– Así que… Janine -dijo Morrie.
Ella sonrió.
– Eres encantadora. Dame la mano.
Ella se la dio.
– Mitch dice que eres cantante profesional.
– Sí -dijo Janine.
– Dice que eres magnífica.
– Oh, no -dijo ella, riéndose-. Son cosas que dice él.
Morrie levantó las cejas.
– ¿Quieres cantarme algo?
Pues bien, yo he oído a la gente pedir esto mismo a Janine casi desde que la conozco. Cuando la gente se entera de que alguien se gana la vida cantando, siempre le dicen: «Cántanos algo». Janine, que es muy vergonzosa acerca de su talento y que tiene exigencias de perfeccionista en cuanto al entorno, no cantaba nunca. Se disculpaba con educación. Y eso esperaba yo que hiciera ahora.
Y entonces empezó a cantar:
Era una canción de jazz de los años 30, compuesta por Ray Noble, y Janine la cantó con dulzura, mirando fijamente a Morrie. A mí volvió a maravillarme, una vez más, la capacidad que tenía él para hacer que salieran a relucir las emociones de las personas que normalmente se las guardaban. Morrie cerró los ojos para absorber las notas. Mientras la voz cariñosa de mi mujer llenaba la habitación, le apareció en el rostro una sonrisa creciente. Y aunque tenía el cuerpo tan rígido como un saco de arena, casi se le veía bailar por dentro.
Cuando terminó, Morrie abrió los ojos y las lágrimas le rodaron por las mejillas. En todos los años que he oído cantar a mi mujer, no la he oído nunca como la oyó él en aquel momento.
El matrimonio. Casi todos mis conocidos tenían algún problema con él. A algunos les daba problemas entrar en él, a otros les daba problemas salir. Parecía que los miembros de mi generación luchaban con el compromiso, como si se tratase de un caimán de una marisma tenebrosa. Yo me había acostumbrado a asistir a bodas, a felicitar a la pareja y a sentir sólo una leve sorpresa pocos años más tarde cuando me encontraba con el novio comiendo en un restaurante con una mujer más joven a la que me presentaba como amiga suya. «Estoy separado de fulanita, ¿sabes?» me decía.
¿Por qué tenemos estos problemas? Se lo pregunté a Morrie. Después de esperar siete años hasta que pedí a Janine que se casara conmigo, me preguntaba si las personas de mi edad estábamos siendo, sencillamente, más prudentes que las de antes, o si éramos sencillamente más egoístas.
– Bueno, tu generación me da lástima -dijo Morrie-. En esta cultura, es muy importante encontrar una relación de amor con otra persona, porque una buena parte de la cultura no nos aporta eso mismo. Pero los pobres chicos de hoy son demasiado egoístas para participar en una verdadera relación de amor, o bien se lanzan al matrimonio apresuradamente y se divorcian seis meses más tarde. No saben lo que quieren de un compañero. No saben quiénes son ellos mismos, y así ¿cómo van a saber con quién se casan?
Suspiró. Morrie había, dado consejos a muchos enamorados infelices en sus años de profesor.
»Es triste, porque tener una persona amada es muy importante. Te das cuenta de eso sobre todo cuando estás pasando una época como yo, cuando no estás muy bien. Los amigos son estupendos, pero los amigos no van a estar aquí por la noche cuando estás tosiendo y no puedes dormir y alguien tiene que pasarse la noche en vela a tu lado, animarte, intentar serte útil.»
Charlotte y Morrie, que se habían conocido de estudiantes, llevaban casados cuarenta y cuatro años. Yo los veía juntos ahora, cuando ella le recordaba que tenía que tomarse las medicinas, o entraba a acariciarle el cuello, o le hablaba de uno de sus hijos. Trabajaban en equipo, y con frecuencia no necesitaban más que una mirada callada para comprender lo que pensaba el otro. Charlotte era una persona reservada, a diferencia de Morrie, pero yo sabía cuánto la respetaba él, pues a veces, cuando hablábamos, decía: «A Charlotte no le gustaría que yo contase eso», y ponía fin a la conversación. Eran las únicas ocasiones en que Morrie se callaba algo.
– Una cosa he aprendido acerca del matrimonio -dijo después-. Te pone a prueba. Descubres quién eres, quién es la otra persona, y de qué manera te adaptas o no te adaptas.
– ¿Existe alguna regla para determinar si un matrimonio va a funcionar?
Morrie sonrió.
– Las cosas no son tan sencillas, Mitch.
– Ya lo sé.
– Con todo -dijo-, existen algunas reglas acerca del amor y del matrimonio que sé que son verdaderas. Si no respetáis a la otra persona, vais a tener muchos problemas. Si no sabéis transigir, vais a tener muchos problemas. Si no sabéis hablar abiertamente de lo que pasa entre vosotros, vais a tener muchos problemas. Y si no tenéis un catálogo común de valores en la vida, vais a tener muchos problemas. Vuestros valores deben ser semejantes.
»Y ¿sabes, Mitch, cuál es el mayor de esos valores?
– ¿Cuál?
– Vuestra fe en la importancia de vuestro matrimonio.
Se sorbió la nariz y cerró los ojos un momento.
»Personalmente -dijo con un suspiro, con los ojos todavía cerrados-, creo que el matrimonio es una tarea muy importante, y que si no lo pruebas te estás perdiendo una barbaridad de cosas.»
Puso fin al tema citando la poesía en que creía como en una oración: «Amaos los unos a los otros o pereceréis».
– Bien, una pregunta -digo a Morrie. Sujeta con los dedos huesudos sus gafas sobre el pecho, que le sube y le baja con cada respiración trabajosa.
– ¿Cuál es la pregunta? -dice.
– ¿Recuerdas el libro de Job?
– ¿De la Biblia?
– Eso es. Job es un buen hombre, pero Dios le hace sufrir. Para poner a prueba su fe.
– Lo recuerdo.
– Lo despoja de todo lo que tiene, de su casa, de su dinero, de su familia…
– De su salud.
– Lo pone enfermo.
– Para poner a prueba su fe.
– Eso es. Para poner a prueba su fe. Entonces, me pregunto…
– ¿Qué te preguntas?
– ¿Qué opinas de eso?
Morrie tose violentamente. Le tiemblan las manos mientras él las deja caer junto a sus costados.
– Creo que a Dios se le fue la mano -dice, sonriendo.
El undécimo martes
«Péguele más fuerte.»
Doy una palmada en la espalda de Morrie.
– Más fuerte.
Le doy otra palmada.
– Cerca de los hombros… ahora abajo.