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– Nuestra última tesina.

– Nos interesa hacerlo bien.

Pensé en la primera tesina que habíamos preparado juntos, en la universidad. Había sido idea de Morrie, por supuesto. Me había dicho que yo tenía la preparación suficiente para preparar una tesina, cosa que yo no me había planteado nunca.

Y aquí estábamos, haciendo lo mismo una vez más. Empezando por una idea. Un moribundo habla a un vivo, le dice lo que debe saber. Esta vez yo tenía menos prisa por terminar.

– Ayer me hicieron una pregunta interesante -dijo ahora. Morrie, mirando por encima de mi hombro un tapiz que estaba a mi espalda, hecho de retazos con mensajes llenos de esperanza que sus amigos le habían cosido cuando cumplió setenta años. Cada retazo del tapiz contenía un mensaje diferente: AGUANTA HASTA LA META; LO MEJOR ESTÁ POR LLEGAR; ¡MORRIE, SIEMPRE EL NÚMERO 1 EN SALUD MENTAL!

– ¿Qué pregunta es ésa? -le pregunté.

– Si me preocupaba que me olvidasen tras mi muerte.

– ¿Y bien? ¿Te preocupa?

– Creo que no me preocupará. Tengo a muchas personas que se han relacionado conmigo de maneras estrechas, íntimas. Y el amor es lo que te hace seguir vivo, aun después de que te hayas ido.

– Parece la letra de una canción: «El amor es lo que te hace seguir vivo».

Morrie se rió entre dientes.

– Puede ser. Pero, Mitch, ¿y todo lo que estamos hablando? ¿No oyes a veces mi voz cuando estás en tu casa? ¿Cuando estás solo? ¿En el avión, quizás? ¿En tu coche, quizás?

– Sí -reconocí.

– Entonces, no me olvidarás cuando me haya ido. Piensa en mi voz, y yo estaré allí.

– Que piense en tu voz.

– Y si quieres llorar un poco, está bien.

Morrie. Había querido hacerme llorar desde que yo era estudiante de primer año.

– Uno de estos días te voy a impresionar -me decía.

– Sí, sí -respondía yo.

– Ya he decidido lo que quiero que escriban en mi lápida -me dijo.

– No quiero hablar de lápidas.

– ¿Por qué? ¿Te ponen nervioso?

Me encogí de hombros.

– Podemos olvidarlo.

– No, no, sigue hablando. ¿Qué has decidido?

Morrie chascó los labios.

– Había pensado en esto: «Maestro Hasta el Fin».

Esperó a que yo lo asimilara.

– Maestro Hasta El Fin.

– ¿Es bueno? -me preguntó.

– Sí -dije yo-. Muy bueno.

Llegó a encantarme el modo en que Morrie se iluminaba cuando yo entraba en la habitación. Lo hacía con muchas personas, ya lo sé, pero tenía el don especial de conseguir que cada visitante sintiera que aquella sonrisa era única.

– Aaaah, es mi amigo -decía cuando me veía, con aquella voz nebulosa y aguda. Y aquello no quedaba en el saludo. Cuando Morrie estaba contigo, estaba contigo de verdad. Te miraba directamente a los ojos y te escuchaba como si fueses la única persona en el mundo. ¿Cuánto mejor se llevarían las personas si su primer encuentro de cada día fuera así, en vez del gruñido de una camarera, de un conductor de autobús o del jefe?

– Creo en estar plenamente presente -dijo Morrie-. Esto significa que debes estar con la persona con la que estás. Ahora que estoy hablando contigo, Mitch, intento centrarme sólo en lo que está pasando entre los dos. No pienso en algo que dijéramos la semana pasada. No pienso en lo que voy a hacer este viernes. No pienso en hacer otro programa con Koppel ni en la medicación que estoy tomando.

»Estoy hablando contigo. Estoy pensando en ti.»

Yo recordaba que nos solía enseñar esta idea en la asignatura de Procesos de Grupos en Brandeis. En aquellos tiempos yo lo había desdeñado, pensando que aquello no era digno del programa de una asignatura universitaria. ¿Aprender a prestar atención? ¿Qué importancia podía tener aquello? Ahora sé que es más importante que casi todo lo que nos enseñaron en la universidad.

Morrie me pidió con un gesto que le diera la mano, y al dársela sentí un arranque de culpabilidad. Allí tenía a un hombre que, si quería, podía dedicar todos los momentos del día a la autocompasión, comprobar con las manos el estado de descomposición de su cuerpo, a contar su respiración. Hay muchas personas con problemas mucho menores que están tan absortas en sí mismas que se les ponen los ojos vidriosos si les hablas durante más de treinta segundos. Ya tienen otra cosa en la cabeza: un amigo al que tienen que llamar, un fax que tienen que enviar, un amante con el que están soñando. Sólo recuperan la atención plena de golpe cuando terminas de hablar, momento en el que dicen «ajá» o «sí, es verdad» e improvisan hasta llegar al momento presente.

– Una parte del problema, Mitch, es la prisa que tiene todo el mundo -dijo Morrie-. Las personas no han encontrado sentido en sus vidas, por eso corren constantemente buscándolo. Piensan en el próximo coche, en la próxima casa, en el próximo trabajo. Y después descubren que esas cosas también están vacías, y siguen corriendo.

– Cuando empiezas a correr, es difícil ir más despacio -dije yo.

– No es tan difícil -dijo él, sacudiendo la cabeza-. ¿Sabes lo que hago yo? Cuando alguien quería pasar por delante de mí en la carretera (cuando yo podía conducir), levantaba la mano…

Intentó hacerlo, pero la mano se levantaba débilmente, sólo un palmo.

»…levantaba la mano, como si fuera a hacer un gesto negativo, pero entonces les saludaba con la mano y sonreía. En vez de hacerles un corte de mangas, les dejas pasar y les sonríes.

»Y ¿sabes una cosa? Muchas veces me devolvían la sonrisa.

»La verdad es que no me hace falta ir con tanta prisa con mi coche. Prefiero dedicar mi energía a la gente.»

Hacía esto mejor que nadie que yo hubiera conocido nunca. Los que se sentaban a su lado veían que se le humedecían los ojos cuando hablaban de algo terrible, o que le chispeaban de placer cuando le contaban un chiste francamente malo. Siempre estaba dispuesto a manifestar abiertamente la emoción que tanto solía faltarnos a los de mi generación de la época del baby boom. Se nos da de maravilla la charla intranscendente: «¿A qué te dedicas?» «¿Dónde vives?» Pero ¿cuántas veces escuchamos actualmente de verdad a una persona -sin intentar venderle algo, ni ligártela, ni ganártela, ni conseguir a cambio algún tipo de reconocimiento social-? Creo que muchas personas que visitaron a Morrie en los últimos meses de su vida no se animaron a venir por la atención que querían prestarle a él sino por la atención que él les prestaba a ellas. A pesar de su dolor y de su deterioro personal, aquel viejecillo les escuchaba como siempre habían querido que les escuchara alguien.

Le dije que era el padre que todos quisieran haber tenido.

– Bueno -dijo él-, tengo alguna experiencia en ese terreno…

La última vez que vio Morrie a su padre fue en un depósito de cadáveres municipal. Charlie Schwartz era un hombre callado al que le gustaba leer el periódico, solo, a la luz de una farola de la avenida Tremont, en el Bronx. Cuando Morrie era pequeño, Charlie salía a dar un paseo todas las noches, después de la cena. Era un ruso pequeño, de tez rojiza y con una buena mata de pelo gris. Morrie y su hermano David se asomaban a la ventana y lo veían apoyado en la farola, y Morrie deseaba que entrase en casa a hablar con ellos, pero rara vez lo hacía. Tampoco los arropaba en la cama ni les daba las buenas noches con un beso.

Morrie juraba siempre que haría aquellas cosas con sus hijos si alguna vez los tenía. Y, años después, cuando los tuvo, las hizo.

Mientras tanto, mientras Morrie criaba a sus hijos, Charlie seguía viviendo en el Bronx. Seguía dándose su paseo. Seguía leyendo el periódico. Una noche, salió a la calle después de cenar. A pocas manzanas de su casa, lo asaltaron dos atracadores.