se sentía frustrado.
Pregunté a Morrie si sentía lástima de sí mismo.
– A veces, por la mañana -me dijo-. Es entonces cuando me lamento. Me palpo el cuerpo. Muevo los dedos y las manos, en la medida en que todavía puedo moverlos, y deploro lo que he perdido. Deploro el modo lento e insidioso en que me estoy muriendo. Pero, a continuación, dejo de lamentarme.
– ¿Así de fácil?
– Me permito un buen llanto si lo necesito. Pero después me concentro en todas las cosas buenas que me quedan en la vida. En las personas que vienen a verme. En las anécdotas que voy a oír. En ti, si es martes. Porque somos personas de los martes.
Sonreí. Personas de los martes.
– Mitch, ésa es toda la autocompasión que me concedo. Una poca cada mañana, algunas lágrimas, y eso es todo.
Pensé en todas las personas que yo conocía que se pasaban muchas horas del día sintiendo lástima de sí mismas. ¡Qué útil sería establecer un límite diario a la autocompasión! Unos pocos minutos lacrimosos, y después a seguir adelante con la jornada. Y si Morrie era capaz de hacerlo, con la enfermedad tan horrible que padecía…
– Sólo es horrible si lo consideras así -dijo Morrie-. Es horrible ver que mi cuerpo se va consumiendo lentamente hasta quedarse en nada. Pero también es maravilloso, por todo el tiempo de que dispongo para despedirme. No todos tienen tanta suerte -añadió con una sonrisa.
Yo lo contemplé en su sillón, incapaz de ponerse de pie, de lavarse, de ponerse los pantalones. ¿Suerte? ¿De verdad había dicho «suerte»?
En una pausa, una vez que Morrie tuvo que ir al baño, hojeé un periódico de Boston que estaba cerca de su sillón. Traía una crónica sobre una pequeña población de leñadores donde dos muchachas adolescentes habían torturado y asesinado a un hombre de setenta y tres años que se había hecho amigo de ellas, y después habían organizado una fiesta en la casa sobre ruedas de él y habían exhibido el cadáver. Había otra crónica que hablaba del próximo juicio de un hombre heterosexual que había matado a un hombre gay después de que éste apareciera en un programa de entrevistas de la televisión y dijera que estaba loco por él.
Dejé el periódico. Volvieron a traer a Morrie en su silla de ruedas, sonreía, como siempre, y Connie se dispuso a llevarlo en vilo de la silla de ruedas al sillón reclinable.
– ¿Quieres que lo haga yo? -le pregunté.
Se produjo un silencio momentáneo, y ni siquiera estoy seguro de por qué me había ofrecido, pero Morrie miró a Connie y le dijo:
– ¿Puedes enseñarle a hacerlo?
– Claro -dijo Connie.
Siguiendo sus instrucciones, me incliné sobre él, uní las manos pasando los antebrazos bajo las axilas de Morrie y lo hice pivotar hacia mí, como si estuviera levantando un tronco grande. Después me incorporé, levantándolo a él a la vez. Normalmente, cuando levantas a una persona, esperas que ésta se aferre a su vez a ti con los brazos, pero Morrie no era capaz de hacerlo. Era en su mayor parte un peso muerto, y yo sentí que su cabeza rebotaba suavemente sobre mi hombro y que su cuerpo caía flácido sobre el mío como una hogaza grande y mojada.
– Aaaah -suspiró suavemente.
– Ya te tengo, ya te tengo -dije yo.
El tenerlo en los brazos de ese modo me conmovió de una manera que no soy capaz de describir; lo único que puedo decir es que sentí las semillas de la muerte dentro de su cuerpo que se encogía, y cuando lo deposité en el sillón, colocándole la cabeza en las almohadas, comprendí muy fríamente que se nos acababa el tiempo.
Y yo tenía que hacer algo.
Es mi tercer año de universidad, 1978, cuando la música disco y las películas de Rocky causan furor en nuestra cultura. Estamos en una asignatura de sociología poco corriente en la Universidad de Brandeis; se trata de lo que Morrie llama «Procesos de Grupo». Cada semana estudiamos los modos en que los estudiantes del grupo se relacionan entre sí, cómo reaccionan ante la ira, los celos, la atención. Somos ratones de laboratorio humanos. Con mucha frecuencia alguien acaba llorando. Yo lo llamo «la asignatura de los sensibleros». Morrie dice que debo tener más amplitud de miras.
Este día, Morrie dice que tiene preparado un ejercicio para que lo ensayemos. Debemos ponernos en pie, dando la espalda a nuestros compañeros, y dejarnos caer de espaldas confiados en que otro estudiante nos cogerá. La mayoría nos sentimos incómodos al hacerlo y no somos capaces de dejarnos caer más que unos centímetros antes de incorporarnos de nuevo. Nos reímos, avergonzados.
Por último, una estudiante, una muchacha delgada, callada, de pelo negro, que he observado que lleva casi siempre gruesos jerséis blancos de pescador, cruza los brazos sobre el pecho, cierra los ojos, se deja caer hacia atrás y no titubea, como en ese anuncio del té Lipton en que la modelo se deja caer en la piscina.
Tengo durante un momento la seguridad de que se va a caer al suelo. En el último instante, el compañero que se le ha asignado la agarra por la cabeza y por los hombros y la levanta torpemente.
– ¡Bien!-gritan algunos estudiantes. Otros aplauden.
Morrie sonríe por fin.
– Ya lo ves-dice a la chica-: has cerrado los ojos. En eso estribó la diferencia. A peces no eres capaz de creerte lo que ves, tienes que creer lo que sientes. Y si quieres que los demás lleguen a confiar en ti, también tú debes sentir que puedes confiar en ellos, aunque estés a oscuras. Aunque te estés cayendo.
El tercer martes
El martes siguiente llegué con las habituales bolsas de comida.- pasta con maíz, ensalada de patata, tarta de manzana, y con una cosa más: una grabadora Sony.
– Quiero recordar de qué hablamos -dije a Morrie-. Quiero tener tu voz para poder escucharla… más tarde.
– Cuando me haya muerto.
– No digas eso.
Él se rió.
– Mitch, voy a morirme. Y más bien temprano que tarde.
Contempló el nuevo aparato.
– Qué grande es -dijo. Yo me sentí como un intruso, como solemos sentirnos los periodistas, y empecé a pensar que una grabadora entre dos personas que eran supuestamente amigos era un objeto extraño, un oído artificial. Con toda la gente que le pedía a voces que les dedicase una parte de su tiempo, quizás yo estuviera intentando llevarme demasiado de aquellos martes.
– Escucha -le dije, tomando la grabadora-. No hace falta que utilicemos esto. Si te hace sentirte incómodo…
Me hizo callar, sacudió un dedo y después se quitó las gafas y las dejó colgadas del cordón que llevaba al cuello. Me miró fijamente a los ojos.