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– En nada -dije yo, cambiando de tema.

La verdad es que yo tengo, en efecto, un hermano, un hermano rubio, de ojos castaños, dos años menor que yo, tan diferente de mí y de mi hermana, que tiene el pelo oscuro, que solíamos hacerle rabiar diciéndole que unos desconocidos lo habían dejado en la puerta de la casa cuando era recién nacido.

– Y un día volverán por ti -le decíamos. Él lloraba cuando le decíamos esto, pero se lo decíamos igual.

Se crió como se crían muchos hijos más pequeños, mimado, adorado, y atormentado interiormente. Soñaba con ser actor o cantante; volvía a reproducir, sentado a la mesa cuando cenábamos, las películas que había visto en la televisión, representando todos los papeles, mientras su sonrisa luminosa casi se le saltaba de los labios. Yo era el buen estudiante, él era el malo; yo era obediente, él transgredía las reglas; yo me abstenía de las drogas y del alcohol, él probaba todo lo que se podía meter en el cuerpo. Poco después de terminar los estudios secundarios se fue a vivir a Europa, pues prefería el estilo de vida más informal que había encontrado allí. Pero siguió siendo el favorito de la familia. Cuando visitaba la casa familiar, yo me solía sentir rígido y conservador en su presencia alocada y divertida.

Con todo lo diferentes que éramos, yo razonaba que nuestros destinos nos lanzarían en direcciones opuestas cuando llegásemos a la edad adulta. Y tenía razón en todos los sentidos menos en uno. A partir del día en que murió mi tío, yo creí que sufriría una muerte semejante, una enfermedad temprana que acabaría conmigo. Por eso yo trabajaba a un ritmo febril y me preparaba para el cáncer. Sentía su aliento. Sabía que se me venía encima. Lo esperaba como el condenado a muerte espera al verdugo.

Y yo tenía razón. Llegó.

Pero a mí me respetó.

Atacó a mi hermano.

Era el mismo tipo de cáncer de mi tío. De páncreas. Un tipo poco frecuente. Y así, el más joven de nuestra familia, con su pelo rubio y sus ojos castaños, tuvo que someterse a la quimioterapia y a las radiaciones. Se le cayó el pelo; la cara se le quedó tan consumida como la de un esqueleto. Tenía que haberme tocado a mí, pensaba yo. Pero mi hermano no era yo y no era mi tío. Era un luchador, y lo había sido desde sus primeros años, cuando luchábamos en el sótano y llegaba a morderme atravesando mi zapato con los dientes hasta que yo daba un grito de dolor y lo soltaba.

De modo que él plantó cara. Luchó contra la enfermedad en España, donde vivía, con la ayuda de un fármaco experimental que no estaba disponible en los Estados Unidos, ni lo está todavía. Recorrió toda Europa en avión para someterse a tratamientos. Después de cinco años de tratamientos, parecía que aquel fármaco iba expulsando al cáncer y lo hacía remitir.

Ésta era la buena noticia. La mala noticia era que mi hermano no me quería tener a su lado; ni a mí, ni a ninguno de la familia. Por mucho que intentábamos llamarle y visitarle, él nos mantenía a distancia, insistiendo en que su lucha debía realizarla por su cuenta. Pasaban meses enteros sin que oyésemos una sola palabra suya. Los mensajes que dejábamos en su contestador automático quedaban sin respuesta. A mí me desgarraba el sentimiento de culpabilidad, pues pensaba que debería estar haciendo algo por él, y me consumía la ira por su negativa a concedernos el derecho a hacerlo.

Así pues, una vez más, me sumergí en el trabajo. Trabajaba porque el trabajo lo podía controlar. Trabajaba porque trabajar era razonable y responsable. Y cada vez que llamaba al apartamento de mi hermano en España y me respondía el contestador automático, con la voz de mi hermano hablando en español, un indicio más de cuánto nos habíamos distanciado, yo colgaba y trabajaba un poco más.

Quizás fuera éste uno de los motivos por los que me sentía atraído por Morrie. Él me dejaba estar donde mi hermano no quería dejarme estar.

Volviendo la vista atrás, quizás Morrie lo supiera todo desde el principio.

Es un invierno de mi infancia, en una cuesta cubierta de nieve de nuestro barrio de las afueras. Mi hermano y yo vamos en el trineo, él arriba, yo debajo. Siento su barbilla en mi hombro y sus pies en mis corvas.

El trineo se desliza con estrépito sobre las placas de hielo. Cogemos velocidad según vamos bajando la cuesta.

– ¡UN COCHE! -chilla alguien.

Lo vemos venir calle abajo, a nuestra izquierda. Gritamos e intentamos apartarnos gobernando el trineo, pero los patines no se mueven. El conductor hace sonar la bocina y pisa el freno, y nosotros hacemos lo que hacen todos los niños: nos tiramos. Rodamos como troncos, con nuestros anoraks con capucha, por la nieve húmeda y fría, pensando que lo primero que nos tocará será la goma dura de la rueda de un coche. Vamos chillando, «AAAAAAH», y tenemos hormigueos de miedo, dando vueltas y más vueltas, viendo el mundo del revés, del derecho, del revés.

Y al final, nada. Dejamos de rodar y recobramos el aliento y nos limpiamos de la cara la nieve que gotea. El conductor gira al final de la calle, haciéndonos un gesto sacudiendo el dedo. Estamos a salvo. Nuestro trineo ha chocado en silencio con un montón de nieve y nuestros amigos nos dan palmaditas y nos dicen: «guay», y «podíais haberos matado».

Sonrío a mi hermano y nos sentimos unidos por un orgullo infantil. Pensamos que no ha sido tan difícil, y estamos dispuestos a enfrentarnos de nuevo a la muerte.

El sexto martes

Hablamos de las emociones

Pasé ante los laureles silvestres y el falso plátano y subí los escalones de piedra azul de la puerta principal de la casa de Morrie. El canalón blanco colgaba como una tapadera sobre la puerta. Llamé al timbre y no salió a recibirme Connie sino Charlotte, la esposa de Morrie, una hermosa mujer de pelo gris que hablaba con voz melodiosa. No solía estar en casa cuando iba yo (seguía trabajando en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, tal como quería Morrie), y aquella mañana me sorprendió verla.

– Morrie lo está pasando mal hoy -me dijo. Fijó la vista durante un momento por encima de mi hombro, y después se dirigió a la cocina.

– Lo siento -dije yo.

– No, no, se alegrará de verte -dijo ella en seguida-. Estoy segura…

Se interrumpió a mitad de la frase, volviendo ligeramente la cabeza, escuchando algo. Después siguió diciendo:

– Estoy segura… de que se sentirá mejor cuando sepa que estás aquí.

Tomé las bolsas del supermercado, «mis víveres habituales», dije en broma, y ella pareció sonreír e inquietarse a la vez.

– Ya hay mucha comida. No se ha comido nada de lo que trajiste la última vez.

Aquello me cogió de sorpresa.

– ¿No se ha comido nada? -pregunté.

Ella abrió la nevera y vi los recipientes de ensalada de pollo, fideos, verduras, calabacines rellenos, todo lo que había traído yo para Morrie. Abrió el congelador y había más cosas todavía.

– Morrie no se puede comer la mayor parte de esta comida. Es demasiado dura para que pueda ingerirla. Ahora tiene que comer cosas blandas y líquidos.

– Pero no me había dicho nada -dije yo.

Charlotte sonrió.

– No quiere herir tus sentimientos.

– No habría herido mis sentimientos. Lo único que quería yo era ayudarle de alguna manera. Lo que quiero decir es que lo único que quería era traerle algo…

– Ya le estás trayendo algo. Espera tus visitas con ilusión. Habla de que tiene que realizar contigo este proyecto, de que tiene que concentrarse y dedicarle tiempo. Creo que le está dando una buena orientación…