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– Tienes buen aspecto -dijo Koppel cuando empezaron a rodar las cámaras.

– Eso me dicen todos -dijo Morrie.

– Pareces animado.

– Eso me dicen todos.

– Entonces, ¿cómo sabes que las cosas marchan cuesta abajo?

Morrie suspiró.

– Nadie puede saberlo…, Ted. Pero yo lo sé.

Y cuando siguió hablando, saltó a la vista. Ya no agitaba las manos para recalcar sus palabras con tanta libertad como lo había hecho en la primera conversación entre ambos. Le costaba trabajo pronunciar ciertas palabras: parecía que el sonido de la letra ele se le atascaba en Ja garganta. Al cabo de algunos meses, quizás no fuera capaz de hablar en absoluto.

– Te diré cómo marchan mis emociones -dijo Morrie a Koppel-. Cuando hay aquí gente y amigos, estoy muy animado. Las relaciones de amor me sostienen.

– Pero hay días en que estoy deprimido. No quiero engañarte. Veo que pierdo algunas cosas y tengo una sensación de temor. ¿Qué voy a hacer sin mis manos? ¿Qué va a pasar cuando no pueda hablar? Lo de tragar no me preocupa tanto: me darán de comer por un tubo, ¿y qué? Pero ¿y mi voz? ¿y mis manos? Son una parte muy esencial de mí. Hablo con mi voz. Hago gestos con las manos. Así es como doy algo a las personas.»

– ¿Cómo les darás algo cuando ya no puedas hablar? -le preguntó Koppel.

Morrie se encogió de hombros.

– Quizás pida que todos me hagan preguntas que pueda responder con un «sí» o un «no».

Era una respuesta tan sencilla que Koppel tuvo que sonreír. Interrogó a Morrie acerca del silencio. Habló de un amigo querido de Morrie, Maurie Stein, que había sido quien había enviado los aforismos de Morrie al Boston Globe. Habían trabajado juntos en la Universidad de Brandeis desde principios de los sesenta. Ahora, Stein se estaba quedando sordo. Koppel se imaginó a los dos hombres juntos algún día, uno incapaz de hablar, el otro incapaz de oír. ¿Cómo sería aquello?

– Nos cogeremos de la mano -dijo Morrie-. Y nos transmitiremos mucho amor. Hemos vivido treinta y cinco años de amistad, Ted. No hace falta hablar ni oír para sentirlo.

Antes de terminar el programa, Morrie leyó a Koppel una de las cartas que había recibido. Desde la emisión del primer programa de «Nightline» se había recibido mucho correo. Una carta, en concreto, era de una maestra de Pensilvania que dirigía una clase especial a la que asistían nueve niños; todos los niños de aquella clase habían sufrido la muerte de uno de sus padres.

– He aquí la carta que yo le envié a ella -dijo Morrie a Koppel, mientras se calaba cuidadosamente las gafas en la nariz y en las orejas:

– «Querida Bárbara… Me conmovió mucho tu carta. Me parece que el trabajo que has realizado con los niños que han perdido a uno de sus padres es muy importante. Yo también perdí a uno de mis padres a una edad temprana…»

De pronto, mientras las cámaras seguían zumbando, Morrie se ajustó las gafas. Se detuvo, se mordió el labio y le embargó la emoción. Le cayeron las lágrimas por la nariz.

– «Perdí a mi madre cuando era niño… y fue un gran golpe para mí… Me hubiera gustado tener un grupo como el tuyo, donde poder hablar de mis penas. Habría ingresado en tu grupo, porque…»

Se le quebró la voz.

– «Porque estaba muy solo…»

– Morrie -dijo Koppel-, hace setenta años que murió tu madre. ¿Todavía te dura el dolor?

– Ya lo creo -susurró Morrie.

El profesor

Tenía ocho años. Llegó un telegrama del hospital, y como su padre, inmigrante ruso, no sabía leer el inglés, fue Morrie quien tuvo que dar la noticia, leyendo la notificación de la muerte de su madre como un alumno ante la clase.

«Lamentamos informarle…» -empezó a leer.

La mañana de los funerales, los parientes de Morrie bajaron por la escalera de su edificio de apartamentos en el Lower East Side, un barrio pobre de Manhattan. Los hombres llevaban trajes oscuros, las mujeres llevaban velos. Los chicos del barrio iban camino de la escuela y, cuando pasaron por su lado, Morrie bajó la vista, avergonzado de que sus compañeros de clase lo vieran así. Una de sus tías, una mujer corpulenta, agarró a Morrie y se puso a gemir;

– ¿Qué vas a hacer sin tu madre? ¿Qué va a ser de ti?

Morrie rompió a llorar. Sus compañeros de clase echaron a correr.

En el cementerio, Morrie vio cómo echaban tierra en la tumba de su madre. Intentó recordar los momentos tiernos que habían compartido en vida de ella. Había llevado una tienda de dulces hasta que cayó enferma, y desde entonces había pasado casi todo el tiempo durmiendo o sentada junto a la ventana, con un aspecto frágil y débil. A veces daba un grito a su hijo para pedirle una medicina, y el joven Morrie, que jugaba al béisbol en la calle, fingía que no la oía. Creía para sus adentros que podía hacer que desapareciera la enfermedad a fuerza de no hacerle caso.

¿De qué otra manera puede afrontar la muerte un niño?

El padre de Morrie, al que todos llamaban Charlie, había venido a América para no tener que ingresar en el ejército ruso. Trabajaba en el ramo de la peletería, pero estaba siempre en paro. Como no tenía estudios y apenas sabía hablar inglés, era terriblemente pobre, y la familia pasaba muchas temporadas viviendo de la beneficencia. Su apartamento era un local oscuro, estrecho, deprimente, detrás de la tienda de dulces. No tenían lujos. No tenían coche. A veces, para ganar algún dinero, Morrie y su hermano pequeño, David, lavaban juntos los escalones de los porches por cinco centavos.

Tras la muerte de su madre, enviaron a los dos chicos a un pequeño albergue en los bosques de Connecticut, donde varias familias compartían una cabaña grande y una cocina común. Sus parientes pensaban que el aire puro sería bueno para los niños. Morrie y David no habían visto nunca tanta vegetación, y corrían y jugaban por los campos. Una noche, después de cenar, salieron a dar un paseo y empezó a llover. En vez de volver a casa, pasaron varias horas chapoteando bajo la lluvia.

A la mañana siguiente, cuando se despertaron, Morrie saltó de la cama.

– Vamos -dijo a su hermano-. Levántate.

– No puedo.

– ¿Qué quieres decir?

David tenía el terror escrito en el rostro.

– No puedo… moverme.

Tenía la polio.

Naturalmente, aquello no se debía a la lluvia. Pero un niño de la edad de Morrie no era capaz de entenderlo. Durante mucho tiempo -mientras ingresaban periódicamente a su hermano en un sanatorio especial y le obligaban a llevar aparatos en las piernas, que le hacían cojear-, Morrie se sintió responsable.

Así pues, iba a la sinagoga por las mañanas, solo, pues su padre no era devoto, y se quedaba de pie entre los hombres que se balanceaban, con sus largos abrigos negros, y pedía a Dios que cuidase de su madre muerta y de su hermano enfermo.

Y por las tardes se ponía al pie de las escaleras del metro y vendía revistas; todo el dinero que ganaba lo entregaba a su familia para comprar comida.

Por las noches veía a su padre comer en silencio, esperando una muestra de afecto, de comunicación, de calor, pero sin recibirla nunca.

A los nueve años sentía sobre sus hombros el peso de una montaña.