Su voz se redujo a un susurro.
»Pero he aquí el secreto.- entre las dos cosas, también necesitamos de los demás.»
Aquel mismo día, más tarde, Connie y yo nos fuimos al dormitorio a ver la lectura del veredicto del juicio de O. J. Simpson. Fue una escena tensa. Todos los personajes principales se volvieron hacia el jurado: Simpson, con su traje azul, rodeado de su pequeño ejército de abogados; los denunciantes, que querían meterlo entre rejas, a pocos metros de su espalda. Cuando el presidente del jurado leyó el veredicto, «Inocente», Connie chilló.
– ¡Ay, Dios mío!
Vimos a Simpson abrazar a sus abogados. Escuchamos a los comentaristas que intentaban explicar lo que quería decir todo aquello. Vimos a multitudes de negros que lo celebraban en las calles adyacentes al tribunal, y a multitudes de blancos atónitos sentados en restaurantes. La decisión se recibía como si fuera trascendental, a pesar de que todos los días se producen asesinatos. Connie salió al pasillo. Había visto suficiente.
Oí cerrarse la puerta del despacho de Morrie. Me quedé mirando fijamente el televisor. El mundo entero está viendo esto, me dije a mí mismo. Después oí en la otra habitación el ruido que hacían al levantar a Morrie de su silla, y sonreí. Mientras el «Juicio del Siglo» llegaba a su conclusión dramática, mi viejo profesor estaba sentado en el retrete.
Es el año 1979, durante un partido de baloncesto en el gimnasio de Brandeis. El equipo marcha bien y el público estudiantil empieza a corear-, «¡Somos los número uno! ¡Somos los número uno!» Morrie está sentado allí cerca. La frase le extraña. En un momento dado, entre los gritos de «¡Somos los número uno!», se levanta y grita: «¿Qué tiene de malo ser los número dos?».
Los estudiantes lo miran. Dejan de corear. Él se sienta, sonriente y con aire triunfal.
El audiovisual, tercera parte
El equipo de «Nigthline» volvió para realizar su tercera y última visita. La ocasión tuvo un tono totalmente diferente esta vez. Tuvo menos de entrevista y más de despedida triste. Ted Koppel había llamado por teléfono varias veces antes de venir, y había preguntado a Morrie:
– ¿Crees que podrás soportarlo?
Morrie no estaba seguro de ello.
– Ahora estoy cansado constantemente, Ted. Y me estoy atragantando mucho. Si no soy capaz de decir algo, ¿podrás decirlo tú por mí?
Koppel dijo que claro que sí. Y a continuación, el entrevistador, de carácter normalmente estoico, añadió:
– Si no quieres hacerlo, Morrie, no importa. Iré a despedirme en todo caso.
Más tarde, Morrie sonreía travieso y decía:
– Estoy comenzando a tomarle afecto.
Y era verdad. Koppel ya decía que Morrie era «amigo suyo». Mi viejo profesor había inspirado compasión incluso a la gente del mundo de la televisión.
En la entrevista, que tuvo lugar una tarde de viernes, Morrie llevaba puesta la misma camisa del día anterior. Por entonces sólo se cambiaba de camisa cada dos días, y aquel era el día segundo, de modo que ¿por qué iba a cambiar su costumbre?
A diferencia de las dos sesiones anteriores entre Koppel y Schwartz, aquella se realizó por entero en el despacho de Morrie, donde Morrie se había, convertido en prisionero de su sillón. Koppel, que besó a mi viejo profesor al saludarlo, tenía que apretarse junto a la librería para poder ser visto por el objetivo de la cámara.
Antes de empezar, Koppel le preguntó por la marcha de la enfermedad.
– ¿Vas muy mal, Morrie?
Morrie levantó débilmente una mano hasta la mitad del vientre. Sólo llegaba hasta allí.
Koppel entendió la respuesta.
La cámara empezó a rodar y comenzó la tercera y última entrevista. Koppel preguntó a Morrie si tenía más miedo ahora que la muerte estaba cerca. Morrie dijo que no; a decir verdad, tenía menos miedo. Dijo que estaba abandonando en parte el mundo exterior, que no pedía que le leyeran el periódico tanto como antes, que no prestaba tanta atención al correo como antes, y que, por el contrario, estaba escuchando más música y contemplando los cambios de color de las hojas a través de su ventana.
Morrie sabía que otras personas padecían ELA, algunas famosas, tales como Stephen Hawking, el eminente físico autor de Historia del Tiempo. Éste vivía con un agujero en la garganta, hablaba por medio de un sintetizador informático, escribía las palabras moviendo los párpados ante un sensor que recogía el movimiento.
Aquello era admirable, pero Morrie no quería vivir así. Dijo a Koppel que cuando fuera el momento de despedirse, lo sabría.
– Ted, para mí vivir significa poder responder ante la otra persona. Significa poder manifestar mis emociones y mis sentimientos. Hablar con el otro. Sentir con él…
Suspiró.
»Cuando falte eso, faltará Morrie.»
Hablaron como amigos. Tal como había hecho en las dos entrevistas anteriores, Koppel le preguntó por «el viejo test de la limpieza del culo», esperando quizás una respuesta humorística. Pero Morrie estaba demasiado cansado para sonreír siquiera. Sacudió la cabeza.
– Cuando me siento en el inodoro, ya no puedo sentarme erguido. Me caigo constantemente, de modo que tienen que sujetarme. Cuando he terminado, me tienen que limpiar. Hasta ahí ha llegado.
Dijo a Koppel que quería morir con serenidad. Formuló su último aforismo: «No abandones demasiado pronto, pero no te aferres demasiado tiempo».
Koppel asintió con la cabeza, dolorosamente. Sólo habían pasado seis meses entre el primer programa de «Nightline» y aquél, pero Morrie Schwartz era, claramente, una forma hundida. Se había descompuesto ante el público de la televisión nacional, como una miniserie de una muerte. Pero al irse pudriendo su cuerpo, su carácter brillaba con más fuerza todavía.
Hacia el final de la entrevista, la cámara encuadró a Morrie -Koppel no salía siquiera en la imagen, sólo se oía su voz en off-, y el entrevistador preguntó a mi viejo profesor si quería decir algo a los millones de personas a las que había conmovido. Aunque su intención no fue aquélla, yo no pude evitar pensar en el momento en que a un condenado a muerte le preguntan si quiere decir unas últimas palabras.
– Sed compasivos -susurró Morrie-. Y sed responsables los unos de los otros. El mundo sería un lugar mucho mejor con sólo que aprendiésemos estas lecciones.
Respiró, y después añadió su mantra:
»Amaos los unos a los otros, o moriréis.»
Se puso fin a la entrevista. Pero, por algún motivo, el cámara siguió rodando y se recogió una última escena en la película.
– Lo has hecho muy bien -dijo Koppel.
Morrie sonrió débilmente.
– Te he dado lo que tenía -susurró.
– Siempre lo das.
– Ted, esta enfermedad me está golpeando el espíritu. Pero no se adueñará de él. Se adueñará de mi cuerpo. No se adueñará de mi espíritu.
Koppel estaba al borde de las lágrimas.
– Has estado bien.
– ¿Lo crees así?
Morrie levantó los ojos al techo.
«Estoy negociando con Él, el de arriba, ahora mismo. Le estoy preguntando: «¿Se me concede un puesto de ángel?»
Era la primera vez que Morrie reconocía que hablaba con Dios.
El duodécimo martes
«Antes de morir, perdónate a ti mismo. A continuación, perdona a los demás.»
Esto sucedía pocos días después de la entrevista de «Nightline». El cielo estaba lluvioso y oscuro, y Morrie estaba cubierto con una manta. Yo estaba sentado junto al extremo de su sillón, sujetándole los pies desnudos. Estaban retorcidos y llenos de callos, y tenía las uñas de los dedos amarillas. Yo tenía un pequeño bote de pomada y tomé un poco en las manos y me puse a aplicarle un masaje en los tobillos.