Pero al año siguiente entró en la vida de Morrie un abrazo salvador: su nueva madrastra, Eva. Era una inmigrante rumana pequeña, de rasgos corrientes, con el pelo castaño y rizado y con la vitalidad de dos mujeres. Tenía un brillo que inundaba de calor el ambiente, lóbrego por lo demás, que creaba el padre. Hablaba cuando su nuevo marido estaba callado, cantaba canciones a los niños por la noche. Morrie encontraba consuelo en su voz tranquilizadora, en las lecciones escolares que les daba, en su carácter fuerte. Cuando su hermano regresó del sanatorio, llevando todavía aparatos en las piernas por la polio, los dos compartieron una cama plegable en la cocina del apartamento y Eva les daba un beso al acostarse. Morrie esperaba aquellos besos como un cachorro espera su leche, y sentía, muy dentro de sí, que volvía a tener madre.
Pero no salían de su pobreza. Vivían por entonces en el Bronx, en un apartamento de un dormitorio en un edificio de ladrillos rojos en la avenida Tremont, junto a una cervecería italiana con terraza al aire libre donde los viejos jugaban a las bochas las tardes de verano. A causa de la Depresión, el padre de Morrie encontraba todavía menos trabajo en el ramo de la peletería. A veces, cuando la familia se sentaba a cenar, lo único que Eva podía darles era pan.
– ¿Que más hay? -preguntaba David.
– Nada más -respondía ella.
Cuando arropaba a Morrie y a David en la cama, les cantaba en yiddish. Hasta las canciones eran tristes y hablaban de la pobreza. Había una de una niña que intentaba vender cigarrillos:
Por favor, cómprenme mis cigarrillos.
Están secos, no los ha mojado la lluvia.
Tengan piedad de mí, tengan piedad de mí.
Con todo, a pesar de sus circunstancias, a Morrie le enseñaron a amar y a querer. Y a aprender. Eva no aceptaba más que las mejores notas posibles en la escuela, pues veía que la educación era el único antídoto para su pobreza. Ella misma asistía a la escuela nocturna para mejorar su inglés. El amor de Morrie al estudio se incubó en sus brazos.
Estudiaba por la noche, a la luz de la lámpara de la mesa de la cocina. Y por las mañanas iba a la sinagoga para recitar el Yizkor, la oración en recuerdo de los muertos, por su madre. Lo hacía para mantener vivo su recuerdo. Aunque parezca increíble, el padre de Morrie le había dicho que no hablase nunca de ella. Charlie quería que el pequeño David creyera que Eva era su madre natural.
Era una carga terrible para Morrie. Durante años enteros, la única prueba que tuvo Morrie de la existencia de su madre fue el telegrama que había notificado su muerte. Lo había escondido el día que llegó.
Lo conservó durante el resto de su vida,
Cuando Morrie era adolescente, su padre lo llevó a una fábrica de peletería donde trabajaba. Era en tiempos de la Depresión. Pretendía encontrar trabajo para Morrie.
Entró en la fábrica y sintió inmediatamente que las paredes se le venían encima. La sala estaba oscura y calurosa; las ventanas estaban cubiertas de mugre y las máquinas, muy juntas, giraban como las ruedas de un tren. Los pelos de las pieles volaban por el aire cargando el ambiente, y los trabajadores que cosían las pieles estaban inclinados sobre sus agujas mientras el jefe recorría las filas y les gritaba que trabajasen más deprisa. Morrie apenas podía respirar. Estaba de pie junto a su padre, paralizado de miedo, esperando que el jefe no le gritase también a él.
En el descanso para la comida, el padre de Morrie lo llevó ante el jefe y lo puso ante él de un empujón, mientras preguntaba si había trabajo para su hijo. Pero apenas había trabajo para los adultos, y ninguno quería dejarlo.
Aquello fue una bendición para Morrie. Le repugnaba aquel lugar. Hizo otro voto que mantuvo hasta el final de su vida: que no trabajaría nunca explotando a otra persona y que no consentiría nunca ganar dinero a costa del sudor de otros.
– ¿Qué vas a hacer? -le preguntaba Eva.
– No lo sé -decía él. Descartó el Derecho porque no le gustaban los abogados, y descartó la Medicina porque no soportaba ver la sangre.
– ¿Qué vas a hacer?
El mejor profesor que yo he tenido nunca se hizo maestro sólo por eliminación.
Un maestro afecta a la eternidad; nunca sabe dónde termina su influencia.
HENRY ADAMS
El cuarto martes
Vamos a empezar con esta idea -dijo Morrie-: Todo el mundo sabe que se va a morir, pero nadie se lo cree.
Aquel martes estaba con talante metódico. El tema era la muerte, el primero de los enunciados de mi lista. Antes de mi llegada, Morrie había escrito algunas notas en pequeños pedazos de papel blanco para no olvidarse de lo que quería decir. Su letra temblorosa ya era incomprensible para todos menos para él. Ya faltaba poco para el Día del Trabajo [2], y yo veía por la ventana del despacho los setos de color de espinaca del patio trasero y oía los gritos de los niños que jugaban en la calle en su última semana de libertad antes del comienzo de las clases.
Allá en Detroit, los huelguistas de los periódicos organizaban una enorme manifestación para el día de la fiesta, con el fin de demostrar la solidaridad de los sindicatos en contra de la dirección. Durante el vuelo había leído el caso de una mujer que había matado a tiros a su marido y a sus dos hijas cuando dormían, y que alegaba que los había querido proteger de «la gente mala». En California, los abogados del juicio de O. J. Simpson se estaban convirtiendo en personajes muy famosos.
Allí, en el despacho de Morrie, la vida se vivía día a día y cada día era precioso. Ahora estábamos sentados los dos, a poca distancia de la última novedad de la casa: un aparato de oxígeno. Era pequeño y portátil, llegaba aproximadamente a la altura de la rodilla. Algunas noches, cuando Morrie no aspiraba el aire suficiente para poder tragar, se conectaban a la nariz los largos tubos de plástico, que se le adherían a los orificios nasales como una sanguijuela. No me gustaba nada la idea de que Morrie estuviera conectado a una máquina, e intentaba no mirarla mientras él hablaba.
– Todo el mundo sabe que se va a morir -volvió a decir-, pero nadie se lo cree. Si nos lo creyéramos, haríamos las cosas de otra manera.
– De modo que nos engañamos acerca de la muerte -dije yo.
– Sí. Pero existe un planteamiento mejor. El de saber que te vas a morir y estar preparado en cualquier momento. Eso es mejor. Así, puedes llegar a estar verdaderamente más comprometido en tu vida mientras vives.
– ¿Cómo puede uno estar preparado para morir? -dije.
– Haz lo que hacen los budistas. Haz que todos los días se te pose en el hombro un pajarito que te pregunta: «¿Es éste el día? ¿Estoy preparado? ¿Estoy haciendo todo lo que tengo que hacer? ¿Estoy siendo la persona que quiero ser?»
Volvió la cabeza hacia su hombro como si tuviera allí al pajarito en aquel momento.
– ¿Es éste el día en que voy a morir?
Morrie tomaba libremente ideas de todas las religiones. Había nacido judío, pero se había vuelto agnóstico en su adolescencia, debido en parte a todo lo que le había pasado de niño. Le gustaban algunas ideas filosóficas del budismo y del cristianismo, y seguía sintiéndose a gusto dentro de la cultura del judaismo. Era un ecléctico en cuestión de religión, y esto le había hecho ser todavía más receptivo a los estudiantes que fueron sus alumnos a lo largo de los años. Y las cosas que decía en sus últimos meses sobre la tierra parecían trascender todas las diferencias religiosas. Es un efecto característico de la muerte.