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– La verdad, Mitch -me dijo-, es que cuando aprendes a morir, aprendes a vivir.

Yo asentí con la cabeza.

– Voy a decirlo otra vez -dijo-. Cuando aprendes a morir, aprendes a vivir.

Sonrió, y yo me di cuenta de lo que pretendía. Se estaba asegurando de que yo absorbía aquella idea sin avergonzarme haciéndome una pregunta. Era una de las virtudes que lo convertían en un buen maestro.

– ¿Pensabas mucho en la muerte antes de ponerte enfermo? -le pregunté.

– No -respondió Morrie, sonriendo-. Yo era como todos. Una vez dije a un amigo mío, en un momento de exuberancia: «¡Voy a ser el viejo más sano que has conocido nunca!»

– ¿Qué edad tenías?

– Sesenta y tantos.

– Así que eras optimista.

– ¿Por qué no? Como ya he dicho, nadie se cree de verdad que se va a morir.

– Pero todo el mundo conoce a alguien que se ha muerto -dije yo-. ¿Por qué es tan difícil pensar en morirse?

– Porque la mayoría de nosotros vamos por ahí como sonámbulos -siguió diciendo Morrie-. En realidad, no conocemos el mundo plenamente, porque estamos medio dormidos, haciendo las cosas que automáticamente creemos que debemos hacer.

– ¿Y el hecho de enfrentarse a la muerte lo cambia todo?

– Pues, sí. Te quitas de encima todas esas tonterías y te centras en lo esencial. Cuando te das cuenta de que te vas a morir, lo ves todo de una manera muy diferente.

Suspiró.

– Aprende a morir y aprenderás a vivir.

Advertí que ahora temblaba cuando movía las manos. Tenía las gafas colgadas al cuello, y cuando se las llevaba a los ojos le resbalaban por las sienes, como si intentase ponérselas a otra persona a oscuras. Le ayudé con la mano a colocárselas en las orejas.

– Gracias -susurró Morrie. Cuando le rocé la cabeza con la mano, sonrió. El menor contacto humano le producía una alegría inmediata.

– Mitch. ¿Puedo decirte una cosa?

– Claro -dije yo.

– Quizás no te guste.

– ¿Por qué no?

– Bueno, la verdad es que si escuchases de verdad al pajarito que está posado en tu hombro, si aceptases que puedes morirte en cualquier momento… entonces quizás no fueras tan ambicioso como eres.

Esbocé una leve sonrisa forzada.

– Las cosas a las que dedicas tanto tiempo, todo ese trabajo que haces, podrían parecerte menos importantes. Podrías tener que hacer sitio a cosas más espirituales.

– ¿Cosas espirituales?

– No te gusta esa palabra, ¿verdad? Te parece sensiblera.

– Bueno… -dije yo.

Intentó guiñar el ojo, con poco éxito, y yo me derrumbé y me eché a reír.

– Mitch -dijo él, riendo conmigo-, ni siquiera yo sé qué significa el «desarrollo espiritual». Pero sí sé que nos falta algo. Estamos demasiado comprometidos con las cosas materiales y éstas no nos satisfacen. Las relaciones de amor que mantenemos, el universo que nos rodea, son cosas que damos por supuestas.

Señaló con la cabeza la ventana, por donde entraba a raudales la luz del sol.

– ¿Ves eso? Tú puedes salir allí fuera, al aire libre, en cualquier momento. Puedes dar una vuelta a la manzana corriendo y hacer locuras. Yo no puedo hacerlo. No puedo salir. No puedo correr. No puedo estar allí fuera sin miedo a ponerme enfermo. Pero ¿sabes una cosa? Yo aprecio esa ventana más que tú.

– ¿La aprecias?

– Sí. Me asomo a esa ventana todos los días. Advierto los cambios de los árboles, la fuerza del viento. Es como si viera realmente el paso del tiempo por esa ventana. Como sé que mi tiempo casi se ha agotado, me siento atraído por la naturaleza como si la viera por primera vez.

Calló, y pasamos un momento sin hacer otra cosa que mirar por la ventana. Intenté ver lo que veía él. Intenté ver el tiempo y las estaciones, el transcurso de mi vida a cámara lenta. Morrie dejó caer ligeramente la cabeza y la volvió hacia su hombro.

– ¿Es hoy, pajarito? -preguntó-. ¿Es hoy?

Morrie seguía recibiendo cartas de todo el mundo, gracias a sus apariciones en «Nightline». Se sentaba, cuando tenía fuerzas, y dictaba las cartas de contestación a sus amigos y familiares que se reunían para celebrar sesiones de redacción de cartas.

Un domingo, cuando sus hijos, Rob Jon, estaban en su casa, se reunieron todos en el cuarto de estar. Morrie estaba sentado en su silla de ruedas, con sus piernas delgadas cubiertas por una manta. Cuando sintió frío, uno de sus asistentes le puso sobre los hombros una chaqueta de nailon.

– ¿Cuál es la primera carta? -dijo Morrie.

Un compañero suyo leyó una nota de una mujer llamada Nancy, que había perdido a su madre, víctima de la ELA. Le escribía para decirle lo mucho que había sufrido por la pérdida y que sabía lo mucho que debía estar sufriendo Morrie también.

– Está bien -dijo Morrie cuando terminó la lectura de la carta. Cerró los ojos.

– Vamos a empezar diciendo: «Querida Nancy, me has conmovido mucho con lo que me has contado de tu madre. Y comprendo lo que has pasado. Hay tristeza y sufrimiento por ambas partes. El dolor por la pérdida me ha hecho bien a mí, y espero que también te haya hecho bien a ti.»

– Quizás debas cambiar la última frase -dijo Rob.

Morrie reflexionó un momento y dijo:

– Tienes razón. ¿Qué te parece: «Espero que puedas encontrar el poder sanador del dolor por la pérdida»? ¿Está mejor así?

Rob asintió con la cabeza.

– Añade: «Gracias, Morrie» -dijo Morrie.

Leyeron otra carta de una mujer llamada Jane que le agradecía sus palabras inspiradoras en el programa «Nightline». Lo calificaba de profeta.

– Es un elogio muy grande -dijo un compañero-. Profeta.

Morrie torció el gesto. Evidentemente, no estaba de acuerdo con aquel calificativo.

– Vamos a darle las gracias por sus grandes elogios. Y decidle que me alegro de que mis palabras significaran algo para ella. Y no olvidéis firmar «Gracias, Morrie».

Había una carta de un hombre de Inglaterra que había perdido a su madre y que pedía a Morrie que le ayudase a ponerse en contacto con ella a través del mundo espiritual. En otra carta una pareja quería desplazarse a Boston en coche para conocerle. Había una larga carta de una antigua alumna de posgrado que le contaba su vida después de dejar la universidad. Hablaba de un asesinato seguido de suicidio y de tres partos de niños muertos. Hablaba de su madre, que había muerto de la ELA. Manifestaba su temor de que ella, la hija, contrajese también la enfermedad. Seguía y seguía. Dos páginas. Tres páginas. Cuatro páginas.

Morrie soportó todo el largo y sombrío relato. Cuando terminó por fin, dijo suavemente:

– Bueno, ¿qué respondemos?

El grupo se quedó en silencio. Al cabo, Rob dijo:

– ¿Qué os parece: «Gracias por tu larga carta»?

Todos rieron. Morrie miró a su hijo y sonrió alegremente.

En el periódico que está cerca de su sillón hay una foto del lanzador de un equipo de béisbol de Boston que sonríe después de haber ganado el partido sin que marcara el equipo contrario. Pienso para mis adentros que, con todas las enfermedades que existen, Morrie ha tenido que contraer una que lleva el nombre de un deportista.

– ¿Te acuerdas de Lou Gehrig? -le pregunto.

– Recuerdo su despedida en el estadio.

– ¿Así que recuerdas su frase famosa?

– ¿Cuál?

– Vamos. La de Lou Gehrig. «El orgullo de los Yankees». El discurso que resonó por los altavoces.