Él espiró, cerró los ojos, y después sonrió, haciendo un esfuerzo que parecía cansarlo.
– Mi… querido amigo -dijo por fin.
– Soy tu amigo -dije.
– Hoy no estoy… muy bien…
– Mañana estarás mejor.
Volvió a espirar y asintió con la cabeza forzadamente. Luchaba con algo bajo las sábanas, y me di cuenta de que intentaba llevar las manos hasta el borde.
– Cógeme -dijo.
Retiré la manta y le cogí los dedos. Desaparecieron entre los míos. Me incliné hacia él, hasta estar a pocos centímetros de su cara. Era la primera vez que lo veía sin afeitar; la corta barba blanca parecía fuera de lugar, como si alguien le hubiera esparcido cuidadosamente sal por las mejillas y por la barbilla. ¿Cómo era posible que hubiera nueva vida en su barba cuando todo el resto de él la iba perdiendo?
– Morrie -dije suavemente.
– Entrenador -me corrigió.
– Entrenador -dije yo. Sentí un escalofrío. Hablaba a fragmentos cortos, inspiraba aire, espiraba palabras. Tenía la voz delgada y ronca. Olía a ungüento.
– Eres… un alma buena.
Un alma buena.
– Me has conmovido… -susurró. Llevó mis manos a su corazón-. Aquí.
Sentí que tenía un nudo en la garganta.
– Entrenador…
– ¿Eh?
– No sé despedirme.
Me dio palmadas débiles en la mano, manteniéndola en su pecho.
– Así… es como decimos… adiós…
Inspiraba y espiraba suavemente. Yo sentía la subida y la bajada de su caja torácica. Después, me miró fijamente.
– Te… quiero -dijo con voz ronca.
– Yo también te quiero, Entrenador.
– Sé que me quieres… sé… otra cosa…
– ¿Qué otra cosa sabes?
– Que siempre… me has querido…
Entrecerró los ojos y después se echó a llorar, haciendo gestos con el rostro como un niño recién nacido que todavía no sabe cómo funcionan sus conductos lacrimales. Lo estreché durante varios minutos. Le froté la piel flácida. Le acaricié el pelo. Le puse la palma de la mano sobre el rostro y sentí los huesos próximos a la carne y las lágrimas húmedas y minúsculas, como si salieran de un cuentagotas.
Cuando su respiración se normalizó relativamente, me aclaré la garganta y le dije que sabía que estaba cansado, de modo que volvería el martes siguiente y esperaba que estuviera un poco más atento, muchas gracias. Dio un resoplido leve, que era lo más aproximado a una risa que podía hacer. De todos modos, era un sonido triste.
Tomé la bolsa de la grabadora, que no había llegado a abrir. ¿Por qué había traído aquello siquiera? Sabía que no volveríamos a usarlo. Me incliné sobre él y lo besé estrechamente, con mi rostro contra el suyo, barba contra barba, piel contra piel, manteniéndolo así, más tiempo de lo normal, por si aquello le proporcionaba aunque fuera una fracción de segundo de placer.
– ¿De acuerdo, entonces? -dije, retirándome.
Parpadeé para apañar las lágrimas, y él chascó los labios y levantó las cejas al ver mi cara. Prefiero pensar que fue un momento pasajero de satisfacción para mi querido y viejo profesor: por fin me había hecho llorar.
– De acuerdo, entonces -susurró.
Graduación
Morrie murió un sábado por la mañana.
Su familia más cercana estaba con él en la casa. Rob había venido de Tokio, llegó a tiempo de dar un beso de despedida a su padre, y estaba Jon, y, naturalmente, estaba Charlotte, y Marsha, la prima de Charlotte que había escrito la poesía que tanto había conmovido a Morrie en sus funerales «extraoficiales», la poesía en que lo comparaba con una «secoya tierna». Se turnaban para dormir alrededor de su cama. Morrie había entrado en coma dos días después de mi última visita, y el médico decía que podía irse en cualquier momento. Pero aguantó una dura tarde, una noche oscura.
Por fin, el día cuatro de noviembre, cuando sus seres queridos habían salido un momento de la habitación para tomar un café en la cocina -era la primera vez en que no estaba ninguno presente desde que había entrado en coma-, Morrie dejó de respirar.
Y se fue.
Yo creo que murió así a propósito. Creo que no quería momentos escalofriantes, que nadie presenciara su último aliento para que lo obsesionara como lo había obsesionado a él el telegrama con la notificación de la muerte de su madre o el cadáver de su padre en el depósito municipal.
Creo que sabía que estaba en su propia cama, que tenía cerca de él sus libros, sus notas y su pequeño hibisco. Quería irse serenamente, y así se fue.
Los funerales se celebraron una mañana húmeda y ventosa. La hierba estaba mojada y el cielo tenía el color de la leche. Nos quedamos de pie junto al hoyo en la tierra, lo bastante cerca del estanque para oír el agua que lamía el borde y para ver los patos que se sacudían las plumas.
Aunque habían querido asistir centenares de personas, Charlotte había limitado la asistencia a pocas personas, sólo a algunos parientes y amigos íntimos. El rabino Axelrad leyó algunas poesías. El hermano de Morrie, David, que todavía cojeaba por la polio que había tenido de pequeño, levantó la pala y arrojó tierra a la tumba, como manda la tradición.
En un momento dado, cuando depositaron las cenizas de Morrie en la tierra, recorrí el cementerio con la mirada. Morrie tenía razón. Era, verdaderamente, un lugar encantador, con árboles, hierba, y la ladera de una colina.
– Tú hablarás, y yo te escucharé -había dicho él.
Intenté hacerlo así dentro de mi cabeza, y, con alegría por mi parte, descubrí que la conversación imaginada parecía casi natural. Me miré las manos, vi mí reloj, y comprendí el motivo.
Era martes.
Mi padre estaba presente a través de nosotros, cantando cada nueva hoja de cada árbol (y todos los niños estaban seguros de que la primavera bailaba al oír a mi padre cantar).
De una poesía de E. E. CUMMINGS, leída por el hijo
de Morrie, Rob, en los funerales
Conclusión
A veces recuerdo la persona que era antes de que volviese a descubrir a mi viejo profesor. Quiero hablar a esa persona. Quiero decirle a qué debe estar atenta, qué errores debe evitar. Quiero decirle que sea más abierta, que no haga caso del señuelo de los valores anunciados, que preste atención cuando hablen sus seres queridos, como si fuera la última vez que pudiera oírles.
Lo que más quiero decir a esa persona es que coja un avión y visite a un amable anciano que vive en West Newton, en Massachusetts, mejor antes que después; antes de que ese anciano se ponga enfermo y no sea capaz de bailar.
Sé que no puedo hacerlo. Ninguno podemos deshacer lo que hemos hecho ni volver a vivir una vida que ya está registrada. Pero si el profesor Morrie Schwartz me enseñó algo, fue esto: en esta vida no existe el «demasiado tarde». Él cambió hasta el día en que se despidió.
Poco después de la muerte de Morrie logré hablar con mi hermano en España. Mantuvimos una larga conversación. Le dije que respetaba su distanciamiento y que lo único que quería era estar en contacto con él -en el presente, no en el pasado-, tenerlo en mi vida tanto como él me lo permitiera.
– Eres mi único hermano -le dije-. No quiero perderte. Te quiero.
Nunca le había dicho una cosa así.
Algunos días más tarde recibí un mensaje en mi fax. Estaba escrito a máquina de una manera desaliñada, mal puntuada, todo en mayúsculas, como eran siempre las cartas de mi hermano.