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– No me refiero al dinero, Mitch. Me refiero a tu tiempo. A tu interés. A tu capacidad para contar cuentos. No es tan difícil. Cerca de aquí han abierto un centro para ancianos. Allí acuden docenas de personas mayores todos los días. Si eres un hombre o una mujer joven y tienes unos conocimientos, te invitan a que vayas allí y los enseñes. Suponte que sabes informática. Vas allí y les enseñas informática. Te reciben muy bien. Y te lo agradecen mucho. Así es como empiezas a recibir respeto, ofreciendo algo que tienes.

»Eso lo puedes hacer en muchos sitios. No hace falta que tengas un gran talento. En los hospitales y en las residencias de ancianos hay personas solas que no quieren más que algo de compañía. Juegas a las cartas con un hombre mayor que está solo y encuentras un nuevo respeto hacia ti mismo, porque te necesitan.»

«¿Recuerdas lo que dije de encontrar una vida llena de sentido? Lo escribí, pero ahora lo puedo repetir de memoria: Dedícate a amar a los demás, dedícate a la comunidad que te rodea y dedícate a crear algo que te aporte un norte y un sentido.

«Advertirás -añadió, sonriendo, que aquí no se dice nada de un sueldo.»

Yo apuntaba en un bloc de hojas amarillas algunas de las cosas que decía Morrie. Lo hacía principalmente porque no quería que me viera los ojos, que supiera lo que pensaba yo, que yo había perseguido durante una buena parte de mi vida, desde mi graduación, aquellas mismas cosas que él había denunciado: juguetes mayores, una casa más bonita. Como yo trabajaba entre deportistas ricos y famosos, me había convencido a mí mismo de que mis necesidades eran realistas, de que mi codicia era insignificante comparada con la de ellos.

Aquello era una cortina de humo. Morrie lo había puesto de manifiesto.

– Mitch, si lo que quieres es presumir ante los que están en la cumbre, olvídalo. Te despreciarán de todos modos. Y si lo que quieres es presumir ante los que están por debajo, olvídalo. No harán más que envidiarte. Un alto nivel social no te llevará a ninguna parte. Sólo un corazón abierto te permitirá flotar equitativamente entre todos.

Hizo una pausa y me miró.

– Me estoy muriendo ¿no es así?

– Sí.

– ¿Por qué crees que es tan importante para mí oír los problemas de otras personas? ¿Acaso no tengo bastante dolor y sufrimiento propios?

«Claro que los tengo. Pero lo que me hace sentirme vivo es dar a los demás. No es mi coche ni mi casa. No es mi aspecto cuando me miro al espejo. Cuando doy mi tiempo, cuando puedo hacer sonreír a alguien que se sentía triste, me siento todo lo sano que puedo sentirme.

»Haz las cosas que te salen del corazón. Cuando las hagas, no estarás insatisfecho, no tendrás envidia, no desearás las cosas de otra persona. Por el contrario, lo que recibirás a cambio te abrumará.»

Tosió e intentó coger la campanilla que estaba en la silla. Tuvo que tantearla varias veces, y por último la cogí yo y se la puse en la mano.

– Gracias -susurró. La agitó débilmente, intentando llamar a Connie…

– A ese tal Ted Turner -dijo Morrie-, ¿no se le pudo ocurrir ninguna otra cosa que escribir en su lápida?

Cada noche, cuando me duermo, me muero. Y a la mañana siguiente, cuando me despierto, renazco.

MAHATMA GANDHI

El noveno martes

Hablamos de cómo perdura el amor

Las hojas habían empezado a cambiar de color y hacían del viaje a través de West Newton un retrato de oro y herrumbre. Allá en Detroit, el enfrentamiento laboral se había estancado, pues cada uno de los bandos acusaba al otro de falta de comunicación. Las noticias de la televisión eran igualmente deprimentes. En una zona rural de Kentucky, tres hombres habían arrojado pedazos de una lápida desde un puente, habían destrozado el parabrisas de un coche que pasaba y habían matado a una muchacha adolescente que viajaba con su familia en una peregrinación religiosa. En California, el juicio de O. J. Simpson se aproximaba a su desenlace, y todo el país parecía obsesionado. Hasta en los aeropuertos se habían instalado televisores conectados con la CNN para que uno pudiera enterarse de la marcha del caso de O. J. mientras se dirigía a la puerta de embarque.

Yo había intentado varias veces llamar a mi hermano, que estaba en España. Le había dejado mensajes diciéndole que tenía verdaderos deseos de hablar con él, que había estado pensando mucho en él y en mí. Algunas semanas más tarde recibí un breve mensaje en que decía que todo iba bien pero que, sintiéndolo mucho, no tenía ganas de hablar de su enfermedad.

Lo que estaba hundiendo a mi viejo profesor no era hablar de su enfermedad sino la enfermedad misma. Desde mi última visita, una enfermera le había insertado un catéter en el pene por el que salía la orina, que pasaba por un tubo y se recogía en una bolsa que estaba al pie de su sillón. Sus piernas necesitaban atenciones constantes -todavía podía sentir el dolor, aunque no podía moverlas; era otra de las crueles paradojas de la ELA-, y si no tenía los pies suspendidos a una distancia precisa de los bloques de gomaespuma, sentía como sí le estuvieran pinchando con un tenedor. A mitad de una conversación, Morrie tenía que pedir a sus visitas que le levantasen el pie y que se lo movieran sólo dos centímetros, o que le colocasen la cabeza para que encajara mejor en el hueco de las almohadas de colores. ¿Os imagináis lo que es no poder mover la cabeza?

En cada visita parecía que Morrie se iba fusionando más con su sillón, que su columna vertebral adquiría la forma del sillón. Con todo, insistía todas las mañanas en que lo levantaran de la cama y lo llevaran en la silla de ruedas a su despacho, en que lo depositaran allí entre sus libros y sus papeles y con el hibisco del alféizar. De una manera muy suya, encontraba algo de filosófico en aquello.

– Lo resumo en mi último aforismo -me dijo.

– Dímelo.

– Cuando estás en la cama, estás muerto.

Sonrió. Sólo Morrie era capaz de sonreír por una cosa así.

Había recibido llamadas de la gente del programa «Nightline» y del propio Ted Koppel.

– Quieren venir a hacer otro programa conmigo -dijo-. Pero dicen que quieren esperar.

– ¿A qué? ¿A que estés dando el último suspiro?

– Puede ser. En todo caso, no me falta tanto.

– No digas eso.

– Perdona.

– Eso me fastidia: que quieran esperar a que te consumas.

– Te fastidia porque te preocupas por mí.

Sonrió.

»Mitch, es posible que se estén sirviendo de mí para crear un pequeño drama. Está bien. Es posible que yo también me esté sirviendo de ellos. Me ayudan a transmitir mi mensaje a millones de personas. No podría conseguirlo sin ellos ¿verdad? De modo que es un acuerdo.»

Tosió, y la tos se convirtió en un largo gargarismo que terminó con otra flema en un pañuelo de papel arrugado.

– En todo caso -dijo Morrie-, yo les dije que más les valía no esperar demasiado o ya no tendré voz. Cuando esto me llegue a los pulmones, puede resultarme imposible hablar. Ya no puedo hablar mucho tiempo sin tener que descansar. Ya he anulado las citas con muchas personas que querían hablar conmigo. Son muchos, Mitch. Pero estoy demasiado fatigado. Si no puedo ofrecerles la atención adecuada, no puedo ayudarles.

Miré la grabadora sintiéndome culpable, como si le estuviera robando el tiempo precioso de habla que le quedaba.

– ¿Quieres que lo dejemos? -le dije-. ¿Te vas a cansar demasiado?

Morrie cerró los ojos y sacudió la cabeza. Parecía que estaba esperando a que se le pasara un dolor callado.

– No -dijo por fin-. Tú y yo tenemos que seguir. Es nuestra última tesina juntos, ya lo sabes.