– Así pues -dije yo, respondiendo de manera reflejamente cínica-, supongo que la clave para encontrar el sentido de la vida es dejar de sacar la basura.
Él se rió, y a mí me alivió que lo hiciera.
Cuando Connie se llevó los platos yo me fijé en un montón de periódicos que, evidentemente, habían sido leídos antes de mi llegada.
– ¿Te molestas en mantenerte al día de las noticias? -le pregunté.
– Sí -dijo Morrie-. ¿Te parece extraño? ¿Crees que, como me estoy muriendo, no debería importarme lo que pasa en este mundo?
– Tal vez.
Suspiró.
– Quizás tengas razón. Quizás no debiera importarme. Al fin y al cabo, no estaré aquí para ver en qué acaba todo.
»Pero es difícil explicarlo, Mitch. Ahora que estoy sufriendo, me siento más cerca que nunca de la gente que sufre. La otra noche vi en televisión a la gente de Bosnia que cruzaba la calle, les disparaban, los mataban, víctimas inocentes… y, simplemente, me eché a llorar. Siento su angustia como si fuera la mía propia. No conozco a ninguna de esas personas. Pero… ¿cómo podría expresarlo? Casi me siento… atraído por ellas.»
Se le humedecieron los ojos y yo intenté cambiar de tema, pero él se limpió la cara y me hizo callar con un gesto.
– Ahora lloro constantemente -me dijo-. No importa.
Asombroso, pensé yo. Yo trabajaba en el sector de la información. Cuando alguien se moría, yo cubría la información. Entrevistaba a los familiares afligidos. Incluso asistía a los funerales. Y no lloraba nunca. Morrie estaba llorando por el sufrimiento de personas que estaban a medio mundo de distancia. ¿Es esto lo que llega al final? me pregunté. Es posible que la muerte sea la gran niveladora, la única cosa grande que es capaz de conseguir, por fin, que las personas que no se conocen derramen una lágrima las unas por las otras.
Morrie se sonó la nariz ruidosamente con el pañuelo de papel.
– ¿No te molesta que un hombre llore, verdad?
– Claro que no -respondí yo, con demasiada precipitación.
Él sonrió.
– Ay, Mitch, voy a lograr que te desinhibas. Un día te voy a enseñar que no importa llorar.
– Sí, sí -dije yo.
– Sí, sí -dijo él.
Nos reímos los dos, porque él decía eso mismo casi veinte años atrás. Principalmente, los martes. En realidad, los martes habían sido siempre los días que pasábamos juntos. La mayor parte de mis clases con Morrie tenían lugar los martes, él tenía sus horas de tutoría los martes, y cuando preparé mi tesina, que se basó en buena parte en las sugerencias de Morrie desde el primer momento, nos reuníamos los martes ante su escritorio, o en la cafetería, o en la escalinata del edificio Pearlman, para repasar el trabajo.
Así pues, parecía propio que volviésemos a reunirnos un martes, allí, en la casa que tenía delante el falso plátano. Cuando me disponía a marcharme, se lo comenté a Morrie.
– Somos personas de los martes -dijo él.
– Personas de los martes -repetí yo.
Morrie sonrió.
– Mitch, me preguntaste por qué me preocupaba de personas a las que ni siquiera conozco. Pero ¿quieres que te diga lo que más estoy aprendiendo con esta enfermedad?
– ¿Qué es?
– Que lo más importante de la vida es aprender a dar amor y a dejarlo entrar.
Su voz se redujo a un susurro.
– Dejarlo entrar. Creemos que no nos merecemos el amor, creemos que si lo dejamos entrar nos volveremos demasiado blandos. Pero un hombre sabio que se llamaba Levine lo expresó certeramente. Dijo: «El amor es el único acto racional».
Lo repitió con cuidado, haciendo una pausa para producir mayor efecto.
– «El amor es el único acto racional.»
Yo asentí con la cabeza como un buen alumno y él suspiró débilmente. Me acerqué a él para darle un abrazo. Y después, aunque en realidad no es un gesto típico de mí, le di un beso en la mejilla. Sentí sus manos debilitadas sobre mis brazos, la pelusa de su barba que me rozaba la cara.
– ¿Así que volverás el martes que viene? -susurró.
Entra en el aula, se sienta, no dice nada. Nos mira, nosotros lo miramos a él. Al principio se oyen algunas risitas, pero Morrie no hace más que encogerse de hombros, y por fin impera un silencio profundo y empezamos a percibir los sonidos más leves, el zumbido del radiador en el rincón del aula, la respiración nasal de un estudiante gordo.
Algunos estamos inquietos. ¿Cuándo va a decir algo? Nos revolvemos, miramos los relojes. Algunos estudiantes miran por la ventana intentando situarse por encima de todo aquello. Esta situación dura sus buenos quince minutos, hasta que Morrie interviene por fin con un susurro.
– ¿Qué está pasando aquí? -pregunta.
Y poco a poco se inicia una discusión-lo que pretendía Morrie desde el principio- sobre el efecto del silencio sobre las relaciones humanas. ¿Por qué nos incomoda tanto el silencio? ¿Por qué encontramos alivio en tanto ruido?
A mi no me molesta el silencio. A pesar de todo el ruido que hago con mis amigos, sigo sin sentirme cómodo al hablar de mis sentimientos ante los demás, sobre todo ante mis compañeros de clase. Podría pasarme horas enteras sentado en silencio si así lo exigiera el programa de la asignatura.
A la salida, Morrie me detiene.
– Hoy no has dicho gran cosa -comenta.
– No sé. Simplemente, no tenía nada que añadir.
– Creo que tienes mucho que añadir. En realidad, Mitch, me recuerdas a un conocido mío al que también le gustaba guardarse las cosas para sí cuando era más joven.
– ¿Quién era?
– Yo.
El segundo martes
Volví el martes siguiente. Y durante muchos martes sucesivos. Esperaba aquellas visitas más de lo que cabría suponer, teniendo en cuenta que hacía un viaje de mil kilómetros en avión para sentarme al lado de un moribundo. Pero cuando visitaba a Morrie me parecía haber dado un salto en el tiempo, y yo me apreciaba más a mí mismo cuando estaba allí. Ya no alquilaba un teléfono móvil para los viajes en coche desde el aeropuerto. Que esperen, me decía a mí mismo, imitando a Morrie.
La situación del periódico no había mejorado en Detroit. En realidad se había vuelto cada vez más delirante, con enfrentamientos violentos entre los piquetes y los trabajadores que sustituían a los huelguistas, con detenciones y heridos que quedaban tendidos en la calle ante las camionetas de reparto.
En vista de ello, mis visitas a Morrie me parecían un baño purificador de amabilidad humana. Hablábamos de la vida y hablábamos del amor. Hablábamos de uno de los temas favoritos de Morrie, la compasión, y de por qué nuestra sociedad tenía tanta carencia de ella. Antes de visitarlo por tercera vez me pasé por un supermercado llamado Pan y Circo (yo había visto bolsas de este supermercado en casa de Morrie y me imaginé que le gustaría la comida que vendían allí) y me cargué de recipientes de plástico de la sección de comida preparada para llevar, con cosas tales como fideos con verduras, sopa de zanahoria y baklava.
Cuando entré en el despacho de Morrie le mostré las bolsas como si acabase de atracar un banco.
– ¡El hombre de la comida! -grité
Morrie puso los ojos en blanco y sonrió.