– Danos el dinero -dijo uno, sacando una pistola.
Charlie, asustado, tiró la cartera y echó a correr. Corrió por las calles, y no dejó de correr hasta que llegó a la escalera de acceso a la casa de un pariente suyo, en cuyo porche se derrumbó.
Tenía un ataque al corazón.
Murió aquella noche.
Llamaron a Morrie para que identificara el cadáver. Viajó a Nueva York en avión y fue al depósito de cadáveres. Lo llevaron al sótano, a la sala refrigerada donde se guardaban los cadáveres.
– ¿Es éste su padre? -le preguntó el empleado.
Morrie contempló el cadáver que estaba tras el vidrio, el cuerpo del hombre que le había reñido, lo había moldeado y le había enseñado a trabajar, que había guardado silencio cuando Morrie quería que hablase, que había dicho a Morrie que se tragase los recuerdos de su madre cuando él quería compartirlos con el mundo.
Asintió con la cabeza y se marchó. Como contaría más tarde, el horror de la sala le absorbió todas sus demás funciones. No lloró hasta varios días más tarde.
Con todo, la muerte de su padre ayudó a Morrie a prepararse para la suya propia. Sabía una cosa: habría muchos abrazos, besos, conversaciones y risas, y no quedaría ningún adiós por decir; tendría todas las cosas que había echado de menos con su padre y con su madre.
Morrie quería estar rodeado de sus seres queridos, conscientes de lo que le estaba pasando, cuando llegase el último momento. Nadie se enteraría por una llamada de teléfono, ni por un telegrama, ni tendría que asomarse a una ventanilla de vidrio en un sótano frío y desconocido.
En la selva tropical de América del Sur hay una tribu llamada desana cuyos miembros consideran que en el mundo hay una cantidad fija de energía que fluye entre todas las criaturas. Por lo tanto, todo nacimiento debe engendrar una muerte, y toda muerte produce un nuevo nacimiento. Así se conserva completa la energía del mundo.
Cuando los desanas van de caza para conseguir alimentos, saben que los animales que maten dejarán un vacío en el pozo espiritual. Pero creen que ese vacío se llenará con las almas de los cazadores desanas cuando mueran. Si no murieran hombres, no nacerían aves ni peces. Esta idea me gusta. A Morrie también le gusta. Parece que cuanto más se acerca a la despedida, más siente que todos somos criaturas de un mismo bosque. Lo que tomamos debemos reponerlo.
– Es simple justicia -dice.
El décimo martes
Hablamos del matrimonio
Llevé a un visitante para que conociera a Morrie. Mi mujer.
Él me lo había pedido desde mi primera visita. «¿Cuándo voy a conocer a Janine?» «¿Cuándo vas a traerla?» Yo siempre le había dado excusas, hasta que, hacía unos días, había llamado por teléfono a su casa para preguntar cómo estaba.
Morrie tardó cierto tiempo en ponerse al aparato. Y cuando se puso, oí los manejos torpes mientras alguien le sujetaba el auricular al oído. Ya no era capaz de sujetar por sí mismo un auricular.
– Holaaaaaa -dijo, jadeante.
– ¿Te va bien, Entrenador?
Le oí suspirar.
– Mitch… tu entrenador… no está pasando un día muy bueno…
Dormía cada vez peor. Ya necesitaba oxígeno casi todas las noches, y sus ataques de tos estaban siendo temibles. La tos podía llegar a durarle una hora, y no sabía nunca si sería capaz de dejar de toser. Siempre decía que se moriría cuando la enfermedad le llegase a los pulmones. Me estremecí al darme cuenta de lo cerca que estaba la muerte.
– Te veré el martes -le dije-. Ese día lo pasarás mejor.
– Mitch.
– ¿Sí?
– ¿Está tu mujer contigo?
Estaba sentada a mi lado.
»Dile que se ponga. Quiero oír su voz.»
Ahora bien, estoy casado con una mujer que está dotada de una amabilidad intuitiva muy superior a la mía. Aunque no había conocido nunca a Morrie, tomó el teléfono (yo en su lugar habría sacudido la cabeza y habría susurrado: «¡No estoy! ¡No estoy!»), y al cabo de un momento estaba conectando con mi viejo profesor como si se conocieran desde la universidad. Yo lo percibía a pesar de que lo único que oía era:
– Ajá… Mitch me lo dijo… ay, gracias…
Cuando colgó, me dijo:
– Voy contigo a la próxima visita.
Y no hubo más que hablar.
Ahora estábamos sentados en su despacho, alrededor de su sillón reclinable. El propio Morrie reconocía que era un ligón inofensivo, y aunque tenía que interrumpirse frecuentemente para toser, o para utilizar el inodoro, parecía que encontraba nuevas reservas de energía ahora que Janine estaba en la habitación. Contempló fotos de nuestra boda que había traído Janine.
– ¿Eres de Detroit? -le preguntó Morrie.
– Sí -dijo Janine.
– Yo di clases en Detroit durante un año, a finales de los cuarenta. Recuerdo una anécdota graciosa al respecto.
Hizo una pausa para sonarse la nariz. Cuando vi que manejaba el pañuelo de papel con dificultad, yo lo sujeté en su sitio y él se sonó débilmente con él. Lo apreté ligeramente contra sus fosas nasales y después se lo retiré, como hace una madre con un niño que va en un asiento infantil en el coche.
– Gracias, Mitch. Éste es mi ayudante -dijo, mirando a Janine.
Janine sonrió.
»A lo que íbamos. Mi anécdota. En la universidad éramos varios sociólogos, y solíamos jugar al póquer con otros miembros del claustro, entre los cuales había un tipo que era cirujano. Una noche, después de la partida, me dijo: «Morrie, quiero verte trabajar». Le dije que de acuerdo. Así que vino a una de mis clases y me vio dar clase.
«Cuando terminó la clase, me dijo: «Muy bien. Ahora, ¿qué te parecería verme trabajar a mí? Esta noche tengo una operación.» Yo quería devolverle el favor, de modo que dije que bueno.
»Me llevó al hospital. Me dijo: «Lávate las manos, ponte una mascarilla y una bata». Y cuando me quise dar cuenta, estaba a su lado ante la mesa de operaciones. En la mesa estaba una mujer, la paciente, desnuda de cintura para abajo. ¡Y tomó un cuchillo e hizo, zip, como si tal cosa! Bueno…
Morrie levantó un dedo y lo hizo girar.
»… Empecé a hacer así. Casi me desmayo. Con toda la sangre. Ag. La enfermera que estaba a mi lado me dijo: «¿Qué le pasa, doctor?» Y yo dije: «¡Qué doctor ni qué narices! ¡Sáquenme de aquí!»
Nos reímos, y Morrie también se rió, con toda la fuerza que le permitía su respiración limitada. Era la primera vez que había, contado una anécdota así en varias semanas, que yo recordase. Pensé que era raro que una vez estuviera a punto de desmayarse por ver la enfermedad de otra persona y que ahora fuera tan capaz de soportar la suya propia.
Connie llamó a la puerta y dijo que el almuerzo de Morrie estaba preparado. No era la sopa de zanahoria, las tartas de verdura ni la pasta griega que yo había traído aquella mañana de Pan y Circo. Aunque ya procuraba comprar la comida más blanda, Morrie tampoco tenía fuerzas para masticarla y tragarla. Ahora comía principalmente suplementos dietéticos líquidos, a los que se añadía si acaso una galleta integral que se dejaba empapar hasta que estaba blanda y fácil de digerir. Charlotte ya reducía a puré casi todo con la batidora. Morrie absorbía los alimentos con una pajita. Yo seguía haciendo la compra todas las semanas y me presentaba ante él con las bolsas para enseñárselas, pero lo hacía para ver su expresión más que por otra cosa. Cuando abría la nevera veía una inundación de recipientes. Supongo que yo albergaba la esperanza de que un día volviésemos a comer juntos un almuerzo de verdad y de poder ver la manera calamitosa en que él hablaba mientras comía, dejando alegremente que se le cayera la comida de la boca. Era una esperanza necia.