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Antes de que yo me marchase aquel día, Morrie me preguntó si podía sacar él un tema.

– Tu hermano -me dijo.

Sentí un escalofrío. No sé cómo sabía Morrie que yo tenía aquello en la cabeza. Había estado intentando llamar a mi hermano a España desde hacía varias semanas, y me había enterado (por un amigo suyo) de que iba y volvía en avión a un hospital de Amsterdam.

– Mitch, sé que duele no poder estar con una persona querida. Pero debes estar en paz con los deseos de él. Quizás no quiera que interrumpas tu vida. Quizás no sea capaz de soportar esa carga. Yo digo a toda la gente que conozco que sigan haciendo la vida que conocen, que no la echen a perder porque yo me esté muriendo.

– Pero es mi hermano -dije yo.

– Ya lo sé -dijo Morrie-. Por eso duele.

Vi mentalmente a Peter cuando tenía ocho años, con el pelo rubio y rizado recogido en una bola sudorosa sobre su cabeza. Nos vi a los dos luchando en el solar que había junto a nuestra casa, manchándonos de hierba las rodillas de los vaqueros. Lo vi cantando canciones delante del espejo, sujetando un cepillo a modo de micrófono, y nos vi a los dos deslizándonos en el desván donde nos escondíamos juntos de niños, poniendo a prueba la disposición de nuestros padres a buscarnos para cenar.

Y después lo vi como el adulto que se había alejado de nosotros, delgado y frágil, con la cara enjuta a causa de los tratamientos de quimioterapia.

– Morrie -le dije-, ¿por qué no quiere verme?

Mi viejo profesor suspiró.

– No existe ninguna fórmula para llevar las relaciones personales. Hay que negociarlas de modos amorosos, con sitio para ambas partes; para lo que quieren y para lo que necesitan; para lo que pueden hacer y para cómo es su vida.

»En los negocios, las personas negocian para ganar. Negocian para obtener lo que quieren. Quizás estés demasiado acostumbrado a eso. El amor es diferente. El amor es cuando te preocupas tanto por la situación de otra persona como por la tuya propia.

«Has tenido esos momentos especiales con tu hermano y ya no tienes lo que tenías con él. Quieres recuperarlos. Quieres que no terminen nunca. Pero eso forma parte del hecho de ser humanos. Terminar, renovar, terminar, renovar.»

Lo miré. Vi toda la muerte del mundo. Me sentí impotente.

– Encontrarás un camino de vuelta a tu hermano -dijo Morrie.

– ¿Cómo lo sabes?

Morrie sonrió.

– Me encontraste a mí, ¿no?

El otro día oí un cuentecillo bonito -dice Morrie. Cierra los ojos durante un momento y yo espero.

»Bueno. El cuento es de una olita que va saltando por el mar y lo pasa muy bien. Disfruta del viento y del aire libre, hasta que ve que las demás olas que tiene delante rompen contra la costa.

»"Dios mío, esto es terrible -dice la ola-. ¡Mira lo que me va a pasar!"

«Entonces llega otra ola. Ve a la primera ola, que parece afligida, y le dice-. "¿Por qué estás tan triste?"

«La primera ola dice: "¿Es que no lo entiendes? ¡Todas vamos a rompernos! ¡Todas las olas vamos a deshacernos! ¿No es terrible?"

«La segunda ola dice-. "No, eres tú la que no lo entiende. Tú no eres una ola; formas parte del mar".

Sonrío. Morrie vuelve a cerrar los ojos.

– Parte del mar -dice-, parte del mar.

Lo veo respirar, inspirar y espirar, inspirar y espirar.

El decimocuarto martes

Nos decimos adiós

Sentía frío y humedad mientras subía los escalones de la entrada de la casa de Morrie. Observaba los pequeños detalles, las cosas en las que no me había fijado a pesar de todas las veces que había ido de visita. El perfil de la colina. La fachada de piedra de la casa. Las plantas de palisandro, los arbustos bajos. Yo caminaba despacio, sin prisas, pisando hojas muertas mojadas que se aplastaban bajo mis pies.

Charlotte me había llamado el día anterior para decirme que Morrie «no estaba bien». Era su manera de decir que habían llegado los últimos días. Morrie había anulado todas sus citas y había pasado una buena parte de su tiempo durmiendo, lo que no era propio de él. Nunca le había gustado dormir, por lo menos cuando había gente con la que podía hablar.

– Quiere que vengas a visitarle -dijo Charlotte-; pero, Mitch…

– ¿Sí?

– Está muy débil.

Los escalones del porche. El vidrio de la puerta principal. Yo absorbía aquellas cosas de una manera lenta, observadora, como si las viera por primera vez. Sentía la grabadora en la bolsa que llevaba al hombro, y abrí la cremallera para asegurarme de que llevaba cintas. No sé por qué lo hice. Siempre llevaba cintas.

Abrió la puerta Connie. Aunque normalmente era optimista, tenía un aire tenso en el rostro. Me saludó en voz baja.

– ¿Cómo va? -le pregunté.

– No muy bien.

Se mordió el labio inferior.

»No me gusta pensar en ello. Es un hombre muy bondadoso, ¿sabe?

Yo lo sabía.

»Es una pena.»

Charlotte vino por el pasillo y me abrazó. Dijo que Morrie seguía dormido, aunque eran las diez de la mañana. Pasamos a la cocina. Le ayudé a ordenar las cosas, observando todos los frascos de pastillas que estaban alineados en la mesa, un pequeño ejército de soldaditos marrones de plástico con gorros blancos. Mi viejo profesor estaba tomando morfina para aliviarse la respiración.

Metí en la nevera la comida que había traído: sopa, tartas de verdura, ensalada de atún. Me disculpé ante Charlotte por haberla traído. Morrie llevaba meses enteros sin masticar comida como aquella, y los dos lo sabíamos, pero se había convertido en una pequeña tradición. A veces, cuando estás perdiendo a alguien, te aferras a la tradición que puedes.

Esperé en el cuarto de estar, donde Morrie y Ted Koppel habían mantenido su primera entrevista. Leí el periódico que estaba sobre la mesa. Dos niños de Minnesota se habían pegado un tiro mutuamente jugando con las pistolas de sus padres. Habían encontrado un niño recién nacido enterrado en un cubo de basura en un callejón de Los Ángeles.

Dejé el periódico y me quedé mirando la chimenea vacía. Me puse a dar golpecitos suaves con el zapato en el suelo de madera. Por fin, oí que se abría y se cerraba una puerta y sentí a continuación los pasos de Charlotte que venían hacia mí.

– Bueno -dijo en voz baja-. Está preparado para ti.

Me levanté y me dirigí a nuestro lugar familiar, y entonces vi a una mujer desconocida que estaba sentada al final del pasillo en una silla plegable, con los ojos en un libro, con las piernas cerradas. Era una enfermera de hospital, del servicio de vigilancia de veinticuatro horas.

El despacho de Morrie estaba vacío. Yo me quedé confuso. Después volví titubeando al dormitorio, y allí estaba él, acostado, bajo la sábana. Sólo lo había visto así en otra ocasión, cuando estaba recibiendo el masaje, y empezó a sonarme de nuevo en la cabeza el eco de su aforismo: «cuando estás en la cama, estás muerto».

Entré con una sonrisa forzada. Llevaba puesta una chaqueta amarilla como de pijama, y lo cubría una manta hasta el pecho. La masa de su cuerpo estaba tan consumida que casi me pareció que le faltaba algo. Era tan pequeño como un niño.

Morrie tenía la boca abierta y tenía la piel pálida y contraída sobre los pómulos. Cuando volvió los ojos hacia mí, intentó hablar, pero sólo oí un suave gruñido.

– Aquí está -dije, haciendo acopio de toda la emoción que pude encontrar en mi caja vacía.