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– Mitch. ¿Qué piensas?

Hice una pausa antes de responder.

– Bueno -dije-, me pregunto cómo es que no envidias a las personas más jóvenes y más sanas.

– Ah, supongo que las envidio.

Cerró los ojos.

«Las envidio porque son capaces de ir al gimnasio o de ir a nadar. O a bailar. Sobre todo lo de bailar. Pero la envidia me invade, yo la siento, y después la suelto. ¿Recuerdas lo que dije del desapego? Suéltalo. Decirte a ti mismo: «Esto es envidia, y ahora voy a apartarme de ella». Y te alejas.»

Tosió, una tos larga, rasposa, y se llevó a la boca un pañuelo de papel y escupió débilmente en él. Allí sentado, yo me sentía mucho más fuerte que él, desproporcionadamente más fuerte, como si pudiera levantarlo y echármelo al hombro como un saco de harina. Mi superioridad me turbaba, pues yo no me sentía superior a él en ningún otro sentido.

– ¿Cómo consigues no envidiar…?

– ¿Qué?

– No envidiarme a mí.

Sonrió.

– Mitch, es imposible que los viejos no envidiemos a los jóvenes. Pero la cuestión es aceptar quién eres y gozar de ello. Éste es tu momento de tener treinta y tantos años. Yo tuve mi momento de tener treinta y tantos años, y ahora es mi momento de tener setenta y ocho.

«Tienes que encontrar lo que hay de bueno, de verdadero y de hermoso en tu vida tal como es ahora. Si miras atrás, te vuelves competitivo. Y la edad no es una cuestión de competitividad.»

Suspiró y bajó los ojos, como para ver cómo se dispersaba su aliento por el aire.

»La verdad es que una parte de mí tiene todas las edades. Tengo tres años, tengo cinco años, tengo treinta y siete años, tengo cincuenta años. He pasado por todas estas edades y sé cómo son. Me encanta ser un niño cuando es adecuado ser un niño. Me encanta ser un viejo sabio cuando es adecuado 'ser un viejo sabio. ¡Piensa todo lo que puedo ser! Tengo todas las edades hasta la mía. ¿Lo entiendes?»

Asentí con la cabeza.

«¿Cómo puedo tener envidia de que estés donde estás… cuando yo mismo he estado allí?»

El destino hace sucumbir a muchas especies: sólo una se pone en peligro a sí misma.

W. H. AUDEN,

el poeta favorito de Morrie

El octavo martes

Hablamos del dinero

Levanté el periódico para que pudiera verlo Morrie:

NO QUIERO QUE SE ESCRIBA EN MI TUMBA:

«NUNCA TUVE UNA CADENA DE EMISORAS.»

Morrie se rió y después sacudió la cabeza. Entraba el sol de la mañana por la ventana que tenía a su espalda, y caía sobre las flores rosadas del hibisco que estaba en el alféizar. La cita era de Ted Turner, magnate multimillonario de las comunicaciones, fundador de la CNN, que se estaba lamentando de no haber conseguido apoderarse de la cadena de emisoras CBS en una operación gigantesca de absorción de empresas. Yo había llevado el artículo a Morrie aquella mañana porque me preguntaba si Turner, en el caso de encontrarse alguna vez en la situación de mi viejo profesor, perdiendo la respiración, petrificándosele el cuerpo, tachando uno a uno en el calendario los días que le quedaban, se lamentaría verdaderamente de no haber tenido una cadena de emisoras.

– Todo forma parte de un mismo problema. Mitch -dijo Morrie-. Depositamos nuestros valores en cosas equivocadas. Y eso nos conduce a vivir unas vidas muy desilusionadas. Creo que debemos hablar de esto.

Morrie estaba centrado. Por entonces tenía días buenos y días malos. Estaba pasando un día bueno. La noche anterior había acudido a la casa para cantar ante él un coro a cappella local, y él me lo contó con emoción, como si hubieran pasado a visitarlo los mismísimos Ink Spots. Morrie ya tenía un poderoso amor a la música aun antes de ponerse enfermo, pero ahora ese amor era tan intenso que lo conmovía hasta saltársele las lágrimas. A veces escuchaba ópera por la noche, cerrando los ojos, dejándose llevar por las voces magníficas que ascendían y caían.

– Deberías haber oído a aquel coro anoche, Mitch. ¡Qué sonido!

A Morrie le habían agradado siempre los placeres sencillos: cantar, reír, bailar. Ahora, más que nunca, las cosas materiales significaban poco o nada para él. Cuando una persona muere, siempre se oye decir a alguien: «No te lo puedes llevar a la tumba». Parecía que Morrie lo sabía desde hacía mucho tiempo.

– En nuestro país estamos practicando el lavado de cerebro en cierto modo -dijo Morrie con un suspiro-. ¿Sabes cómo se lava el cerebro a la gente? Repitiendo algo una y otra vez. Y eso es lo que hacemos en este país. Poseer cosas es bueno. Más dinero es bueno. Más bienes es bueno. Más comercialismo es bueno. Más es bueno. Más es bueno. Lo repetimos, y nos lo repiten, una y otra vez, hasta que nadie se molesta siquiera en pensar lo contrario. La persona media está tan obnubilada por todo esto que ya no tiene una visión de lo que es verdaderamente importante.

»En mi vida me encontraba por todas partes con personas que querían engullir algo nuevo. Engullir un coche nuevo. Engullir un bien inmobiliario nuevo. Engullir el último juguete. Y después querían contártelo. «¿A que no sabes lo que tengo? ¿A que no sabes lo que tengo?»

«¿Sabes cómo he interpretado esto siempre? Estas personas tenían tanta hambre de amor que aceptaban sucedáneos. Abrazaban las cosas materiales y esperaban que éstas les devolvieran el abrazo de alguna manera. Pero eso no da resultado nunca. Las cosas materiales no pueden servir de sucedáneo del amor, ni de la delicadeza, ni de la ternura, ni del sentimiento de camaradería.

»El dinero no sirve de sucedáneo de la ternura, y el poder no sirve de sucedáneo de la ternura. Te puedo asegurar, como que estoy aquí sentado muriéndome, que cuando más lo necesitas, ni el dinero ni el poder te darán el sentimiento que buscas, por mucho que tengas de las dos cosas.»

Recorrí con la mirada el despacho de Morrie. Era idéntico aquel día que el primer día en que llegué allí. Los libros ocupaban los mismos lugares en los estantes. El mismo escritorio viejo estaba abarrotado de papeles. Las demás habitaciones no se habían mejorado ni modernizado. En realidad, Morrie no se había comprado nada nuevo, salvo material médico, desde hacía mucho tiempo, desde hacía años quizás. El mismo día que supo que tenía una enfermedad terminal perdió interés por su poder adquisitivo.

Así pues, el televisor era el mismo, de modelo antiguo, el coche que llevaba Charlotte era el mismo, de modelo antiguo, la vajilla, los cubiertos y las toallas eran todas las mismas. Sin embargo, la casa había cambiado drásticamente. Se había llenado de amor, de enseñanzas y de comunicación. Se había llenado de amistad, de familia, de sinceridad y de lágrimas. Se había llenado de compañeros, de alumnos, de maestros de meditación, de fisiotera- peutas, de enfermeras y de coros a cappella. Se había convertido, de una manera muy real, en una casa rica, aunque la cuenta corriente de Morrie se estuviera agotando rápidamente.

– En este país hay una gran confusión entre lo que queremos y lo que necesitamos -dijo Morrie-. Necesitas comida; quieres un helado de chocolate. Tienes que ser sincero contigo mismo. No necesitas el último coche deportivo, no necesitas la casa más grande.

»La verdad es que estas cosas no te dan satisfacción. ¿Sabes qué es lo que te da satisfacción de verdad?»

– ¿Qué?

– Ofrecer a los demás lo que puedes dar.

– Pareces un boy scout.