– Lo siento. ¿Por qué tienes tanta prisa por cruzar? Es por el caso, ¿no?
– Estaré arriba. Pongámonos en marcha.
McCaleb salió del camarote. No le sorprendió en absoluto que Buddy lo llamara.
– ¿Vas a necesitar un chofer?
– No, Buddy. Ya sabes que hace dos años que conduzco.
– Sí, pero puede que necesites ayuda con el caso.
– No te preocupes. Date prisa, Buddy, quiero llegar pronto.
McCaleb descolgó la llave del gancho que había junto a la puerta del salón, salió y subió al puente de mando. El aire seguía siendo muy frío y los primeros rayos del alba se abrían paso entre la niebla matinal. Conectó el radar Raytheon y puso en marcha los motores a la primera; Buddy había llevado el barco a Marina del Rey la semana anterior para una puesta a punto.
McCaleb dejó el motor a ralentí mientras volvía a bajar y se encaminaba a la bovedilla. Desató el cabo de popa y luego la Zodiac y condujo ésta hasta la proa. Ató la lancha a la boya de amarre después de soltar el cabo que la unía a la cornamusa de proa. El barco estaba suelto. Se volvió y miró hacia el puente de mando justo en el momento en que Buddy se metía en el asiento del piloto con el pelo todavía revuelto. McCaleb le indicó que el barco estaba suelto. Buddy empujó la palanca de aceleración y el Following Sea empezó a moverse. McCaleb cogió de la cubierta el arpón de dos metros y medio y lo usó para mantener la boya alejada de la proa mientras realizaba el giro hacia el carril y lentamente se dirigía a la bocana del puerto.
McCaleb permanecía en la proa, apoyado en la barandilla y observando cómo la isla iba quedando atrás. Levantó la mirada una vez más hacia su casa y vio que todavía había una única luz encendida. Era demasiado temprano para que su familia se despertara. Pensó en el error que acababa de cometer a conciencia. Tenía que haber subido a casa, decirle a Graciela lo que estaba haciendo y tratar de explicarse. Pero sabía que si lo hacía perdería mucho tiempo y, además, nunca lograría convencerla. Decidió irse sin más. Llamaría a su esposa después de cruzar y más tarde se enfrentaría a las consecuencias de su decisión.
El aire frío del gris amanecer le había puesto la piel tirante en las manos y el cuello. Se volvió y miró hacia adelante, hacia donde la ciudad se agazapaba tras la bruma marina. El hecho de no poder ver lo que sabía que estaba allí le dio una sensación ominosa y bajó la mirada. El agua que cortaba la proa estaba plana y era de un color azul oscuro, como la piel de un marlín. McCaleb sabía que tenía que subir al puente de mando para ayudar a Buddy. Uno de los dos pilotaría y el otro controlaría el radar para seguir un rumbo seguro hasta el puerto de Los Ángeles. Pensó que era una lástima que no existiera ningún radar para guiarlo una vez en tierra y ayudarlo a resolver el caso que le obsesionaba. Una niebla diferente lo esperaba en tierra. Y esos pensamientos de intentar buscar el camino a través de ella llevaron su mente hacia el aspecto del caso que más lo había atrapado.
Cuidado, cuidado, Dios te ve
Las palabras danzaban en su cerebro como un nuevo mantra. En la capa de niebla que se extendía ante él se ocultaba alguien que había escrito esas palabras. Alguien había actuado guiado por ellas al menos en una ocasión y probablemente actuaría de nuevo. McCaleb iba a encontrar a esa persona. Y se preguntó de quién serían las palabras que lo guiarían a él al hacerlo. ¿Había un Dios verdadero que lo enviaba por ese camino?
Sintió que le tocaban el hombro y se volvió tan sobresaltado que el arpón estuvo a punto de caérsele por la borda. Era Buddy.
– Joder tío, no me hagas esto.
– ¿Estás bien?
– Lo estaba hasta que me has pegado este susto. ¿Qué estás haciendo? Tendrías que estar pilotando.
McCaleb miró por encima de su hombro para asegurarse de que ya habían salido de los límites del puerto y estaban en la bahía.
– No sé -dijo Buddy-. Parecías el capitán Ahab aquí de pie con ese arpón. Pensé que te pasaba algo. ¿Qué estás haciendo?
– Estaba pensando. ¿Te molesta? No me pegues estos sustos.
– Bueno, creo que estamos empatados.
– Ve a pilotar el barco, Buddy. Subiré en un momento. Y controla el generador.
Cuando Buddy se alejó, McCaleb sintió que las pulsaciones de su corazón recuperaban la normalidad. Salió del pulpito y volvió a fijar el arpón en la cubierta con la abrazadera. De pronto notó que el barco se elevaba y caía al atravesar una ola de más de un metro. Se enderezó para ver el origen de la ola, pero no vio nada. Había sido un fantasma moviéndose por la superficie lisa de la bahía.
6
Harry Bosch levantó su maletín a modo de escudo y lo utilizó para abrirse camino a través de la multitud de periodistas y cámaras reunidos en el exterior de la sala.
– Déjenme pasar, por favor, déjenme pasar.
La mayoría de los corresponsales no se movían hasta que Bosch usaba el maletín para apartarlos. Se estaban congregando desesperadamente y levantando grabadoras y cámaras hacia el centro del enjambre humano donde se hallaba el abogado defensor.
Bosch logró finalmente alcanzar la puerta, donde un ayudante del sheriff estaba apretado contra el pomo. El hombre reconoció a Bosch y dio un paso hacia un lado para permitirle abrir la puerta.
– Esto -dijo Bosch al ayudante- va a pasar todos los días. Este tipo tiene más cosas que decir fuera de la sala que dentro. No estaría mal que pusieran algunas normas para que la gente pueda entrar y salir.
Mientras Bosch franqueaba la puerta oyó que el ayudante del sheriff le decía que hablara con el juez sobre el tema.
Bosch recorrió el pasillo central y abrió la puerta que daba acceso a la mesa de la acusación. Era el primero en llegar. Apartó la tercera silla y tomó asiento. Abrió el maletín sobre la mesa, extrajo la gruesa carpeta azul y la dejó a un lado. Luego cerró el maletín de combinación y lo dejó en el suelo, junto a su silla.
Bosch estaba preparado. Se inclinó hacia adelante y cruzó los brazos sobre la carpeta. La sala estaba tranquila, casi vacía a excepción del alguacil y un periodista que se estaban preparando para el día que se avecinaba. A Bosch le gustaba esa calma que precede la tormenta. Y no le cabía ninguna duda de que se avecinaba tormenta. Estaba preparado para bailar con el diablo una vez más. Se dio cuenta de que su misión en la vida eran los momentos así. Momentos que tendría que saborear y recordar, pero que siempre le causaban un nudo en el estómago.
Se produjo un fuerte ruido metálico y la puerta del calabozo adjunto se abrió. Dos alguaciles condujeron al acusado a la sala del juzgado. Era joven, seguía bronceado a pesar de los tres meses que llevaba entre rejas y llevaba puesto un traje que cubriría con creces los sueldos semanales de los hombres que lo flanqueaban. Tenía las manos esposadas a una cadena de cintura que parecía incongruente con aquel traje azul. En una mano llevaba un bloc de dibujo y en la otra un rotulador negro de punta de fibra, el único instrumento de escritura autorizado en prisión.
El hombre fue conducido hasta la mesa de la defensa y situado en el asiento central. Sonrió y miró hacia adelante cuando le quitaron las esposas y la cadena. Un alguacil colocó una mano en el hombro del acusado y lo empujó hacia abajo para que se sentara. A continuación los alguaciles retrocedieron y tomaron posición en las sillas situadas detrás del hombre.
Inmediatamente el individuo abrió el bloc de dibujo y empezó a trabajar. Bosch lo observaba. Oía el ruido de la punta del rotulador arañando el papel furiosamente.
– No me dejan usar carboncillo, Bosch. ¿Te lo puedes creer? ¿Qué clase de amenaza puede significar el carboncillo?
No había mirado a Bosch al decirlo. Bosch no respondió.