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Yo sabía que tenía razón. Pero no hice nada al respecto.

Cuando terminó el torneo, y después de los incontables cafés que me había tomado para superarlo, apagué mi ordenador, recogí mis cosas de mí cabina y volví al apartamento para hacer el equipaje. Era tarde. En la televisión no se veía más que nieve.

Fui en avión a Detroit, llegué a última hora de la tarde, me arrastré hasta mi casa y me eché a dormir. Cuando me desperté, me enteré de una noticia estremecedora: los sindicatos de mi periódico se habían declarado en huelga. El centro de trabajo estaba cerrado. Había piquetes en la entrada principal y manifestantes que cantaban consignas por la calle. Como miembro del sindicato, no tenía otra elección: me había quedado de pronto, y por primera vez en mi vida, sin trabajo, sin nómina, y enfrentado con mi empresa. Los dirigentes sindicales me llamaban a casa y me advertían que no debía mantener contacto alguno con mis antiguos redactores jefes, muchos de los cuales eran amigos míos; me decían que si intentaban llamarme para exponerme su postura yo debía colgar el teléfono.

– ¡Vamos a luchar hasta la victoria! -juraban los dirigentes sindicales, como si fueran soldados.

Yo me sentía confuso y deprimido. Aunque los bajos para la televisión y para la radio eran unos complementos agradables, el periódico había sido mi cordón umbilical, mi oxígeno; cuando veía impresos mis artículos cada mañana, sabía que estaba vivo, al menos en un sentido.

Ahora, lo había perdido. Y a medida que la huelga se iba prolongando (el primer día, el segundo día, el tercer día), recibía llamadas telefónicas preocupadas y oía rumores según los cuales aquello podía prolongarse meses enteros. Todo lo que yo había conocido estaba patas arriba. Cada noche se celebraban acontecimientos deportivos que yo habría ido a cubrir. En vez de ello, quedaba en casa y los veía por televisión. Me ha acostumbrado a creer que los lectores necesitaban, cierto modo, mi columna. Me asombraba ver la facilidad con que salían las cosas adelante sin mí.

Después de una semana en la misma situación o el teléfono y marqué el número de Morrie. Connie lo llevó hasta el teléfono.

– Vienes a visitarme -me dijo, como afirmación más que como pregunta.

– Bien. ¿Puedo ir?

– ¿Qué te parece el martes?

– El martes me viene bien -le dije-. El martes estaría muy bien.

En mi segundo año de universidad me matriculo además en otras dos asignaturas suyas. Fuera del aula, nos reunimos de vez en cuando simplemente para charlar. Yo no había hecho aquello nunca con ningún adulto que no fuera pariente mío, pero me siento cómodo al hacerlo con Morrie, y él da la impresión de estar cómodo al dedicarme su tiempo.

– ¿Dónde nos reuniremos hoy? -me pregunta alegremente cuando entro en su despacho.

En primavera nos sentamos bajo un árbol ante el edificio de Sociología, y en invierno nos sentamos junto a su escritorio, yo con mis sudaderas grises y mis zapatillas Adidas y Morrie con zapatos Rockport y pantalones de pana. Cada vez que charlamos empieza por escuchar mis divagaciones y a continuación intenta transmitir- me alguna especie de lección para la vida. Me advierte que el dinero no es lo más importante, contrariamente a la opinión más generalizada en el campus. Me dice que tengo que ser plenamente humano». Habla de la alienación de la juventud y de la necesidad de mantener una «conexión» con la sociedad que me rodea. Comprendo algunas de estas cosas, otras no. No me importa. Los debates me sirven de excusa para hablar con él, en unas conversaciones paternales que no puedo tener con mi propio padre, al que le gustaría que yo me hiciera abogado.

A Morrie le repugnan los abogados.

– ¿Qué quieres hacer cuando salgas de la universidad? -me pregunta.

– Quiero ser músico -le digo-. Pianista.

– Maravilloso -dice él-. Pero es una vida dura.

– Sí.

– Hay muchos buitres.

– Eso he oído decir.

– Aun así, si lo deseas de verdad, harás realidad tu sueño -me dice.

Siento deseos de abrazarlo, de darle las gracias por haber dicho aquello, pero no soy tan efusivo. En vez de ello, me limito a asentir con la cabeza.

– Apuesto a que tocas el piano con mucho brío -dice él.

Yo me río.

– ¿Con brío?

Él me devuelve la risa.

– Con brío. ¿Qué pasa? ¿Ya no se dice así?

El primer martes

Hablamos del mundo

Connie abrió la puerta y me hizo pasar. Morrie estaba en su silla de ruedas junto a la mesa de la cocina; llevaba una camisa de algodón que le venía grande y unos pantalones de chándal que le venían más grandes todavía. Le venían grandes porque se le habían atrofiado las piernas hasta quedar más pequeñas que las tallas normales de la ropa: se le podían rodear los muslos con las dos manos tocándose los dedos. Si pudiera ponerse de pie, no mediría más de un metro y medio, y seguramente le vendrían bien unos vaqueros de un chico de sexto curso.

– Te he traído una cosa -le anuncié, mostrando una bolsa de papel marrón. Al venir del aeropuerto me había pasado por un supermercado próximo y había comprado algo de pavo, ensalada de patata, ensalada de pasta y bagels. Ya sabía que había bastante comida en la casa, pero quería aportar algo. Me sentía impotente para ayudar a Morrie de ningún otro modo. Y recordaba su afición a comer.

– ¡Ah, cuánta comida! -dijo con voz cantarina-. Bueno. Ahora tienes que comértela conmigo.

Nos sentamos a la mesa de la cocina, que estaba rodeada de sillas de mimbre. Esta vez, sin necesidad de poner al día dieciséis años de datos, nos sumergimos rápidamente en las aguas familiares de nuestro antiguo diálogo de la universidad: Morrie me hacía preguntas, escuchaba mis respuestas, se detenía a añadir, como un buen cocinero, el aderezo de algo que a mí se me había olvidado o de lo que no me había dado cuenta. Me interrogó acerca de la huelga del periódico y, fiel a su modo de ser, no fue capaz de comprender por qué los dos bandos no se comunicaban entre sí, simplemente, y resolvían sus problemas. Yo le dije que no todo el mundo era tan listo como él.

De vez en cuando tenía que hacer una pausa para ir al baño, un proceso que requería cierto tiempo. Connie lo llevaba en su silla de ruedas hasta el retrete y allí lo izaba de la silla y lo sujetaba mientras él orinaba en el cuenco. Cada vez que volvía parecía cansado.

– ¿Recuerdas cuando dije a Ted Koppel que al cabo de muy poco tiempo alguien tendría que limpiarme el culo? -me dijo.

Yo me reí.

– Un momento así no se olvida.

– Bueno, pues creo que se acerca ese día. Eso sí que me preocupa.

– ¿Por qué?

– Porque es el síntoma definitivo de la dependencia. Que alguien te limpie el trasero. Pero estoy procurando resolverlo. Estoy intentando disfrutar del proceso.

– ¿Disfrutar del proceso?

– Sí. Al fin y al cabo, volveré a ser un niño de pecho una vez más.

– Es una manera singular de verlo.

– Bueno, ahora tengo que ver la vida de una manera singular. Afrontémoslo. No puedo ir de compras. No puedo ocuparme de las cuentas del banco. No puedo sacar la basura. Pero puedo sentarme aquí, con mis días menguantes y meditar sobre lo que considero importante en la vida. Cuento con el tiempo y con la lucidez suficientes para hacerlo.